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Fue en la visita de julio cuando la Virgen comunicó tres secretos a los jóvenes visionarios. La propia Lucía reveló los dos primeros en los años que siguieron a las apariciones, y hasta los incluyó en sus memorias, publicadas a principio de los años cuarenta. Sólo Jacinta y Lucía escucharon el tercer secreto que reveló la Virgen. Por alguna razón Francisco fue excluido de esa comunicación directa, si bien a Lucía se le concedió permiso para contárselo. Aunque el obispo de la localidad insistió en que dieran a conocer el tercer secreto, los niños se negaron. Jacinta y Francisco se llevaron la información a la tumba, aunque Francisco le confió a un entrevistador en octubre de 1917 que el tercer secreto «era por el bien de las almas, y muchos se entristecerían si lo conocieran».

Lucía terminó siendo la portadora del mensaje final.

Aunque tenía la suerte de gozar de buena salud, en 1943 pareció que una pleuresía recurrente iba a acabar con ella. El obispo de la localidad, un hombre llamado Da Silva, le pidió que escribiera el tercer secreto y lo guardara en un sobre. Ella en un principio se opuso, pero en enero de 1944 la Virgen se le apareció en el convento de Tuy y le dijo que la voluntad de Dios era que diese testimonio del mensaje final.

Lucía escribió el secreto y lo metió en un sobre. Al preguntarle cuándo debía hacerse público el mensaje, lo único que dijo fue: «en 1960». El sobre fue enviado al obispo Da Silva e introducido en un sobre mayor, sellado con cera, y depositado en la caja fuerte de la diócesis, donde permaneció trece años.

En 1957 el Vaticano pidió que enviaran a Roma todos los escritos de la hermana Lucía, incluyendo el tercer secreto. A su llegada, el papa Pío XII guardó el sobre que contenía el tercer secreto en una caja de madera que llevaba la inscripción SECRETUM SANCTI OFFICII. La caja permaneció en el escritorio del Papa dos años, y Pío XII no leyó nunca su contenido.

En agosto de 1959 la caja finalmente se abrió, y el doble sobre, aún sellado con cera, fue enviado al papa Juan XXIII. En febrero de 1960 el Vaticano hizo una escueta declaración en la que manifestaba que el tercer secreto de Fátima continuaría sellado. No ofreció más explicaciones. Por orden del Papa, el texto escrito a mano de la hermana Lucía volvió a la caja de madera y acabó en la Riserva. Todos los papas que siguieron a Juan XXIII fueron al archivo y abrieron la caja, pero ningún pontífice divulgó la información.

Hasta Juan Pablo II.

Cuando la bala de un asesino estuvo a punto de matarlo en 1981, concluyó que una mano maternal había guiado la trayectoria del proyectil. Diecinueve años más tarde, como muestra de agradecimiento a la Virgen, ordenó que el tercer secreto fuera revelado. Para acallar cualquier controversia, acompañó su publicación de una disertación de cuarenta páginas en la que interpretaba las complejas metáforas de la Virgen. También se publicaron fotografías de la letra de la hermana Lucía. La prensa estuvo un tiempo fascinada, pero luego el asunto se fue apagando.

Cesaron las especulaciones.

Fueron pocos los que siguieron mencionando el tema.

Sólo Clemente XV continuaba obsesionado.

Michener entró en el archivo y pasó ante el prefecto de noche, que se limitó a hacerle una señal con la cabeza. Más allá, la cavernosa sala de lectura se hallaba sumida en la oscuridad. Se veía un resplandor amarillento al fondo, donde la verja de hierro de la Riserva estaba abierta.

El cardenal Maurice Ngovi permanecía fuera, con los brazos cruzados. Era un hombre de caderas estrechas y un rostro que llevaba grabada la pátina que da haber llevado una vida dura. Su hirsuto cabello era ralo y gris, y unas gafas con montura metálica acentuaban unos ojos que siempre ofrecían una mirada de profunda preocupación. Aunque sólo tenía sesenta y dos años, era el arzobispo de Nairobi, el más importante de los cardenales africanos. No era un obispo nominal al que le había sido concedida una diócesis honorífica, sino un prelado trabajador que gobernaba activamente a la población católica más numerosa del África subsahariana.

Su implicación con dicha diócesis cambió cuando Clemente XV lo hizo ir a Roma para que supervisara la Congregación para la Educación Católica. Desde ese momento Ngovi también se comprometió con todos los aspectos de la educación católica, trabajando codo con codo junto a obispos y sacerdotes, esforzándose con celo para asegurar que colegios, universidades y seminarios católicos se ajustaran a los preceptos de la Santa Sede. En décadas pasadas aquél había sido un cargo polémico, que molestaba fuera de Italia, pero el espíritu de renovación del Vaticano II cambió esa hostilidad, igual que hombres como Maurice Ngovi, que consiguió suavizar la tensión.

Su ética del trabajo y su personalidad servicial eran dos de los motivos por los que Clemente había nombrado a Ngovi. Otro era el deseo de que el brillante cardenal fuera conocido y reconocido. Seis meses atrás Clemente había añadido otro título, camarlengo, lo cual significaba que Ngovi administraría la Santa Sede cuando Clemente falleciera, durante las dos semanas previas a la elección canónica. Era un cargo provisional, ceremonial principalmente, y sin embargo importante, ya que aseguraba que Ngovi sería una figura determinante en el próximo cónclave.

Michener y Clemente habían hablado en varias ocasiones de quién sería el siguiente papa. El hombre ideal, si es que la historia enseñaba algo, sería alguien no conflictivo, políglota, con experiencia en la curia, a ser posible el arzobispo de una nación que no fuera una potencia mundial. Al cabo de tres fructíferos años en Roma, Maurice Ngovi poseía todos esos rasgos, y los cardenales del Tercer Mundo no dejaban de plantear una y otra vez la misma pregunta: ¿Para cuándo un papa de color?

Michener se aproximó a la Riserva. Dentro Clemente XV estaba plantado delante de una antigua caja fuerte que en su día conoció el saqueo de Napoleón. Las dobles puertas de hierro se hallaban abiertas, dejando al descubierto gavetas y estantes broncíneos. Clemente había abierto uno de los cajones. Se veía una caja de madera. El Papa sostenía un papel en sus temblorosas manos. Michener sabía que el texto original de la hermana Lucía seguía en esa caja de madera, pero también que allí había otra hoja de papel, una traducción al italiano del mensaje, redactado en portugués, hecha cuando Juan XXIII leyó las palabras por vez primera, en 1959. El sacerdote que llevó a cabo esa tarea era un joven miembro de la secretaría de Estado.

El padre Andrej Tibor.

Michener había leído diarios de eclesiásticos de la curia que se encontraban clasificados en el archivo y revelaban que el padre Tibor le había entregado la traducción en mano al papa Juan XXIII, el cual leyó el mensaje y, a continuación, ordenó que sellaran la caja de madera junto con la traducción.

Ahora Clemente XV quería dar con el padre Andrej Tibor.

– Esto es inquietante -musitó Michener.

El cardenal Ngovi se encontraba cerca, pero no dijo nada. En su lugar, el africano lo agarró por el brazo y lo llevó hasta una fila de estanterías. Ngovi era uno de los pocos en el Vaticano en los que él y Clemente confiaban sin reserva.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó a Ngovi.

– Me llamaron.

– Creí que Clemente pasaría la velada en el North American College -dijo el otro entre susurros.

– Y así iba a ser, pero se marchó de repente. Me llamó hace una hora y me dijo que me reuniera con él aquí.

– Ésta es la tercera vez en dos semanas que viene. Seguro que todos se están dando cuenta.