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Roscoe se quedó sin palabras. Todas sus certezas de investigador se desmoronaron de golpe, junto con sus certezas de hombre.

– Es increíble…

– Increíble es la palabra justa, William. Por eso no le he dicho a nadie que venía aquí. ¿Cómo crees que reaccionaría cualquiera a quien le contara que había visto con los ojos de un muerto a su asesino?

Maureen esperaba que su argumentación fuera lo bastante convincente. No obstante, debía ofrecer una versión reducida de los hechos y no hacer alusión a ninguna de las otras imágenes que había visto, sobre todo las referentes a Thelma Ross y los descubrimientos relacionados con ella. De lo contrario, revelaría que otras personas estaban al corriente de sus percepciones y de su presencia en aquel lugar. En el mejor de los casos, Roscoe podría dejarla atada a la silla y huir.

En el peor…

El investigador se quedó completamente anonadado por lo que acababa de oír, que abría un nuevo y fascinante campo que explorar.

– Debe de haber un mensaje escrito en las células, una especie de impronta, un vínculo neuronal que de algún modo se conserva, al margen del individuo. Todo esto es fantástico. Juntos podríamos descubrirlo y llegar a…

Maureen lo interrumpió de nuevo.

– ¿Juntos?

– Pues claro. Para una investigación como esta debo tenerte a mi disposición para los análisis y las pruebas que tendré que realizar.

– ¿Cómo sabes que colaboraré contigo?

De pronto Roscoe pareció recordar quiénes eran y por qué se encontraban en esa situación. Ella era una policía atada a una silla y él un asesino que tenía en la mano una pistola apuntando a su cabeza.

No obstante, como en sus encuentros anteriores, consiguió dar una nota de ironía a sus palabras.

– ¿Que cómo lo sé? Por un detalle, simple pero muy significativo. Soy el único que sabe dónde está el cultivo de células estaminales que se necesitan para seguir tu terapia. Si me denuncias, nunca te diré dónde están. Si me privas de la justicia que he buscado, volverás a encontrarte en el estado en que te conocí.

Sus últimas palabras salieron más frías que el gas que introducía en sus frigoríficos.

– En el preciso instante en que Julius Whong recupere la libertad, tú perderás la vista.

49

Jordan condujo la 999 bajo los árboles y las farolas amarillas de la calle Henry hasta llegar al edificio que buscaba. Poco después de haber salido del Stuart Building encendió el teléfono y a los pocos instantes le llegó el aviso sonoro de un mensaje pendiente. Llamó y escuchó las palabras de Maureen. Sin saber nada de sus progresos, ella había llegado a la misma conclusión que él. Le decía que iba a hacer una visita a Roscoe.

Si bien por un lado esa noticia acabó con cualquier duda que pudiera tener Jordan, se quedó helado cuando oyó que Maureen se proponía ir sola a verlo. Se maldijo por haber apagado el teléfono. Él era para Maureen la única referencia, la única persona a la cual podía confiar las imágenes que llegaban por aquella vía indescifrable.

Al no encontrarlo, había decidido ir por su cuenta.

De algún modo Jordan la entendía, pero no por ello dejaba de estar preocupado. Subió a la moto y recorrió el trayecto hasta la dirección que Maureen le había dejado en el mensaje a la máxima velocidad que la Ducati y las leyes de tráfico le permitían, rogando, en los momentos en que las violaba, no cruzarse con ningún coche patrulla de servicio.

Detuvo la moto, se apeó y fue al lado opuesto de la calle para observar la maciza construcción de dos plantas que hacía esquina con Pierrepoint. Ese tramo de la calle Henry se hallaba completamente a oscuras y, en las sombras proyectadas por las luces lejanas de la calle que la cruzaba, Jordan pensó que aquella casa era inquietante, malvada y venenosa.

Por afuera, parecía desierta.

Las ventanas eran recuadros oscuros suspendidos en los muros y, salvo la claridad anaranjada de un cristal que se recortaba en la puerta de entrada, del interior no se filtraba ninguna otra luz que indicara alguna presencia.

Eso podía ser buena señal o significar la peor de las hipótesis posibles.

Se apartó de la fachada y fue a echar un vistazo a la parte posterior de la casa. Estaba totalmente rodeada por un alto muro, hecho con los mismos ladrillos rojos que la construcción principal. Por las copas de los árboles de diferentes especies que sobrepasaban el borde superior, Jordan supuso que un jardín ocupaba toda aquella zona. Tras un rápido cálculo de la altura, se dio cuenta de que no podría llegar a lo alto del muro ni siquiera utilizando la moto como punto de apoyo.

Al final de la pared de ladrillos, lindando con la casa de Roscoe, había un edificio de tres plantas que estaban remodelando, rodeado por una empalizada que delimitaba la zona de la obra. Jordan alzó la mirada para examinar la disposición de los andamios y las protecciones que suelen usarse en esos casos. Luego tomó una decisión, que le pareció la única posible. Sin demasiadas dificultades consiguió penetrar por una abertura de la valla. Las obras estaban en un momento en el que no temían posibles intrusiones. Se introdujo en la planta baja de la construcción, casi sin paredes e iluminada por la luz amarillenta de las farolas.

Había en el aire un olor a ladrillos y a cal, y esa sensación de provisionalidad que tienen todas las obras de construcción. Jordan vio la escalera y subió a la primera planta por unos escalones de cemento y sin barandilla. Cuando llegó al rellano, tropezó con un recipiente de plástico oscuro, casi invisible en la penumbra, que alguien había abandonado en el suelo. Estaba lleno de herramientas de trabajo, y se volcó con un ruido metálico que, en el silencio, a Jordan le pareció más fuerte que un choque frontal entre dos camiones.

Permaneció un instante conteniendo el aliento, con las mandíbulas apretadas, asimilando la sorpresa, el temor de haber llamado la atención de alguien y un dolor en la tibia, donde le había pegado el recipiente.

Ninguna señal de vida.

Se relajó. Desde la galería donde se encontraba echó una mirada hacia el jardín de la casa de enfrente, hasta donde se lo permitían el muro y las ramas de los árboles. En la oscuridad protegida por el follaje, le pareció ver el reflejo de una puerta de cristal, pero desde donde estaba no podía distinguir nada más.

Se volvió, para observar lo que lo rodeaba. A su izquierda había una pila de largos tablones de madera, que probablemente servirían para prolongar el andamio de la planta superior.

Fue a coger uno y, valiéndose de la barandilla tubular de la plataforma para balancear el peso, lo apoyó y lo deslizó hasta alcanzar el borde del muro. Se aseguró de que quedara firme. Cogió otro e hizo lo mismo; lo superpuso al primero, rogando haber calculado bien y que fuera del largo necesario para lo que se proponía hacer.

Fue a buscar entre las herramientas que había volcado y encontró lo que buscaba. Cogió una piqueta, de las que se usan para desclavar los tablones del cemento armado, y se la puso en la cintura de los pantalones.

Avanzó por el precario puente suspendido en la penumbra, que iba desde el suelo de madera del andamio hasta el muro de la casa del doctor Roscoe. Adelantó un pie y lo apoyó en el tablón, al tiempo que se agarraba a un pilar de los andamios. Luego abandonó el punto de apoyo del tubo de metal y dio el primer paso sobre el inestable tablón.

Jordan nunca había tenido vértigo, y rogó no empezar en ese momento.

Con la mirada fija al frente y colocando un pie detrás del otro, como un equilibrista que tuviera arena y sacos de cemento como red de seguridad, llegó a la otra parte de su improvisado puente. Se dio cuenta de que había hecho todo el recorrido conteniendo el aliento y dejó salir de los pulmones un largo suspiro de alivio. Se sentó a horcajadas sobre el muro como en el asiento de la moto, y, sujetándose con las piernas, deslizó hacia delante el segundo tablón, hasta que tocó tierra. El esfuerzo para apoyarlo en el suelo sin hacer ruido y al mismo tiempo impedir que se le resbalara de las manos hizo que la sangre latiera violentamente en sus sienes; tuvo que detenerse un segundo para recobrar el aliento y reponerse de un ligero mareo.