Dio media vuelta para marcharse.
– Cabrón.
Escupió el insulto lo bastante alto como para que él lo oyera.
Michener se giró, preguntándose si lo decía en serio. La ira enturbiaba su rostro. Luego se acercó y le dijo en voz queda:
– Llevamos años sin hablar y lo único que se te ocurre es decirme lo malvada que es la Iglesia. Si tanto la desprecias, ¿por qué malgastas el tiempo escribiendo sobre ella? Escribe esa novela que siempre decías que escribirías. Pensé que quizá, sólo quizá, te hubieses vuelto más afable, pero ya veo que no.
– Qué bonito es saber que tal vez te importe. Cuando me dijiste que se había acabado no tuviste en cuenta mis sentimientos.
– ¿Hemos de volver a pasar por eso?
– No, Colin, no hace falta. -Retrocedió-. No hace ninguna falta. Yo también me alegro de volver a verte.
Por un instante él se mostró herido, pero ella pareció vencer cualquier atisbo de debilidad.
Michener volvió la vista al palacio. Ahora eran muchos más los que chillaban y saludaban. Clemente seguía agitando la mano, y varias unidades de televisión filmaban.
– Es él, Colin -aseveró Katerina-. Él es tu problema, sólo que no lo sabes.
Antes de que pudiera decir nada, ella ya se había ido.
15:00
Valendrea se puso los auriculares, apretó el botón del magnetófono y escuchó la conversación que habían mantenido Colin Michener y Clemente XV. Los micrófonos instalados en las dependencias del Papa habían vuelto a funcionar a la perfección. Dichos dispositivos se hallaban distribuidos por todo el Palacio Apostólico, cosa de la que se había ocupado justo después de la elección de Clemente y que había resultado sencilla, ya que, como secretario de Estado, uno de sus cometidos consistía en garantizar la seguridad del Vaticano.
Clemente había estado en lo cierto. Valendrea quería que el pontificado actual durara un poco más, el tiempo suficiente para que él se hiciera con los últimos votos indecisos que necesitaría en el cónclave. El Sacro Colegio contaba con 160 miembros, de los cuales sólo 47 superaban los ochenta años y no tenían derecho al voto si se celebraba un cónclave durante los treinta días siguientes. En el último recuento confiaba más o menos en obtener cuarenta y cinco votos. Un buen comienzo, si bien faltaba mucho para la elección. La última vez había pasado por alto el adagio: «Quien entra al cónclave como papa sale como cardenal.» En esta ocasión no correría riesgos. Los micrófonos sólo eran un elemento de su estrategia para asegurarse de que los cardenales italianos no repitieran su deserción. Eran pasmosas las indiscreciones que los príncipes de la Iglesia cometían a diario. El pecado no les era desconocido. Al igual que las de los demás, sus almas necesitaban ser purificadas. Pero Valendrea sabía de sobra que a veces había que imponer la penitencia.
«Preocuparse está bien, Colin. Ella forma parte de tu pasado, una parte que no deberías olvidar.»
Valendrea se quitó los auriculares y miró al hombre que tenía sentado al lado. El padre Paolo Ambrosi llevaba más de una década apoyándolo. Era un hombre bajo y delgado con el cabello cano y fino como la paja. Su nariz ganchuda y la depresión de la mandíbula le recordaban a Valendrea a un halcón, semejanza esta que también describía la personalidad del sacerdote. Rara vez sonreía y menos aún se reía. Siempre lo envolvía un aire de seriedad, cosa que nunca preocupó a Valendrea, ya que aquel sacerdote era un hombre que poseía pasión y ambición, dos rasgos que Valendrea admiraba profundamente.
– Es curioso, Paolo, que hablen en alemán como si fueran los únicos que lo entienden. -Valendrea apagó el aparato-. A nuestro papa parece preocuparle esa conocida del padre Michener. Háblame de ella.
Se hallaban sentados en un salón sin ventanas del tercer piso del Palacio Apostólico, sede de la secretaría de Estado. Las cintas y el radiorreceptor estaban guardados en un armario cerrado con llave, aunque a Valendrea no le importaba que alguien lo descubriera: con más de diez mil cámaras, salas de audiencia y pasadizos, la mayoría de los cuales se encontraba protegida tras puertas cerradas, no había mucho peligro de que alguien investigara en aquel centenar aproximado de metros cuadrados.
– Se llama Katerina Lew, hija de padres rumanos que huyeron del país cuando ella era una adolescente. Su padre era profesor de Derecho, y ella es licenciada por la Universidad de Munich y por la Universidad Nacional de Bélgica. Regresó a Rumanía a finales de los ochenta, donde se hallaba cuando depusieron a Ceausescu. Es una revolucionaria orgullosa. -Valendrea captó el tono de guasa en la voz de Ambrosi-. Conoció a Michener en Munich, cuando ambos eran estudiantes. Tuvieron una aventura que duró un par de años.
– ¿Cómo sabes todo eso?
– Michener y el Papa han mantenido otras conversaciones.
Valendrea sabía que, mientras que él sólo examinaba las cintas más importantes, Ambrosi lo escuchaba todo.
– No me lo habías comentado.
– Parecía carecer de importancia hasta que el Santo Padre mostró interés en el tribunal.
– Puede que haya subestimado al padre Michener. Después de todo parece humano. Un hombre con un pasado. Con deslices. Lo cierto es que me gusta esa faceta suya. Cuéntame más.
– Katerina Lew ha trabajado para diversas publicaciones europeas. Se hace llamar periodista, pero es más una escritora independiente. Ha colaborado con Der Spiegel, el Herald Tribune y el Times de Londres. No aguanta mucho. En política es de izquierdas; y en materia de religión, radical. Sus artículos critican el culto organizado. Es coautora de tres libros, dos sobre el Partido Verde alemán y uno sobre la Iglesia católica en Francia. Ninguno fue un gran éxito de ventas. Es muy inteligente, pero indisciplinada.
Valendrea presintió lo que de verdad quería saber.
– Ambiciosa también, supongo.
– Se casó dos veces después de que ella y Michener rompieran. Ninguna de las dos duró mucho. Su relación con el padre Kealy fue más cosa suya que de él. Ha estado trabajando en Estados Unidos los últimos dos años. Un día se presentó en su despacho, y no se han separado desde entonces.
Aquello despertó el interés de Valendrea.
– ¿Son amantes?
Ambrosi se encogió de hombros.
– Es difícil de decir, pero parece que a ella le gustan los sacerdotes, así que cabe suponer que sí.
Valendrea se colocó de nuevo los auriculares y encendió el magnetofón. La voz de Clemente inundó sus oídos: «En breve tendré lista la carta para el padre Tibor. Requerirá una respuesta por escrito, pero si desea hablar, escúchalo, pregúntale cuanto quieras y cuéntamelo todo.» Se quitó los auriculares.
– ¿Qué está tramando este bobo? Enviar a Michener para que encuentre a un sacerdote de ochenta años. ¿A qué fin?
– Es la única persona viva, aparte de Clemente, que ha visto lo que hay en la Riserva relativo a los secretos de Fátima. El propio
Juan XXIII le entregó al padre Tibor el texto original de la hermana Lucía.
El estómago le dio un vuelco al oír Fátima.
– ¿Has localizado a Tibor?
– Tengo una dirección en Rumanía.
– Esto requiere una estrecha vigilancia.
– Eso ya lo veo, y me pregunto por qué.
Valendrea no estaba dispuesto a dar una explicación hasta que no hubiera más remedio.
– Creo que sería útil que alguien nos ayudara a seguir a Michener.
Ambrosi sonrió.
– ¿Cree que Katerina nos ayudará?
Le dio vueltas y más vueltas a la pregunta, sopesando su respuesta teniendo en cuenta lo que sabía de Colin Michener y lo que ahora sospechaba de Katerina Lew.
– Ya veremos, Paolo.