Y no cabía duda de que Michener lo sabía.
Centrándose de nuevo en el sonido, su mirada recorrió la habitación, pasando ante frescos de Constantino, Pipinio y Federico II, antes de detenerse en una verja de hierro que había al otro extremo. El espacio que quedaba al otro lado de la verja estaba oscuro y en silencio. A la Riserva sólo se accedía con una autorización directa del Papa, y la llave de la verja la guardaba el archivero de la iglesia. Michener nunca había entrado en esa cámara, aunque había permanecido obedientemente a la puerta mientras su superior, el papa Clemente XV, entraba. Así y todo, sabía de la existencia de alguno de los preciados documentos que encerraba aquel espacio sin ventanas: la última carta de María Estuardo, reina de los escoceses, antes de ser decapitada por Isabel I. Las peticiones de setenta y cinco lores ingleses suplicándole al Papa que anulara el primer matrimonio de Enrique VIII. La confesión firmada por Galileo. El tratado de Tolentino con Napoleón.
Escudriñó los remates y refuerzos de la verja de hierro, así como el friso dorado de follaje y animales que habían cincelado en el metal de encima. La puerta era del siglo xiv. Nada en la Ciudad del Vaticano era mediocre. Todo llevaba el sello distintivo de un artista de renombre o un artesano legendario, de alguien que había trabajado durante años intentando agradar a Dios y a su papa.
Cruzó la estancia dando zancadas, sus pasos resonando en el aire tibio, y se detuvo ante la verja de hierro. Le rozó una cálida brisa procedente del otro lado de la verja. En la parte derecha de la puerta llamaba la atención un enorme cerrojo. Lo comprobó: cerrado a cal y canto.
Dio media vuelta preguntándose si alguno de los empleados habría entrado en el archivo. El escribano de servicio se había marchado cuando él llegó, y a nadie más se le habría permitido la entrada encontrándose él dentro, pues el secretario del Papa no necesitaba niñera. Sin embargo había multitud de puertas, y se preguntó si el ruido que había oído hacía unos instantes sería el de unos vetustos goznes abriéndose y cerrándose con suavidad. Difícil de decir. Identificar el punto de origen de un sonido en una zona tan vasta era tan confuso como ubicar un volumen en particular.
Enfiló uno de los largos corredores, hacia la Sala de Pergaminos. Más allá se encontraba el Cuarto de Inventarios e índices. A medida que avanzaba las bombillas se iban encendiendo y apagando, arrojando haces de luz, y tuvo la sensación de hallarse bajo tierra, a pesar de estar en una segunda planta.
Sólo recorrió un breve tramo y, al no oír nada, se volvió.
Era temprano, un día de mediados de semana. Había elegido a propósito esa hora para realizar la búsqueda: era menos probable que estorbara a otros que hubieran logrado acceder al archivo y menos probable que llamara la atención de la curia pontificia. El Santo Padre le había encomendado una misión, sus pesquisas eran confidenciales, pero no se encontraba solo. La última vez, hacía una semana, había tenido la misma sensación.
Volvió a entrar en la sala principal y retrocedió hasta la mesa de lectura, su atención aún centrada en la estancia. El suelo era una representación del zodiaco orientada al sol, cuyos rayos entraban gracias a unas aberturas cuidadosamente dispuestas que se hallaban en lo alto de las paredes. Sabía que hacía siglos el calendario gregoriano se calculaba justo en ese lugar. Pero ese día no entraba la luz del sol. Fuera hacía frío y humedad, un aguacero de mediados de otoño azotaba Roma.
Los volúmenes que habían acaparado su atención durante las últimas dos horas estaban perfectamente ordenados en la mesa. Muchos de ellos habían sido escritos en las últimas dos décadas; cuatro eran mucho más antiguos. Dos de los más antiguos estaban en italiano, otro en español y el cuarto en portugués. Podía leerlos todos con facilidad, otra razón por la cual Clemente XV quiso tenerlo a su lado.
Los relatos en español e italiano tenían escaso valor, ambos refritos de la obra en portugués: Estudio exhaustivo y detallado de las apariciones de la Santa Virgen María en Fátima. 13 de mayo de 1917-13 de octubre de 1917.
El papa Benedicto XV ordenó que se abriera la investigación en 1922 como parte de las indagaciones que estaba realizando la Iglesia sobre lo que supuestamente había ocurrido en un remoto valle portugués. Todo el original era manuscrito, la tinta de un desvaído amarillo cálido, de forma que era como si las palabras fuesen de oro. El obispo de Leira había llevado a cabo unas completas pesquisas, empleando en ello un total de ocho años, una información que más tarde sería crucial cuando, en 1930, el Vaticano reconoció que las seis apariciones terrenales de la Virgen en Fátima eran «merecedoras de crédito». En la década de los cincuenta, los sesenta y los noventa habían aparecido tres apéndices, que ahora formaban parte del original.
Michener los había estudiado con el rigor del abogado que había formado la Iglesia. Siete años en la Universidad de Munich le habían proporcionado su licenciatura, pero él nunca había ejercido la abogacía de manera convencional. El suyo era un mundo de dictámenes eclesiásticos y decretos canónicos. Su jurisprudencia abarcaba dos milenios y se basaba más en la interpretación de los tiempos que en la noción de stare decisis. Su dura formación jurídica había resultado inestimable para servir en la Iglesia, ya que muchas veces la lógica de las leyes se había convertido en un aliado dentro del confuso fango de la política divina. Y, lo que era más importante aún, le había ayudado a hallar en aquel laberinto de información olvidada lo que Clemente XV quería.
Volvió a oír el sonido.
Un chirrido suave, como dos ramas rozándose con la brisa o un ratón anunciando su presencia.
Corrió hacia el lugar de donde parecía provenir y miró a ambos lados.
Nada.
A unos quince metros a la izquierda había una puerta por la que se salía del archivo. Se acercó a ella y comprobó la cerradura: cedió. Abrió con dificultad el pesado bloque de roble tallado y los goznes de hierro lanzaron un leve gemido.
Un sonido que reconoció.
Al otro lado el pasillo se encontraba desierto, pero reparó en un espejeo en el suelo de mármol.
Se arrodilló.
Las manchas transparentes de humedad se repetían a intervalos regulares, las gotitas se adentraban en el pasillo para luego entrar por la puerta al archivo. Allí había restos de barro, hojas y hierba.
Siguió con la mirada el rastro, que se detenía al final de una hilera de estanterías. La lluvia seguía repiqueteando en el tejado.
Reconoció aquellos charcos.
Eran pisadas.
7:45
El circo mediático comenzó temprano, como suponía Michener. Se acercó a la ventana y vio cómo las unidades móviles de televisión iban entrando en la plaza de San Pedro y reclamaban el lugar que les había sido asignado. La oficina de prensa del Vaticano le había informado el día anterior de que habían aprobado setenta y una solicitudes de prensa para el tribunal, pertenecientes a periodistas norteamericanos, ingleses y franceses, aunque en el grupo también había una docena de italianos y tres alemanes. La mayoría eran de la prensa escrita, pero varias cadenas de televisión habían solicitado permiso para retransmitir en directo, un permiso que se les había concedido. La BBC incluso había presionado para que le permitieran introducir las cámaras en el tribunal, como parte de un documental que estaba preparando, petición que le fue denegada. Aquello sería una especie de espectáculo, pero ése era el precio que había que pagar por cubrir a una celebridad.
La Penitenciaría Apostólica era el más importante de los tres tribunales vaticanos y se ocupaba exclusivamente de las excomuniones. El derecho canónico proclamaba cinco motivos por los cuales alguien podía ser excomulgado: Infringir el secreto de la confesión, atacar físicamente al Papa, consagrar a un obispo sin la aprobación de la Santa Sede, profanar la Eucaristía y, el punto que les ocupaba ese día, que un sacerdote absolviera a su cómplice en un pecado sexual.