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Pero esta era una consideración sin importancia teniendo en cuenta lo ocurrido. Jerry Kho, el hombre asesinado, se llamaba en realidad Gerald Marsalis y, además de ser su sobrino, era el hijo de Christopher Marsalis, el alcalde de Nueva York.

5

Cuando Jordan cogió el último tramo de Water Street, la línea de luz dividía la calle en dos mitades exactas. Derecha e izquierda, sol y sombra, calor y frío. De pronto, con una sensación de desapego, pensó que en otro tiempo también él había formado parte de aquella trivial metáfora. Ahora todo parecía lejano como una película de la que se recuerdan algunas imágenes pero no se consigue recordar el título.

No le sorprendió demasiado encontrar, además del habitual despliegue de fuerzas policiales, una masiva presencia de los medios. Había periodistas de la prensa escrita que se acercaban todo lo posible entre los coches con las luces giratorias encendidas y las camionetas de Eyewitness News y Channel 4 aparcados en la explanada de Peck Slip. Una reportera de NY1 cuyo nombre no recordaba estaba transmitiendo en directo; en el fondo se veía la escena vallada. La oportuna presencia de los medios podía atribuirse a que en las fuerzas policiales siempre había alguien que pagaba la hipoteca o el colegio de su hijo personificando en su provecho a una «fuente fiable».

Fue a aparcar la moto de modo que quedara a la sombra, para no encontrar el asiento caliente cuando volviera. Avanzó hacia el edificio con la actitud de un curioso más, sin quitarse el casco, para evitar que le reconocieran. Si había algo de lo que no tenía ganas ni necesidad en aquel momento era de abrirse paso entre una pequeña muchedumbre de periodistas con micrófonos en la mano.

Un grupo de jóvenes que pasaban trotando vestidos con monos azules con las letras «NYPD» le obligó a detenerse un momento. Eran alumnos de la Academia de Policía que, guiados por un instructor, volvían del entrenamiento matinal. Al pasar delante del lugar del delito y ver aquella agitación, algunos volvieron la cabeza hacia la entrada de la casa que, evidentemente, era la escena de un crimen.

Jordan logró no seguirlos con la mirada mientras el vehículo azul de la policía científica se acercaba a las vallas. Rodeó la barrera de metal para dirigirse hacia el portal de entrada, donde los responsables de la investigación habían apostado a dos agentes. A uno de ellos le conocía; servía en One Police Plaza, el cuartel general de la policía. No podía ser de otra manera; el comando central quedaba a poco menos de un kilómetro de allí, de modo que era normal que ellos se ocuparan del caso.

El agente se adelantó para impedirle el paso, pero en aquel momento la cabeza de Jordan emergió del casco y el otro le reconoció. El policía se relajó y esperó a que se acercara antes de abrir más la valla para facilitarle el paso.

– Buenos días, teniente.

Jordan inclinó la cabeza, como si vigilara dónde ponía los pies, así que el policía no pudo ver su expresión.

– Ya no soy teniente, Rodríguez.

– Es cierto, ten… Sí, disculpe, señor.

Rodríguez bajó los ojos durante un instante. Jordan pensó que no tenía por qué hacer pagar a aquel chaval una culpa que no era suya.

– No importa, Oscar. ¿Están todos arriba?

Rodríguez dio la impresión de que se recobraba tras aquel instante de incomodidad.

– Sí, en la última planta. Pero el alcalde todavía no ha llegado.

– Sí, lo sé. Debe de estar a punto de llegar.

El agente Oscar Rodríguez entornó los ojos hasta que se volvieron dos ranuras en su cara morena de hispano.

– Lo lamento por su sobrino… señor Marsalis.

El hombre que estaba del otro lado de la valla calló un instante. Jordan sabía que no había terminado.

– Si me permite, cuando uno ha sido un teniente de policía como usted, para alguien como yo siempre seguirá siéndolo.

– Gracias, Oscar. Ojalá fuese así de simple. ¿Puedo entrar?

– Pues claro. Nadie me lo ha dicho, pero tengo la sensación de que le están esperando.

Rodríguez se hizo a un lado para permitirle entrar en el zaguán de la casa. Mientras subía en el ascensor y salía de aquella luz extrañamente incierta, Jordan no pudo evitar pensar con amargura que a veces la vida mide las distancias de manera mucho más significativa a como lo hacen las millas. Entre el New York City Hall, donde trabajaba Christopher Marsalis, y Water Street, donde vivía Gerald, había un espacio ínfimo, que podía recorrerse a pie en pocos minutos. Sin embargo nadie, por muy deprisa que corriera, habría logrado salvar la distancia que padre e hijo habían puesto entre ambos.

Jordan nunca había estado en el estudio de su sobrino. Una noche le encontró por casualidad en Via della Pace, un restaurante italiano del East Village. Estaba sentado en la penumbra con un grupo de chicos y chicas con un aspecto y unos modales muy coherentes con su estilo de vida. Todos tenían en la cara la misma expresión, una mezcla de la arrogancia de los que se sienten libres de ser ellos mismos hasta destruirse y la amarga resignación de los que miran a uno y otro lado y solo ven la nada. Por la actitud sumisa del grupo quedaba claro que Gerald era el líder. Cuando Jordan se aproximó a la mesa, el sobrino interrumpió la conversación con sus amigos y lo miró a los ojos, sin sorpresa ni placer. Sus ojos azules eran iguales, pero los suyos eran mucho más viejos.

– Hola, Jordan.

– Hola, Gerald.

El sobrino hizo una mueca de fastidio.

– Gerald es historia. Es un nombre que ya no me pertenece. De todo lo que era antes ya no queda nada.

En su mirada de desafío, Jordan encontró la confirmación de aquellas palabras y la sentencia que contenían. Trató de dar un tono conciliador a su voz.

– Los extremos se juntan. A veces basta muy poco para que lo hagan.

– Bonitas palabras, padre Marsalis. Ignoraba que te interesara la filosofía. Si has venido a darme un sermón…

Jordan meneó la cabeza.

– No, he venido porque tenía hambre, pero creo que me he equivocado de lugar.

– Sí. Opino lo mismo.

Se hizo ese instante de silencio que parece interminable entre dos personas que ya no tienen nada que decirse. Jordan dio media vuelta y se marchó. En el murmullo indistinto que había a sus espaldas únicamente oyó la frase «tan solo es un madero».

Desde entonces no había vuelto a verle.

Y ahora estaba subiendo al lugar donde alguien había matado a Jerry Kho, el hombre que tomó posesión de Gerald Marsalis hasta el punto de morir en su lugar.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, lo primero que notó fue el fuerte olor a pintura. La puerta de entrada del piso estaba abierta de par en par y en el interior podía entrever a los de la policía científica, atareados en su investigación. Considerando la identidad de la víctima, sin duda el afán y el empleo de fuerzas y medios serían muy superiores al habitual.

Con toda probabilidad Christopher les había advertido de su llegada, porque el detective James Burroni salió al rellano antes de que el agente de guardia en el piso hiciera ademán de impedirle el paso.

– No hay problema, Pollard, me encargo yo.

Conocía a Burroni desde hacía tiempo y sabía que era un policía discreto. Habían trabajado juntos en el Noveno Distrito cuando todavía era una zona fronteriza, pero no se tenían simpatía. Sin embargo, Jordan no le censuraba; nadie aceptaba fácilmente a un colega que era al mismo tiempo un personaje famoso en Homicidios y el hermano del alcalde. Era de esperar que muchos pensaran que su fulgurante carrera se debía más a su ilustre pariente que a sus méritos reales.