Michener conocía al verdadero Clemente, un hombre educado en la Alemania de la posguerra, sumida en el caos, que había aprendido el arte de la diplomacia en destinos tan inestables como Dublín, El Cairo, Ciudad del Cabo y Varsovia. Jakob Volkner poseía una enorme paciencia y una inmensa capacidad de concentración. Michener no había dudado una sola vez en todos los años que habían pasado juntos de la fe o el carácter de su mentor, y había decidido hacía tiempo que con que fuera la mitad de lo que era Volkner consideraría su vida un éxito.
Clemente finalizó sus oraciones, se santiguó y besó la cruz que ornaba la pechera de su blanca sotana. Su período de calma había sido breve ese día. El Papa se levantó del reclinatorio, pero se entretuvo en el altar. Michener permaneció en silencio en el rincón hasta que el pontífice se acercó a él.
– Tengo la intención de explicarme en una carta dirigida al padre Tibor. Le exhortaré a que te confíe determinada información.
Pero seguía sin explicar por qué era necesario que él emprendiera ese viaje a Rumanía.
– ¿Cuándo quiere que salga?
– Mañana. Pasado mañana como muy tarde.
– No estoy seguro de que sea buena idea. ¿No puede encargarse de esto algún legado?
– Te lo aseguro, Colin: no me moriré mientras estés fuera. Puede que tenga mal aspecto, pero me encuentro perfectamente.
Tal y como habían confirmado los médicos de Clemente hacía no menos de una semana. Después de una serie de pruebas, aseveraron que el Papa no padecía ninguna enfermedad debilitante. Sin embargo, en privado, el médico del pontífice advirtió que la tensión era el peor enemigo de Clemente, y su rápido declive de los últimos meses parecía ser la prueba de que algo le estaba desgarrando el alma.
– Yo no he dicho que tuviera mala pinta, Santidad.
– No hace falta. -El anciano señaló sus ojos-: Lo dice tu mirada.
Michener sostuvo en alto el papel.
– ¿Por qué quiere ponerse en contacto con este sacerdote?
– Debería haberlo hecho después de entrar por vez primera en la Riserva, pero me resistí. -Clemente hizo una pausa-. Ya no puedo resistir más. No tengo elección.
– ¿Por qué el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Apostólica no puede elegir?
El Papa se apartó y se situó frente a un crucifijo que había en la pared. Dos cirios ardían a cada lado del altar de mármol.
– ¿Vas a ir al tribunal esta mañana? -quiso saber Clemente, de espaldas a él.
– Eso no responde a mi pregunta.
– El Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Apostólica puede escoger sus respuestas.
– Me mandó ir al tribunal, así que sí, allí estaré. Junto con un montón de reporteros.
– ¿Estará ella allí?
Michener sabía exactamente a quién se refería el anciano.
– Me han dicho que solicitó unas credenciales para cubrir el evento.
– ¿Sabes por qué está interesada en el tribunal?
Michener meneó la cabeza.
– Como ya le he dicho, me enteré de que iba a asistir por casualidad.
Clemente se volvió para mirarlo.
– Una casualidad afortunada.
El secretario se preguntó a qué venía el interés del Papa.
– Preocuparse está bien, Colin. Ella forma parte de tu pasado, una parte que no deberías olvidar.
Clemente conocía toda la historia porque Michener necesitaba un confesor, y el arzobispo de Colonia era su compañero más allegado. Fue la única ruptura de sus votos durante su cuarto de siglo de sacerdocio. Se planteó dejarlo, pero Clemente lo convenció de que no lo hiciera, explicando que un alma sólo podía volverse fuerte mediante la debilidad. Yéndose no ganaba nada. Ahora, tras más de una docena de años, sabía que Jakob Volkner tuvo razón. Él era su secretario, y llevaba casi tres años ayudando a Clemente a dominar su carácter, una combinación de espíritu burlón y cultura católica. El hecho de que su ayuda se basara en una violación de su juramento a su Dios y a su Iglesia parecía no preocuparle, una idea que últimamente se había vuelto bastante alarmante.
– No he olvidado nada -musitó.
El Papa se acercó a él y apoyó una mano en su hombro.
– No llores por lo que has perdido. Es malsano y contraproducente.
– Mentir no se me da bien.
– Tu Dios te ha perdonado. Eso es lo único que necesitas.
– ¿Cómo puede estar seguro?
– Lo estoy. Y si no crees al infalible cabeza de la Iglesia, ¿a quién vas a creer? -Una sonrisa acompañó el jocoso comentario, una sonrisa que le decía a Michener que no se tomara las cosas tan en serio.
También él sonrió.
– Es usted insufrible.
Clemente retiró la mano.
– Cierto, pero soy encantador.
– Procuraré recordarlo.
– Hazlo. En breve tendré lista la carta para el padre Tibor. Requerirá una respuesta por escrito, pero si desea hablar, escúchalo, pregúntale cuanto quieras y cuéntamelo todo. ¿Entendido?
Michener se preguntó cómo iba a saber qué preguntar sin tener idea de por qué iba, pero se limitó a responder:
– Entendido, Su Santidad. Como siempre.
Clemente sonrió.
– Eso es, Colin. Como siempre.
11:00
Michener entró en la sala del tribunal. Se trataba de un amplio salón de techos altos y mármol blanco y gris, adornado con un dibujo geométrico de mosaicos de vivos colores de cuatrocientos años de antigüedad.
Dos guardias suizos de paisano custodiaban las puertas de bronce e hicieron una reverencia al reconocer al secretario del Papa. Michener había esperado una hora a propósito antes de entrar. Sabía que su presencia daría que hablar. Rara vez alguien tan cercano al pontífice asistía a un proceso.
Ante la insistencia de Clemente, Michener se había leído los tres libros de Kealy y había informado al pontífice en privado de su provocador contenido. Clemente no los había leído porque semejante acción habría dado pie a demasiadas especulaciones. Con todo, el Papa había mostrado un profundo interés en lo que el padre Kealy había escrito. Cuando Michener tomó asiento discretamente al fondo de la sala vio por vez primera a Thomas Kealy.
El acusado estaba sentado solo a una mesa. Kealy daba la impresión de tener unos treinta y tantos años, abundante cabello castaño rojizo y un rostro agradable y juvenil. La sonrisa que esbozaba de vez en cuando parecía calculada, la mirada y la actitud deliberadamente enigmáticas. Michener había leído el sumario que había preparado el tribunal, y todo él pintaba a Kealy como engreído e inconformista. «Claramente un oportunista», aseguraba uno de los investigadores. Sin embargo Michener no podía evitar pensar que los argumentos de Kealy eran, en muchos aspectos, convincentes.
A Kealy lo estaba interrogando el cardenal Alberto Valendrea, el secretario de Estado del Vaticano, y Michener no envidió el lugar de aquel hombre. Todos los cardenales y obispos eran, en opinión de Michener, profundamente conservadores. Ninguno se adhería a las enseñanzas del Vaticano II, y ni uno solo apoyaba a Clemente XV. Valendrea en particular era famoso por su radical observancia del dogma. Los miembros del tribunal iban ataviados con las vestiduras de gala al completo, los cardenales de seda escarlata, los obispos de lana negra, parapetados tras una mesa de mármol curva bajo uno de los cuadros de Rafael.
– No hay nadie más apartado de Dios que el hereje -afirmó el cardenal Valendrea. Su grave voz resonaba, haciendo innecesaria la amplificación.
– A mi juicio, Su Eminencia -repuso Kealy-, cuanto menos franco es el hereje, tanto más peligroso se vuelve. Yo no oculto mis discrepancias. Creo que el debate es saludable para la Iglesia.
Valendrea sostuvo en alto tres libros, y Michener reconoció las portadas de las obras de Kealy.
– Estos libros son una herejía. No hay otro modo de verlo.