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– Después le tocó a Chandelle. Y no me avergüenza decir que matar a ese ser inútil fue un verdadero placer e incluso un pequeño lujo. Llegué a su casa después de haber atravesado el vestíbulo del Stuart Building con el mismo chándal y con la cojera con que me había hecho notar en casa de Gerald. Intenté andar, en lo posible, de forma furtiva, escondiéndome detrás de alguna persona, pero en realidad traté de que me captaran las cámaras, porque sabía que sería lo primero que iban a comprobar. Le dije a Chandelle que quería hablarle de una novedad referente a su operación, y me hizo subir a su casa. ¡Cómo se sorprendió esa furcia cuando me vio frente a ella con la pistola en la mano! Con Linus tuve que darme prisa, pero con Chandelle tenía mucho más tiempo a mi disposición. La hice hablar; le dejé creer que le perdonaría la vida. Descubrí muchas cosas. Me confesó que había tenido una relación con ese maníaco sexual de Julius y que habían involucrado a los otros dos en el proyecto del robo. A Gerald por su locura, a Alistair Campbell por su debilidad y su dependencia psicológica de Julius. Al final me reveló el absurdo motivo por el que ocurrió todo. Esos condenados cometieron el robo solo como un juego, para sentir emociones fuertes. ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo? Mi hijo murió porque ellos, por aburrimiento, habían decidido sentir algo diferente. Además, esa puta me reconoció en cuanto entró en mi consulta, y estuvo a mi lado disfrutando con la enferma sensación de saber lo que yo ignoraba, quizá hasta se excitó al pensar en lo que me había hecho. Cuando me acerqué a ella y le apreté el cuello con las manos, mientras me rogaba que no la matara, le susurré al oído las mismas palabras que me dijo Julius: «Soy médico; sé lo que hago». Después la pegué al piano como un dibujo de Lucy, dejé la nota que daba la pista de la víctima siguiente y me fui.

Al fin Roscoe se desplazó. Con un movimiento casi distraído, giró y apoyó la pelvis en el largo mostrador de trabajo, como si estuviera cansado de permanecer de pie y necesitara reclinarse en algo. La pistola, sin embargo, parecía un bloque inmóvil y el cañón seguía apuntando a la cabeza de Maureen.

– Pero antes dejé un nuevo indicio, el decisivo. Hice creer que el asesino había violado a Chandelle después de haberla matado. Y para eso utilicé un pene de caucho que encontré en un cajón de ella. Le puse un preservativo lleno de líquido seminal de Julius Whong. Elegí uno de esos que retrasan el placer del hombre y estimulan el de la mujer, en primer lugar porque deja un residuo químico muy evidente y en segundo lugar porque el uso de un profiláctico así en un cadáver se adecuaba a la perfección con el perfil psicológico de un psicópata. Lo agujereé para que dejara un pequeño residuo de esperma y pareciera que había utilizado un preservativo defectuoso.

– ¿Y cómo lo conseguiste?

– Esa fue la parte más difícil. Julius Whong, después de un inicio juvenil de sexo y violencia, se volvió muy particular. Las mujeres ya no le interesaban; necesitaba situaciones extrañas, emociones fuertes. El alcohol, las drogas y su cerebro enfermo lo llevaron a convertirse… cómo expresarlo… en un refinado. Y recordé a una persona a la que había conocido tiempo atrás.

Jordan salió de su escondite y comenzó con cuidado a bajar la corta escalera. Maureen vio que no movía el brazo derecho y que le colgaba flojo al costado, de una manera extraña, como si estuviera roto.

Un escalón.

Dos escalones.

Tres escalones.

Conteniendo el aliento, Maureen seguía el descenso de Jordan y la narración de Roscoe.

– De vez en cuando solía salir de gira por el país a dar seminarios. En un hospital de Siracusa conocí a una enfermera. Era una mujer de una belleza increíble, tal vez una de las más hermosas que he visto nunca, que ejercía una fascinación sutil, distinta. Tenía una carga de sensualidad que casi se podía tocar. Se llamaba Lysa y poseía una característica bastante singular: en realidad era un hombre. Nos hicimos amigos, y ella empezó a confiar en mí. Era una persona dulce, melancólica, reservada. Y sobre todo honesta, nada que ver con esos transexuales mercenarios que se encuentran en internet. Nos mantuvimos en contacto, incluso cuando ella dejó de trabajar en el hospital. Luego, cuando se me presentó aquella necesidad, pensé que un pervertido como Julius Whong no resistiría la tentación de acostarse con una rareza sexual así. Aproveché la debilidad de Lysa; estaba cansada de luchar en una batalla que ya tenía perdida de antemano. La contraté anónimamente y le ofrecí cien mil dólares para que tuviera una relación con Julius Whong y me consiguiera un preservativo lleno de su líquido seminal.

– ¿Y no pensaste que esa tal Lysa podía denunciarte, cuando descubriera que habían acusado a Julius Whong? Sobre todo sabiendo que lo que lo incriminaba definitivamente era la prueba de ADN.

Maureen vio que Roscoe iba dejando atrás todo resto de humanidad. El doctor Jekyll había perdido el control y se transformaba ante sus ojos en el señor Hyde.

– Pues sí. Existía esa posibilidad. Pero también ese es un problema que he resuelto. Sin imaginar nada, fue ella misma la que me escribió para decirme que se mudaba a Nueva York, comunicarme el día de su llegada y la dirección del piso que había alquilado. ¿Y quieres saber lo más divertido? Era el apartamento de Jordan Marsalis, el hermano del alcalde, el tío de Gerald…

Roscoe se quedó un momento pensando en cómo el destino se reía con sarcasmo de los humanos. Después apartó ese pensamiento con un gesto de la mano, como se hace con una mosca molesta.

– En todo caso, como te he dicho, ya no es un problema. Leí en el periódico que ha tenido un accidente…

Maureen se horrorizó por el espantoso significado de aquellas palabras.

– Eres un maldito loco asesino.

– Es probable. Pero ¿acaso no hace falta estar loco y ser un asesino para poder eliminar a otro?

– Pero con Alistair Campbell te salió mal. Él consiguió escapar.

La sonrisa que le dirigió William Roscoe era de nuevo la del demonio.

– ¿Tú crees?

Trastornada, Maureen escuchó lo que Roscoe acababa de meterle en el cerebro.

– Muy bien, Maureen, veo que lo has entendido. Estaba todo previsto. Lo hice de modo que pudiera escapar. Me era más útil vivo; tenía que ser el que aportara la prueba definitiva contra Julius Whong. Elegí a ese desdichado porque en el fondo era el menos culpable. Aquel fatídico día, lo único que hizo fue rogar que se marcharan y nos dejaran en paz.

Mientras tanto, Jordan había alcanzado el lado opuesto del mostrador central, se había agachado y desaparecido detrás de la protección del borde. Maureen supuso que quería rodearlo manteniéndose a cubierto, para llegar junto a Roscoe y cogerlo por sorpresa.

Sin saber lo que sucedía, Roscoe continuó el macabro relato de sus actos.

– Sabía que se había refugiado a escribir en su casa de Saint Croix. Por suerte, gracias a mi trabajo sé cómo utilizar un ordenador. Entré en la base de datos de la compañía aérea y por las reservas descubrí el día que volvería. Lo esperé en un coche robado y lo secuestré delante de su casa, de manera que el sastre del negocio de enfrente me viera y pudiera describir a la policía al individuo que llevaba un chándal y cojeaba un poco de la pierna derecha. Le llevé a ese almacén de Williamsburg para hacer creer que quería colocar su cuerpo como uno de los personajes de Snoopy, en este caso, el propio Snoopy pegado al avión. Me había hecho dibujar con colores solubles un tatuaje en el antebrazo. Tal vez no era idéntico, pero sí muy parecido al demonio con alas de mariposa de Julius Whong. En ese lugar había poca luz, y podía contar con que Alistair estaría aterrado y no se fijaría en los detalles. Lo que no sabía es que estaba enfermo del corazón. Murió, pero de todos modos llevó a cabo la tarea que le había asignado: poner a la policía sobre la pista de Julius Whong.