Ahora, la llegada de los comunistas lo ha confirmado.
Teníamos la casa en la ciudad de Lhasa, en el barrio distinguido, el de Lingkhor, junto a la carretera circular que rodea a Lhasa y a la sombra del Pico. Hay tres círculos de caminos, y el exterior, Lingkhor, lo utilizan muchos peregrinos. Como todas las casas de Lhasa, la nuestra -cuando yo nací- era de dos pisos por la parte que daba a la carretera. Nadie ha de mirar hacia abajo al Dalai Lama y por eso se establece un límite de dos pisos para todas las casas. Ahora bien, como esta prohibición sólo se aplica en realidad a una procesión al año, muchas casas llevan durante once meses al año un piso de madera, que es fácilmente desmontable, encima de sus tejados planos.
Nuestra casa era de piedra y había sido construida hacía muchos años.
Tenía forma cuadrada con un gran patio interior. Nuestros animales estaban en la planta baja y nosotros habitábamos en el piso de arriba. Por suerte, disfrutábamos de una escalera de piedra. La mayoría de los tibetanos utilizan una escalera de mano y, los campesinos, un largo palo con hendiduras con el que hay el peligro de romperse la cabeza. Estas pértigas se ponen tan resbaladizas con el uso a fuerza de agarrarse a ellas las manos manchadas con manteca de yak que, cuando los campesinos lo olvidan, se caen con suma facilidad.
En 1910, durante la invasión de los chinos, nuestra casa quedó derruida en parte. El muro trasero se había venido abajo. Mi padre reconstruyó la casa, haciéndola de cuatro pisos. No dominaba al Anillo, de modo que no podíamos mirar hacia abajo a la cabeza del Dalai Lama cuando pasaba en la procesión anual. De manera que no hubo quejas.
La puerta por donde se entraba al patio central era de dos hojas muy pesadas y se habían ennegrecido con los años. Los invasores chinos no habían podido con ella. Al ver que no conseguían partirla, la emprendieron con los muros interiores. Encima de esa entrada estaba el "despacho" del mayordomo. Podía ver a todos los que entraban y salían. El mayordomo estaba encargado de tomar y despedir a la servidumbre, y de cuidar de que la casa estuviese atendida como era debido. Debajo de su balcón, cuando sonaban las trompetas de los monasterios, se situaban los mendigos de Lhasa para pedir la comida que les sostendría durante las tinieblas de la noche.
Todos los nobles más ilustres atendían a la alimentación de los pobres de su distrito. A veces acudían incluso presos encadenados, ya que en el Tíbet hay pocas cárceles y los condenados vagaban por las calles arrastrando sus cadenas y mendigando comida.
En el Tíbet no se considera a los condenados como seres despreciables.
Comprendemos que la mayoría de nosotros podríamos ser condenados si se nos descubrieran nuestros delitos; así que tratamos razonablemente a los que han sido menos afortunados.
En dos habitaciones situadas a la derecha de la del mayordomo vivían dos monjes. Estos eran nuestros monjes domésticos, que rezaban diariamente para que la divinidad aprobase nuestras actividades. Los nobles de menos importancia disponían de un solo monje, pero nuestra posición requería dos. Antes de cualquier acontecimiento notable, estos sacerdotes eran consultados y se les pedía que impetrasen el favor de los dioses con sus plegarias. Cada tres años regresaban los monjes a sus lamaserías y eran sustituidos por otros.
En cada ala de nuestra casa había una capilla. Las lámparas, alimentadas con manteca, ardían sin cesar ante el altar de madera labrada. Los siete cuencos de agua sagrada eran limpiados y vueltos a llenar varias veces al día. Tenían que estar limpios, pues pudiera apetecérseles a los dioses ir a beber en ellos. Los sacerdotes estaban bien alimentados, ya que comían lo mismo que la familia, para poder rezar mejor y decirles a los dioses que nuestra comida era buena.
A la izquierda del mayordomo vivía el jurisconsulto, cuya tarea consistía en cuidar de que la vida de la casa marchase dentro de la ley. Los tibetanos se atienen estrictamente a las leyes en todas sus actividades y mi padre debía dar ejemplo como buen cumplidor de lo que estaba legislado.
Nosotros, los niños, mi hermano Paljór, mi hermana Yasodhara y yo, habitábamos en la parte nueva de la casa, en el lado del cuadrado más distante de la carretera. A la izquierda teníamos una capilla y a la derecha la escuela, a la que también asistían los hijos de los criados. Nuestras lecciones eran largas y variadas. Paljór no vivió mucho tiempo con nosotros. Era débil y no estaba dotado para resistir la vida tan dura que ambos teníamos que llevar. Antes de cumplir los siete años nos abandonó y regresó a la Tierra de Muchos Templos. Yaso tenía seis años cuando desapareció Paljór, y yo cuatro. Aún recuerdo cuando fueron a buscarlo. Estaba allí, tendido, como una vaina vacía, y los Hombres de la Muerte se lo llevaron para descuartizarlo y darlo a las aves de rapiña para que lo devorasen. Esta era la costumbre.
Al convertirme en Heredero de la Familia, se intensificó mi entrenamiento.
Ya he dicho que a los cuatro años no había conseguido aún ser un buen jinete. Mi padre era muy severo y exigente en todo. Como Príncipe de la Iglesia se esforzaba para lograr que su hijo fuese muy disciplinado y constituyera un ejemplo vivo de cómo debían ser educados los niños.
En mi país, la educación infantil es más severa a medida que el niño es de mejor familia. Algunos nobles empezaban a pensar que los chicos debían de llevar una vida más agradable, pero mi padre era de la vieja escuela.
Razonaba de este modo: un niño pobre no puede esperar una compensación en su vida de adulto así que hemos de rodearle de afecto y consideración durante su infancia. En cambio, los hijos de las familias pudientes disfrutarán de toda clase de comodidades, por su riqueza, cuando sean mayores, de manera que han de pasar malos ratos y preocuparse por el bienestar de los demás mientras son niños. También era ésta la actitud oficial.
Sometidos a una educación tan dura, los débiles no sobrevivían, pero los que salían adelante se hallaban entrenados para resistirlo casi todo.
Tzu ocupaba una habitación en la planta baja, muy cerca de la puerta principal. Durante muchos años había podido conocer a toda clase de personas mientras fue monje-policía, y ahora no podía soportar encontrarse recluido, apartado del bullicio. Su habitación estaba junto a las cuadras, donde tenía mi padre sus veinte caballos, sus ponies y los animales de tiro.
Los mozos de la cuadra detestaban a Tzu por su oficiosidad. Siempre estaba fiscalizándoles el trabajo. Cuando mi padre salía de caza, se llevaba una escolta de seis hombres armados. Estos iban de uniforme y Tzu les pasaba revista para asegurarse de que no les faltaba un detalle en su atavío.
No sé por qué, pero estos seis hombres solían poner a sus caballos de grupas a la pared, y en cuanto aparecía mi padre, cabalgando ya, se lanzaban todos a la vez a su encuentro en una bravísima carga de caballería.
Descubrí que, asomándome por la ventana de un almacén, podía tocar a uno de los jinetes. Un día se me ocurrió pasarle una cuerda por su grueso cinturón de cuero. Lo hice con extremada cautela y no se dio cuenta. Até los dos cabos a un gancho que había por dentro de la ventana. Apareció mi padre y, como de costumbre, los jinetes se precipitaron a su encuentro. Sólo cinco de ellos. El sexto quedó atado a la ventana. Gritaba que los demonios se habían apoderado de él. Se le soltó el cinturón y, en la algarabía que se formó, logré huir inadvertido. Luego me divertía extraordinariamente diciéndole: "¡Así, que tampoco tú, Ne-tuk, sabes montar!
De las veinticuatro horas del día, nos pasábamos dieciocho despiertos.
Eran unos días de trabajo intensivo. Los tibetanos creen que es una insensatez dormir mientras hay luz natural, pues los demonios del día podrían llevárselo a uno. Incluso los bebés han de estar despiertos para que los demonios no puedan atacarlos. Y ha de cuidarse de que los enfermos no se duerman durante el día. Un monje se encarga de mantenerlos despiertos mientras hay luz natural. Nadie se libra de esto; ni siquiera los moribundos, a los que hay que tener despiertos a partir del alba y hasta bien anochecido.