Entre estas montañas, la Puerta Occidental brillaba con la fría luz de la mañana. El cielo estaba amoratado, color que resaltaba contra la blanca pureza de la nieve de las lejanas montañas. Unas nubecillas algodonosas se alejaban. Mucho más cerca, en la ciudad propiamente dicha, veíamos el palacio del Consejo pegado al muro norte de la catedral. El Tesoro quedaba muy cerca y lo rodeaba el Mercado con los tenderetes de los mercaderes, en que se podía comprar casi todo. Más acá, un poco hacia el este, un convento de monjas casi tocaba al edificio de los Eliminadores de los Muertos.
En el recinto de la catedral había un incesante ir y venir de visitantes de este templo, que es uno de los lugares más sagrados del budismo.
Hasta allá arriba nos llegaba el runrún de las charlas de los peregrinos que habían recorrido inmensas distancias y que traían presentes para nuestros dioses con la esperanza de obtener la bendición divina. Algunos traían animales que habían salvado de los carniceros y que compraron sacrificando el escaso dinero que poseían. Salvar una vida, sea de un animal o de un hombre, representa un gran mérito y los dioses lo tienen muy en cuenta.
Mientras contemplábamos estas escenas antiquísimas y siempre nuevas, oímos cómo subían y bajaban las voces de los monjes en una salmodia mezclándose el bajo profundo de los ancianos con la voz trémula y aguda de los acólitos. Sonaban los tambores y las doradas voces de las trompetas.
Se oían sollozos contenidos, murmullos y rezos, formando todo ello una extraña mezcla que nos tenía como hipnotizados.
Los monjes daban muestras de gran actividad y pasaban constantemente de un lado a otro. Algunos vestían hábitos amarillos, y otros, morados, pero la mayoría llevaba una túnica marrón rojizo. Éstos eran los monjes "ordinarios". Los que lucían mucha ornamentación dorada procedían del Potala y lo mismo los que se cubrían con vestiduras color cereza. Los acólitos iban de blanco y los monjes-policías, de rojo oscuro. Todos ellos, o casi todos, tenían algo en común: que por muy nuevas que fueran sus túnicas llevaban en ellas remiendos que eran réplicas de los remiendos de la túnica de Buda. Los extranjeros que han monjes tibetanos o retratos de ellos, suelen hablar de su "ropa remendada". Ignoran que esos remiendos forman parte de la vestimenta por muy lujosa que ésta sea. Los monjes de la lamasería de Ne-Sar, que existe desde hace mil doscientos años, lo hacen tan bien que aplican sobre sus hábitos unos parches más claros para que se vean bien.
Los monjes llevan los hábitos rojos de la Orden; hay muchos tonos de rojo según el sistema que se emplee para teñir el paño de lana. Desde el marrón rojizo hasta el rojo ladrillo, todo ello es "rojo". Ciertos monjes con cargos oficiales, que ejercen sus funciones en Potala, usan unas chaquetas doradas sin mangas encima de sus túnicas rojas. El oro es un color sagrado en el Tíbet -el oro es siempre puro e inalterable- y es el color oficial del Dalai Lama. Algunos monjes o altos lamas del séquito personal del Dalai Lama están autorizados para llevar túnicas de oro sobre las rojas corrientes.
Desde la alta terraza del Jo-kang podíamos ver muchas de estas figuras con chaquetas de oro y apenas alguna de los altos funcionarios del Pico.
Mirábamos hacia arriba y veíamos ondear las banderas donde están inscritas las oraciones, y también admirábamos las relucientes cúpulas de la catedral.
El cielo estaba muy hermoso con sus tintes morados y sus jirones de nubecillas, como si un artista hubiera pasado a la ligera un pincel cargado de blanco por el lienzo del cielo. Mi madre rompió el hechizo: “Bueno, estamos perdiendo el tiempo. Me echo a temblar cada vez que pienso en lo que estarán haciendo los criados. Tenemos que darnos prisa". De modo que emprendimos precipitadamente la retirada y, montados en nuestros pacientes ponies, nos dirigimos por la carretera de Lingkhor hacia lo que yo llamaba la "gran prueba", pero que mi madre había considerado como su Día Grande.
Una vez de regreso en casa, mamá repasó por última vez todo lo que se había preparado y comimos para fortalecernos en vista de los acontecimientos.
De sobra sabíamos que en estas ocasiones los invitados se quedan ahítos, pero que los pobres anfitriones no prueban bocado. Después no tendríamos tiempo para comer.
Por fin llegaron los monjes-músicos con su banda estruendosa. Los hicieron pasar a los jardines. Venían cargados de trompetas, clarinetes, gongs y tambores. Traían colgados sus címbalos del cuello. Entraron en los jardines con gran estrépito, producido por sus instrumentos que entrechocaban a cada instante. Pidieron cerveza para ponerse a tono e inspirarse.
Durante la media hora siguiente se produjo una horrible algarabía de estridencias mientras los monjes afinaban sus instrumentos.
Cuando el primero de los invitados apareció a lo lejos estalló una gran gritería en el patio. El invitado llegaba seguido por una cabalgata de hombres armados y de abanderados. Abrieron de par en par las puertas y dos columnas de criados nuestros se alinearon a cada lado para darles la bienvenida a los recién llegados. El mayordomo se adelantó con sus ayudantes, que llevaban un buen surtido de esos pañuelos de seda que regalamos en el Tíbet a manera de saludo y bienvenida. Hay ocho clases de pañuelos y es de la mayor importancia no confundirse y darle a cada cual el que le corresponde, si no, el invitado se ofenderá para toda la vida. El Dalai Lama da y recibe solamente pañuelos de la primera categoría. A éstos les llamamos kbata y la manera de presentarlos es la siguiente: el donante, si es de igual condición social que el que lo recibe, se mantiene bastante apartado y con los brazos completamente extendidos. El destinatario queda también con los brazos extendidos mientras el otro se inclina levemente y, acercándose, coloca el pañuelo sobre las muñecas del destinatario. Éste se inclina a su vez, coge el pañuelo, le da una vuelta con una señal de aprobación y se lo entrega a un criado.
En el caso de que un donante regale un pañuelo a una persona de condición social mucho más elevada, él o ella se arrodilla con la lengua fuera (saludo tibetano equivalente a quitarse el sombrero) y colocan los kbata a los pies del destinatario. Este coloca entonces su pañuelo en torno al cuello del donante. En el Tíbet todo regalo debe ir acompañado siempre por los kbata adecuados y lo mismo las cartas de felicitación. El Gobierno usa pañuelos amarillos en vez de los blancos corrientes. Cuando el Dalai Lama desea manifestar que una persona merece el más alto honor, coloca personalmente un kbata al cuello de la persona en cuestión y le ata un hilo rojo de seda, con un triple nudo, sujetando el kbata.
El colmo del honor, en este caso, es cuando el Dalai Lama levanta después sus manos con las palmas hacia fuera. Los tibetanos creemos firmemente que la historia de cada persona está escrita en la palma de su mano y el Dalai Lama, al mostrar así las suyas, demuestra que tiene la mayor confianza en la persona a la que confiere este honor. Más adelante iba yo a tener este honor.
Nuestro mayordomo permanecía, pues, a la entrada con un ayudante a cada lado. Se inclinaba ante los recién llegados, aceptaba sus kbata y se los pasaba al ayudante que tenía a la izquierda.
El ayudante de la derecha le iba dando mientras la categoría de pañuelo que correspondía a cada invitado para devolver la atención. Se lo ponía sobre las muñecas extendidas o al cuello (según el rango) del invitado. Todos estos pañuelos eran utilizados innumerables veces.
El mayordomo y sus ayudantes apenas podían atender a tantos invitados como llegaban. De las provincias, de la ciudad de Lhasa y de sus alrededores llegaban galopando por la carretera sombra del Potala. Las damas que habían viajado a caballo recorriendo una gran distancia llevaban una careta de cuero para proteger del polvo su piel. Con frecuencia estas caretas presentaban un rudimentario parecido con las auténticas facciones. Llegada a su destino, la dama se quitaba la careta, así como la capa de piel de yak en que se envolvía. Mientras más feas y más viejas eran las mujeres, más hermosos y jóvenes eran los rostros fingidos en las caretas.