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CAPÍTULO SEGUNDO. FIN DE MI INFANCIA.

– ¡Ay, Yulgye, no me des esos tirones de pelo! ¡Si sigues así, me quedaré más calvo que un monje!

– Estáte quieto, Martes Lobsang. Has de tener la coleta bien tiesa y engrasada. Si no, tu Honorable Madre me ajustará las cuentas.

– Pero, Yulgye, no es preciso que seas tan rudo. Me estás arrancando la cabeza.

– No puedo hacerlo con más suavidad con la prisa que tengo.

Y allí estaba yo, sentado en el suelo, mientras un zafio criado me retorcía la coleta, que estaba ya más tiesa que un yak helado y más brillante que el agua del lago cuando refleja la luz de la luna.

Mamá se movía con tal rapidez y hacía tantas cosas a la vez que me daba la sensación de tener varias madres. A última hora había mucho que hacer; órdenes, preparativos, y, sobre todo, mucho parloteo. Yaso, dos años mayor que yo, se afanaba por la casa como una mujer de cuarenta años. Mi padre se había encerrado en su habitación particular y se libraba así de la fenomenal algarabía. ¡Ojalá me hubiese permitido quedarme con él!

No sé por qué, pero mi madre había dispuesto que fuésemos a la catedral de Lhasa, el Jo-kang. Por lo visto, había que rodear de cierto ambiente religioso el comienzo de la fiesta. A eso de las diez de la mañana (el tiempo es muy elástico en el Tíbet) un gong de tres tonos nos llamaba desde el punto en que habíamos de reunirnos todos. Y todos íbamos montados en ponies: papá, mamá, Yaso, y cinco más, incluyéndome a mí. Cruzamos la carretera de Lingkhor y torcimos a la izquierda hasta el pie del Potala. Éste es un monte de edificios. Mide más de ciento veinte metros de altura y tiene una longitud de unos ciento cincuenta. Seguimos hasta más allá del pueblecito de Shó, a lo largo de la llanura del Kyi Chu, y media hora después estábamos frente al Jo En torno a esta catedral se apiñaban casitas, tiendas y puestos callejeros para tentar a los peregrinos. La catedral llevaba allí unos mil trescientos años para acoger a los devotos. En su interior, su suelo de piedra presentaba el desgaste -varios centímetros- causado por los pies de los peregrinos durante muchos siglos. Los peregrinos daban vueltas con toda reverencia en torno al Circuito Interior, y a la vez hacían girar los molinillos de las oraciones repitiendo sin cesar el mantra: Om! Mani padme Hurn!

Enormes vigas de madera, ennegrecidas por el tiempo, soportaban el techo, y el denso olor del incienso continuamente quemado se elevaba como las nubecillas del verano en la cumbre de la montaña. Adosadas a los muros estaban las doradas estatuas de nuestras deidades. Unas fuertes pantallas de basta tela metálica protegían las sagradas imágenes de aquellos cuya codicia pudiera superar a su devoción. La mayoría de las estatuas más familiares estaban casi enterradas en montones de piedras preciosas acumuladas allí por los fieles que habían pedido algún favor. En candelabros de oro macizo lucían constantemente unas velas cuya luz no se había extinguido ni una sola vez durante los mil trescientos años pasados. De los oscuros rincones nos llegaban los sonidos de las campanas, los gongs y los bajos profundos de las bocinas de concha. Recorrimos el Circuito como lo exigía la tradición.

Una vez cumplido el rito, subimos a la terraza del edificio. Sólo podían hacerlo unos cuantos privilegiados. Mi padre tenía derecho a subir al tejado por ser uno de los Custodios.

Nuestra forma de gobiernos (sí, en plural) puede resultar interesante.

Hela aquí:

A la cabeza del Estado y de la Iglesia, que es el definitivo Tribunal de Apelación, se hallaba el Dalai Lama. Cualquier tibetano podía acudir a él con una petición. Si ésta era justa, o si trataba de reparar una injusticia, el Dalai Lama ordenaba que se atendiera a la petición o que se hiciese justicia.

Bien puede asegurarse que todos los tibetanos, probablemente sin excepción alguna, lo amaban e incluso lo adoraban. Era un autócrata; usaba de su poder y su dominio, pero nunca para obtener una ganancia personal, sino para el bien del país. Sabía que llegaría la invasión comunista. Sí, lo supo muchos años antes de que ocurriese y convencido de que la libertad se eclipsaría durante algún tiempo, dispuso que un pequeño número de entre nosotros fuese preparado especialmente para que el arte y la ciencia del sacerdocio no se olvidasen.

Después del Dalai Lama había dos Consejos y por eso escribí antes "gobiernos" en plural. El primero era el Consejo Eclesiástico. Estaba constituido por cuatro monjes con categoría de lamas. Eran responsables, ante El Más Profundo, de cuanto se refería a las lamaserías y a los conventos de monjas. Dependían de ellos todos los asuntos eclesiásticos.

Le seguía en importancia el Consejo de Ministros, con cuatro miembros -tres seglares y un clérigo- que se ocupaban en los asuntos generales del país y eran responsables de la relación estrecha entre la Iglesia y el Estado.

Dos altos funcionarios, que bien podríamos llamar Primeros Ministros, actuaban como "agentes de enlace" entre los dos Consejos y exponían los puntos de vista de ambos ante el Dalai Lama. Estos enlaces tenían una extraordinaria importancia durante las escasas reuniones de la Asamblea Nacional. Esta se hallaba formada por cincuenta hombres que representaban a las más ilustres familias y lamaserías de Lhasa. Sólo se reunían en casos de gran gravedad para el país. Por ejemplo, en 1904, cuando el Dalai Lama tuvo que huir a Mogolia al invadir los ingleses Lhasa. Y, a propósito, debo decir que muchos occidentales han creído muy erróneamente que El Más Profundo "huyó cobardemente". El Dalai Lama no huyó. Las guerras en el Tíbet pueden compararse a una partida de ajedrez. Si el rey cae, la partida se ha perdido. El Dalai Lama era el "rey" de nuestro ajedrez. Sin él nada habría quedado por qué combatir; era imprescindible que se pusiera a salvo para que el país no se desintegrase. Los que le acusan de cobardía en cualquier sentido no saben lo que dicen.

La Asamblea Nacional podía aumentarse hasta casi cuatrocientos miembros cuando llegaban todos los dirigentes de nuestras provincias. Hay cinco provincias: la Capital -como suele llamársela a Lhasa- se hallaba en la provincia del Centro, Ü-Tsang. Shigatse está en el mismo distrito. Cartok es el Tíbet occidental; Chang, el Tíbet septentrional, mientras que Kham y Lho-dzong son, respectivamente, las provincias del Este y del Sur. Con el transcurso del tiempo aumentó el poder del Dalai Lama y cada vez decidía más cosas sin la intervención de los Consejos ni de la Asamblea. Y nunca estuvo el país mejor gobernado.

La vista desde el tejado del templo era magnífica. Hacia el este se extendía la llanura de Lhasa, de un verde reluciente y con bastantes árboles.

El agua destellaba por entre los árboles. Los ríos de Lhasa van a afluir al Tsang Po, a unos sesenta kilómetros de distancia. Al norte y al sur se elevan las enormes cadenas montañosas que cierran nuestro valle y lo aíslan del resto del mundo.

En las estribaciones abundan las lamaserías. Más arriba, unas pequeñas ermitas se asoman peligrosamente a los precipicios. Hacia el oeste se ven las montañas gemelas de Potala y Chakpori, conocida esta última con el nombre de Templo de la Medicina.