"Te estás volviendo viejo, Timon; trabajas más despacio que antes." Timon lanzó un gruñido, cogió una bolsa por el cuello con sus potentes manos y la lanzó por el aire. Cuando aún tenía Timon las manos en el aire, cayó la bolsa de lleno sobre la protuberancia de piedra. Al instante brotó un chorro de manteca a medio hacer. El chorro fue a parar directamente a la cara de Timon, y se le deslizó luego por el cuerpo empapándole de grasa.
Mi madre, al oír el ruido, acudió presurosa. Es la primera vez que la he visto sin habla. Quizá fuera de rabia por la manteca desperdiciada o quizá porque se figurase que Timon se estaba asfixiando con la manteca que tragaba, pero lo cierto es que, rasgando el pellejo ya roto, azotó al pobre hombre con él. Le daba especialmente en la cabeza. Timon perdió el equilibrio en el suelo tan resbaladizo y se cayó cuan largo era en un charco de grasa.
Los torpes como Timon podían estropear la manteca. Si no cuidaban de que el pellejo cayese bien sobre el saliente de piedra, los pelos del interior se soltaban y se mezclaban con la manteca. Todos estábamos acostumbrados a encontrar en ella unos cuantos pelos, pero a nadie le gustaba tener que quitar verdaderos mechones. La manteca estropeada se dejaba aparte para las lámparas o para darla a los mendigos, que la calentaban y la colaban a través de un pedazo de tela. También se reservaban a los mendigos los "errores" culinarios. Entonces estos afortunados iban a otra casa contando lo bien que habían comido. Estos vecinos respondían a su vez a estas alabanzas dándoles de comer, si podían, mejor que lo habían hecho en la casa anterior. De manera que ser mendigo en el Tíbet es una gran suerte.
Nunca pasan necesidad; si saben emplear "los trucos de su oficio", lo pasan estupendamente. En verdad, la mendicidad no es considerada como una desgracia en la mayoría de los países orientales. Muchos monjes no comen sino lo que sacan de ir pidiendo de lamasería en lamasería. Para que ustedes se den cuenta de lo bien considerado que está, en gran parte de Oriente, ser mendigo, les bastará saber que viene a ser lo mismo que cuando en Occidente unas personas distinguidas hacen una colecta para los necesitados.
La única diferencia es que el mendigo pide para sí mismo, pero esta diferencia no se ve allí. Alimentar a un monje mendicante se considera como una buena acción digna de todo elogio.
Los mendigos se atienen a su código. Si alguien le da algo a un mendigo, éste se apartará de su benefactor durante un cierto tiempo y no volverá a acercársele bajo pretexto alguno.
Los dos monjes agregados a nuestra familia también trabajaron mucho en los preparativos para el gran acontecimiento que se avecinaba. Delante de cada una de las reses muertas conservadas en nuestra despensa, rezaban por las almas que las habían habitado. Creíamos que si un animal era matado -incluso accidentalmente- y comido por seres humanos, éstos se hallaban en deuda respecto a aquel animal. La única manera de pagar esta deuda era que un sacerdote rezase ante el cadáver del animal con objeto de que éste reencarnase en una condición más elevada cuando volviese a vivir sobre la tierra. En las lamaserías y en los templos había monjes dedicados exclusivamente a rezar por animales. En casa, nuestros monjes domésticos tenían que rezar por los caballos cada vez que emprendían un largo viaje para que no se cansaran demasiado. Por eso cuidábamos mucho de no utilizar un mismo caballo más que un sólo día. El que había corrido mucho un día determinado, había de descansar al día siguiente. Y lo mismo se aplicaba a los animales de labranza y de tiro. Lo más curioso es que los propios animales estaban enterados de esta norma. Si por alguna circunstancia se pretendía utilizar un día al caballo que ya había corrido el día anterior, se quedaba inmóvil y no había manera de obligarlo. Cuando por fin se le quitaba la silla, se alejaba moviendo la cabeza como si dijese: "¡Por fin se ha evitado una terrible injusticia!” Los asnos eran aún peores. Esperaban a que los cargasen y entonces se tumbaban y trataban de quitarse de encima los fardos.
Teníamos tres gatos que estaban de servicio continuo. Uno de ellos vivía en las cuadras y ejercía una eficacísima vigilancia sobre los ratones.
Casi ninguno se libraba de sus garras si se atrevía a dar un paseo. Otro gato vivía en la cocina. Era viejo y un poco tonto. Su madre, cuando lo tenía en el vientre, se había asustado con los cañonazos de la expedición Younghusband, en 1904. El gatito nació prematuramente y fue el único de la camada que se salvó. Por eso lo llamaban "Younghusband". El tercer gato era…, una gata, una respetable matrona que vivía con nosotros. Era un modelo de madre sacrificada a su deber y hacía todo lo posible para que no disminuyese la población gatuna. Cuando no estaba ocupada alimentando a sus mininos, seguía a mi madre por todas las habitaciones. Era pequeña y negra y a pesar de disfrutar de un envidiable apetito, parecía un esqueleto ambulante. Los animales tibetanos no son en ningún caso mimados, pero tampoco son esclavos. Son sencillamente seres con los mismos derechos que los humanos. Según las creencias budistas, todos los animales, todas las criaturas -humanas o no- tienen alma y vuelven a vivir en la tierra encarnados en nuevos seres de condición cada vez más elevada.
Pronto empezaron a llegar las respuestas a nuestras invitaciones. Llegaban jinetes galopando hasta nuestra puerta blandiendo los bastones de los mensajeros. El mayordomo descendía de su habitación para rendir pleitesía al mensajero de los nobles. El hombre, ya descabalgado, arrancaba el papel que traía en lo alto del palo y recitaba la versión oral. Luego hacía un gesto de gran cansancio y fingía que las piernas se le doblaban hasta tenerse que tumbar en el suelo, indicando así con exquisito arte histriónico que había realizado el mayor esfuerzo de que era capaz para entregar su mensaje en la Casa de Rampa. Nuestros criados representaban también su papel rodeando al mensajero y exclamando: "¡Pobrecillo, qué viaje tan rápido ha hecho!
Seguro que le ha estallado el corazón con tanta velocidad. ¡Qué hombre tan admirable!” Una vez se me ocurrió comentar, con gran indignación de los que me oían: “No, no; le he visto descansar poco más allá para poder llegar aquí en el galope más rápido." Será preferible que no describa la penosa escena que se produjo entonces.
Por fin llegó el día grande. Era el día más temido por mí, aquel en que había de decidirse mi carrera sin intervención alguna por mi parte. Los primeros rayos del sol salían ya por encima de las distantes montañas cuando un criado entró en mi habitación. "¿Cómo? ¿Aún no estás levantado, Martes Lobsang Rampa? ¡Eres un dormilón como no hay otro! Son las cuatro de la mañana y tenemos mucho trabajo. ¡Arriba!" En seguida aparté la manta y me levanté. Este día iba a descubrirme el camino que seguiría mi vida.
En el Tíbet cada persona tiene dos nombres. El primero es el día de la semana en que uno ha nacido. Yo nací un martes; así que me llamaba Martes y Lobsang, que era el nombre propio que me habían puesto mis padres.
Pero si un muchacho entraba en una lamasería, le ponían un tercer nombre, su "nombre de monje". ¿Llegaría yo a tenerlo? Aquel mismo día me lo diría.
Yo, a los siete años, quería ser un barquero de los que navegan por el río Tsang-Po, a sesenta y cinco kilómetros de distancia de Lhasa. Pero, pensándolo mejor, llegué en seguida a la conclusión de que en realidad no me gustaba ser barquero, ya que éstos son forzosamente de baja casta porque usan lanchas de cuero de yak con una armazón de madera. ¡Qué horror, pertenecer a una casta baja! ¡No, lo que yo quería era ser un profesional en el deporte de las cometas! Esto era mucho mejor. Así sería un hombre libre como el aire. Un "volador" de cometas, eso sería, y me pasaría toda la vida construyendo cometas con enormes cabezas y ojos relucientes. Pero, en fin, lo que fuese lo decidirían los monjes-astrólogos. Quizás había dejado mi fuga para demasiado tarde, pues ya no me podía escapar por la ventana. Mi padre enviaría a sus hombres en mi busca. No; después de todo, yo era un Rampa y me veía obligado a seguir la tradición. A lo mejor los astrólogos decidían que fuese "volador" de cometas. No tendría que esperar mucho para saberlo.