– ¿Porque soy partidario de que los sacerdotes se casen? ¿De que las mujeres puedan ser sacerdotes? ¿De que un sacerdote pueda amar a una esposa, a un hijo y a su Dios igual que otros fieles? ¿De que el Papa tal vez no sea infalible? Es humano, puede cometer errores. ¿Es eso herejía?
– No creo que una sola persona de este tribunal opine lo contrario.
Y así era.
Michener vio que Valendrea se revolvía en la silla. El italiano era bajo y achaparrado como una bomba de incendios. Un flequillo enmarañado de cabello blanco le caía por la frente, lo cual llamaba la atención por el contraste con su tez cetrina. A sus sesenta años, Valendrea disfrutaba del lujo de ser relativamente joven dentro de una curia dominada por hombres mucho mayores. Además, carecía de la solemnidad que los ajenos asociaban a un príncipe de la Iglesia. Fumaba casi dos paquetes de cigarrillos al día, poseía una bodega que era la envidia de muchos y frecuentaba los círculos sociales europeos adecuados. Su familia tenía la suerte de contar con dinero, gran parte del cual había pasado a sus manos al ser el primogénito por línea paterna.
La prensa hacía tiempo que había calificado a Valendrea de «papable», un título que significaba que, por su edad, posición e influencia, reunía los requisitos necesarios para acceder al pontificado. Michener había oído rumores según los cuales el secretario de Estado se estaba situando de cara al próximo cónclave, negociando con indecisos, coaccionando a la posible oposición. Clemente se había visto obligado a nombrarlo secretario de Estado, el cargo más poderoso por debajo del Papa, ya que un nutrido grupo de cardenales había insistido en que le fuera dado el empleo a Valendrea, y Clemente fue lo bastante astuto para apaciguar a los que lo habían encumbrado al poder. Además, tal y como el Papa explicó en su momento, «ten a tus amigos cerca y a tus enemigos, aún más».
Valendrea apoyó los brazos en la mesa. Delante no tenía ningún papel. Era sabido que no solía necesitar notas.
– Padre Kealy, dentro del seno de la Iglesia son muchos los que tienen la sensación de que el experimento del Vaticano II no puede considerarse un éxito, y usted es un ejemplo perfecto de nuestro fracaso. Los clérigos no tienen libertad de expresión: hay demasiadas opiniones en este mundo para permitirla. Esta Iglesia ha de hablar con una sola voz, y esa voz es la del Santo Padre.
– Y hoy en día hay muchos que tienen la sensación de que el celibato y la infalibilidad del Papa constituyen una doctrina errónea. Reminiscencias de un tiempo en que el mundo era analfabeto y la Iglesia, corrupta.
– No estoy de acuerdo con sus conclusiones, pero aunque existan esos prelados, se guardan muy mucho de manifestar sus opiniones.
– El temor es capaz de acallar las lenguas, Su Eminencia.
– No hay nada que temer.
– Desde esta silla siento tener que disentir.
– La Iglesia no castiga a sus clérigos por sus pensamientos, padre, sino sólo por sus actos. Como los suyos. Su organización es un insulto a la Iglesia a la que sirve.
– Si no respetara a la Iglesia, Su Eminencia, me habría limitado a abandonar sin decir nada. Pero amo a mi Iglesia lo bastante como para desafiar sus principios.
– ¿Acaso creía que la Iglesia no haría nada mientras usted rompía sus votos, convivía con una mujer abiertamente y se absolvía a sí mismo del pecado? -Valendrea levantó de nuevo los libros-. ¿Y luego lo ponía por escrito? Usted ha provocado esta confrontación.
– ¿Sinceramente piensa que todos los sacerdotes son célibes? -preguntó Kealy.
La pregunta llamó la atención de Michener, que no dejó de percibir la animación de los periodistas.
– Lo importante no es lo que yo piense -replicó Valendrea-. Eso es algo que ha de plantearse cada clérigo en concreto. Cada uno de ellos prestó juramento a su Dios y a su Iglesia, y espero que dicho juramento se cumpla. Todo el que fracase en ello debería marcharse por propia voluntad o por la fuerza.
– ¿Su Eminencia ha cumplido el juramento?
A Michener le sorprendió la osadía de Kealy. Quizá se hubiese dado cuenta del destino que lo aguardaba, así que qué más daba.
Valendrea meneó la cabeza.
– ¿Cree que desafiarme personalmente beneficiará en algo su defensa?
– No es más que una pregunta.
– Sí, padre, lo he cumplido.
Kealy se quedó como si nada.
– ¿Qué otra cosa iba a decir?
– ¿Me está llamando mentiroso?
– No, Su Eminencia. Sólo que ningún sacerdote, cardenal u obispo se atrevería a admitir lo que siente en el fondo. Estamos obligados a decir lo que la Iglesia nos exige. No tengo idea de qué siente en verdad, y me entristece.
– Lo que yo sienta o deje de sentir no guarda relación con su herejía.
– Al parecer Su Eminencia ya me ha juzgado.
– No más que su Dios, que es infalible. O ¿es que también discrepa de esa doctrina?
– ¿Cuándo decretó Dios que los sacerdotes no podían conocer el amor de una pareja?
– ¿Pareja? ¿Por qué no simplemente mujer?
– Porque el amor no conoce barreras, Su Eminencia.
– De modo que también defiende la homosexualidad, ¿es eso?
– Defiendo únicamente que cada individuo ha de seguir los dictados de su corazón.
Valendrea meneó la cabeza.
– Padre, ¿ha olvidado que su ordenación fue una unión con Cristo? Su identidad, que es la misma para todos los miembros de este tribunal, se deriva de la plena participación en esa unión. Ha de ser una imagen viva y transparente de Cristo.
– Pero ¿cómo saber cuál es esa imagen? Ninguno de nosotros existía en vida de Cristo.
– Es como dice la Iglesia.
– Pero ¿acaso no se trata tan sólo del hombre moldeando lo divino para que se ajuste a sus necesidades?
Valendrea enarcó la ceja derecha fingiendo incredulidad.
– Su arrogancia es asombrosa. ¿Está diciendo que Cristo no era célibe? ¿Que no situó Su Iglesia por encima de todo? ¿Que no estaba unido a Su Iglesia?
– No tengo ni idea de cuál era la orientación sexual de Cristo, y usted tampoco.
Valendrea vaciló un instante y al punto repuso:
– Su celibato, padre, es un don, una expresión de su abnegación. Así es la doctrina eclesiástica, una doctrina que parece usted no poder, o no querer, entender.
Kealy respondió aduciendo más dogmas, y Michener no pudo evitar abstraerse del debate. Había procurado no mirar, recordándose que ése no era el motivo por el que se encontraba allí, pero sus ojos recorrieron a toda velocidad a los presentes, un centenar aproximadamente, y acabaron posándose en una mujer que se hallaba sentada dos filas por detrás de Kealy.
Su cabello era del color de la medianoche, con una marcada intensidad y brillo. Michener recordó que en su día era una abundante melena que olía a limón recién exprimido. Ahora la llevaba corta, a capas y peinada con los dedos. Sólo la veía de perfil, pero la delicada nariz y los finos labios seguían allí. Su tez recordaba el tono de un café cremoso, prueba de que su madre era una cíngara rumana y su padre, un alemán de origen húngaro. Su nombre, Katerina Lew, significaba «puro león», una descripción que él siempre había creído apropiada dados su temperamento voluble y sus fanáticas creencias.
Se conocieron en Munich. Él tenía treinta y tres años, y estaba terminando la carrera de Derecho. Ella tenía veinticinco y debía decidirse entre el periodismo o escribir novelas. Sabía que era sacerdote, y pasaron casi dos años juntos antes de que estallara el conflicto. «Tu Dios o yo», anunció ella.
Y él escogió a Dios.
– Padre Kealy -estaba diciendo Valendrea-, la naturaleza de su fe reside en el hecho de que nada puede añadirse o quitarse. Ha de abrazar las enseñanzas de la madre Iglesia en su totalidad o rechazarlas en su totalidad. Los católicos a medias no existen. Nuestros principios, tal y como han sido expuestos por el Santo Padre, no son impíos y no se pueden diluir, son tan puros como Dios.