– ¿Por qué no los denunciaste?
– Fue Thelma quien lo decidió. Fue ella quien me convenció de que me marchara, de que no dejara que me encontraran allí. De pronto, después del dolor, se volvió fría como el hielo, mientras me explicaba por qué quería que actuara así. Me dijo que si los cogían pasarían un tiempo en la cárcel y después quedarían de nuevo libres para hacer más daño. Me hizo jurar que los encontraría y los mataría con mis propias manos. Si eso significaba que no nos viéramos más, sería un precio que pagaría de buena gana. Por eso decidimos declarar que la traqueotomía la había hecho ella.
A causa del nerviosismo, Roscoe abría y cerraba rítmicamente la mano libre, como para calmar un calambre.
– He vivido con el único fin de vengarme, mientras veía cómo Thelma perdía poco a poco la razón y se hundía en un limbo donde su mente se había refugiado para no sufrir. Ahora está internada en una clínica para enfermos mentales. Hace años que no la veo…
La voz cambió de tono y se perdió en los meandros de la amargura. Por un instante Maureen sintió compasión por ese hombre que había sacrificado su presente y su futuro por un pasado que ninguna venganza podría borrar.
– Dediqué casi diez años de esfuerzos, tiempo y dinero, sin obtener nada. Nada de nada. Aquellos malditos parecían haberse disuelto en el aire, no haber existido nunca. Después, un día, el azar se puso de mi lado. Chandelle Stuart, por consejo de un colega mío que era su médico de cabecera, vino a mi consulta para que la operara. Le eliminé una miopía con una operación láser, una intervención casi de rutina pero que, en su megalomanía, quería que realizara el mejor profesional de la especialidad. Durante una visita de control cometió un error…
Hizo una pausa, con los ojos perdidos en el vacío.
– ¿Qué error?
Roscoe volvió bruscamente la cabeza hacia ella, como si la voz de Maureen lo hubiera despertado de un momento de trance extático.
– Me preguntó el nombre de un cirujano plástico que pudiera quitarle un tatuaje de la ingle. Me dijo que era un recuerdo de una persona que había sido muy importante para ella, pero que ahora quería borrar de su vida. Se bajó los pantalones y cuando me lo mostró me quedé de piedra. El día que murió Lewis, en un momento de nerviosismo, Pig Pen se levantó la manga de la camiseta negra que llevaba. Fue un instante, pero pude ver que en el antebrazo llevaba un gran tatuaje, un demonio con alas de mariposa. El que me mostraba Chandelle Stuart era exactamente igual. Ella no podía saber que yo había visto el de Pig Pen, porque en ese momento Lucy estaba en la otra habitación con Snoopy y Thelma. Entonces, sin intuir en absoluto lo que pasaba por mi cabeza, y confundiendo mi expresión con una manifestación de libidinosidad, esa puta de Chandelle Stuart, de pie frente a mí con los pantalones bajados, tuvo el valor de cogerme la mano y pasársela entre las piernas.
Roscoe tenía las mandíbulas apretadas y una expresión de desprecio en la cara. Su mano era un puño apretado con fuerza, con los nudillos blancos por la tensión.
– A partir de entonces mi vida cambió. Vivía frenético, como si cientos de voces me hablaran al oído al mismo tiempo. Tenía una pista, tan débil que era casi inexistente, pero era mi única esperanza. Dedicaba todo mi tiempo libre a investigar, destinaba a esa busca todo el dinero que ganaba. Contraté a detectives extranjeros, pagué cifras exorbitantes para no verme obligado a salir al descubierto. Me remonté al momento de los hechos y descubrí que en esa época Chandelle estudiaba en el Vassar College de Poughkeepsie. Uno por uno, identifiqué a Gerald Marsalis y a Alistair Campbell. Julius Whong fue más difícil, porque no asistía al college, pero conseguí darle una cara y un nombre también a él, el más decidido y feroz. A medida que los veía en persona, los conectaba con la máscara que llevaba cada uno aquel día.
Ahora Roscoe sonreía. Tal vez estaba reviviendo el emocionante momento que forma parte de la vida de todo investigador, el del descubrimiento después de años de vanos intentos. Solo que esta vez el fin no era derrotar a la muerte, sino infligirla.
– Cuando me enteré de que Julius Whong era Pig Pen, sentí el deseo de ir directamente a por él, golpear a su puerta y meterle un balazo en su cara de depravado. Pero después conseguí calmarme; reflexioné y tomé una decisión. Decidí matarlos a todos, uno por uno, y hacerlo de manera que la culpa recayera en Julius Whong. A Chandelle Stuart, Gerald Marsalis y Alistair Campbell les concedí morir; a él no. Él debía pagar más que todos los otros, debía pasar el resto de su vida en el corredor de la muerte, sabiendo que cada día que transcurría le acercaba al momento en que alguien le metería una aguja en la vena y empujaría el émbolo de una jeringa llena de veneno.
Maureen decidió actuar, al menos en lo que podía. Aprovechando la distracción de Roscoe, que estaba concentrado en su relato, apoyó los pies en el suelo y cautelosamente empezó a desplazar el sillón con ruedas al que estaba atada, de modo que si quería mirarla a la cara debería volverse y dar la espalda a la puerta detrás de la cual estaba oculto Jordan.
– Empecé a organizarme. La suerte que durante tanto tiempo me había vuelto la espalda ahora me favorecía. A Julius Whong lo habían operado hacía poco del menisco y de los ligamentos, y durante un tiempo anduvo con muletas. Cuando las dejó, le quedó una ligera cojera. Duraría poco, pero a mí me bastaba.
Un centímetro.
Otro.
Otro más.
– Me di cuenta de que Julius y yo teníamos la misma complexión y, salvo los rasgos asiáticos, un físico parecido. Maté primero a Linus, es decir, a Gerald Marsalis. Cuando llegué me reconoció enseguida. Lo obligué a sentarse en una silla, le até las muñecas y los tobillos con cinta adhesiva y lo estrangulé, de manera que sufriera lo más posible. Mientras moría le preguntaba si ahora entendía qué había sentido mi hijo cuando el aire ya no llegaba a sus pulmones. Después lo puse contra la pared con una manta pegada a la oreja, como Schulz dibujaba a Linus en las tiras, y escribí ese estúpido mensaje. Sabía que lo descifrarían enseguida, pero necesitaba que creyeran que el asesinato era obra de un psicópata. Tenía intención de hacerme notar de algún modo cuando me marchara renqueando, pero mientras estaba escondido en la escalera, del piso de Gerald salió una mujer que dejó la puerta entreabierta. Desde el rellano oí que telefoneaba a alguien y lo citaba en su casa. Eso significaba que tenía menos tiempo del previsto, pero también era una buena ocasión para dejar un indicio. Cuando la persona llegó y llamó al timbre, cogí el ascensor y me lo crucé en la entrada. Me coloqué detrás, para hacerme notar pero con cuidado de que no se me viera la cara.
– Pero ¿no pensaste que los otros, sabiendo cómo habían matado a Gerald, podían sospechar?
Roscoe respondió a la pregunta de Maureen con un encogimiento de hombros.
– Gerald era el hijo del alcalde. Pensé que al tratarse de una investigación tan particular los detalles se mantendrían en la más rigurosa reserva, como en efecto sucedió. Decidí usar los personajes de Snoopy porque sabía que tarde o temprano se remontarían a muchos años atrás. Eso podía ofrecer un móvil. Julius quería vengarse de un abandono o algo así.
Un centímetro más.
Aprovechando la mirada ausente de Roscoe, que por un instante se dirigió hacia abajo, hizo otro pequeño desplazamiento.
Cuando volvió a mirarla a los ojos, Maureen vio una expresión dura y complacida.