– Creo que ésas son las palabras del papa Benedicto XV -respondió Kealy.
– Es usted un erudito, lo cual no hace sino aumentar la tristeza que me produce su herejía. Un hombre tan inteligente como parece serlo usted debería comprender que esta Iglesia no puede tolerar, ni tolerará, la disidencia. Especialmente la de su calibre.
– Lo que está diciendo es que a la Iglesia le da miedo el debate.
– Lo que estoy diciendo es que la Iglesia sienta unas normas. Si no le gustan las normas, reúna bastantes votos para elegir a un Papa que las cambie. A menos que haga eso, deberá hacer lo que se le ordena.
– Ah, lo olvidaba: el Santo Padre es infalible. Diga lo que diga sobre la fe es, sin duda, correcto. ¿No dice eso el dogma?
Michener se percató de que ninguno de los otros miembros del tribunal había intentado meter baza: al parecer el secretario era el inquisidor del día. Sabía que todos ellos eran leales a Valendrea, y la posibilidad de que alguno lo desafiara era escasa. Pero Thomas Kealy se lo estaba poniendo fácil, causándose más daño él mismo que el que pudiera infligirle cualquier pregunta.
– Así es -contestó Valendrea-. La infalibilidad papal es fundamental para la Iglesia.
– Otra doctrina creada por el hombre.
– Otro dogma al que esta Iglesia se adhiere.
– Soy un sacerdote que ama a su Dios y a su Iglesia -aseguró Kealy-. No entiendo por qué mostrarme en desacuerdo con el uno o la otra me expone a la excomunión. El debate y la discusión no hacen sino fomentar decisiones acertadas. ¿Por qué teme eso la Iglesia?
– Padre, esta vista no aborda la libertad de expresión. Nosotros no tenemos una constitución que garantice tal derecho. Esta vista aborda su descarada relación con una mujer, su perdón público para el pecado cometido por ambos y su disensión abierta, todo lo cual se opone frontalmente a las normas de la Iglesia de la que entró usted a formar parte.
La mirada de Michener volvió a Kate, el nombre que él le dio para añadir su herencia irlandesa a la personalidad de ella. Estaba sentada derecha, con una libreta en el regazo, bien atenta al debate.
Michener recordó el último verano que pasaron juntos en Ba-viera, cuando él se tomó tres semanas libres entre semestre y semestre. Fueron a una aldea y se hospedaron en una posada rodeada de cimas coronadas de nieve. Él sabía que estaba mal, pero para entonces ella le había tocado una fibra que él pensaba que no existía. Lo que el cardenal Valendrea acababa de decir sobre Cristo y la unión de un sacerdote con la Iglesia constituía la base del celibato clericaclass="underline" un sacerdote debía dedicarse en exclusividad a Dios y a la Iglesia. Pero desde aquel verano él se preguntaba por qué no podía amar a una mujer, a su Iglesia y a Dios a la vez. ¿Qué había dicho Kealy? «Igual que otros fieles.»
Notó que lo estaban mirando. Al centrarse de nuevo, cayó en la cuenta de que Katerina había vuelto la cabeza y tenía los ojos clavados en él.
Su rostro aún conservaba la dureza que tan atractiva le había resultado. Ahí seguían los leves rasgos asiáticos de los ojos, la boca curvada hacia abajo, la barbilla suave y femenina. Sencillamente no había nada cáustico. Eso, él lo sabía, yacía oculto en su personalidad. Michener examinó su expresión. Ni ira ni resentimiento ni afecto. Una mirada que parecía no decir nada. Ni siquiera «hola». Le incomodó sentirse tan cerca. Quizás ella contara con su presencia y no quisiera darle la satisfacción de pensar que él le importaba. Después de todo, su ruptura no había sido amistosa.
Ella volvió la cara hacia el tribunal, y la inquietud de Michener disminuyó.
– Padre Kealy -decía Valendrea-, le haré una pregunta sencilla: ¿abjura de su herejía? ¿Reconoce que lo que ha hecho va en contra de las leyes de esta Iglesia y de su Dios?
El sacerdote se pegó a la mesa.
– No creo que amar a una mujer vaya en contra de las leyes de Dios, así que perdonar ese pecado no es relevante. Tengo derecho a decir lo que pienso, de manera que no me disculpo por el movimiento que encabezo. No he hecho nada malo, Su Eminencia.
– Es usted un insensato, padre. Le he dado la oportunidad de pedir perdón. La Iglesia puede, y debería, ser compasiva, pero el penitente ha de poner de su parte.
– Yo no busco su perdón.
Valendrea meneó la cabeza.
– Me dan mucha pena usted y sus seguidores, padre. Es evidente que todos ustedes están de parte del Diablo.
13:05
El cardenal Alberto Valendrea guardaba silencio, esperando que la euforia experimentada antes en el tribunal atenuara su creciente irritación. Era sorprendente lo rápido que una mala vivencia podía echar a perder una buena.
– ¿Qué opinas, Alberto? -preguntó Clemente XV-. ¿Tengo tiempo para saludar a la multitud? -El Papa señaló la alcoba y la ventana abierta.
A Valendrea le daba rabia que el Papa malgastara el tiempo plantándose ante una ventana abierta para saludar a la gente congregada en la plaza de San Pedro. La seguridad del Vaticano le había advertido de que no lo hiciera, pero aquel viejo bobo ignoraba los avisos. La prensa no paraba de escribir al respecto, comparando al alemán con Juan XXIII. Y la verdad es que había semejanzas: ambos ascendieron al trono papal cuando casi tenían ochenta años. A ambos se los consideró papas provisionales. Ambos sorprendieron a todo el mundo.
Valendrea odiaba el modo en que los observadores del Vaticano veían analogías entre la ventana abierta del Papa y su «espíritu vital, su franqueza sin pretensiones, su carismática calidez». El papado no tenía que ver con la popularidad, sino con la coherencia, y le ofendía la facilidad con que Clemente había prescindido de tantas costumbres sancionadas por la tradición. Los visitantes ya no hacían una genuflexión en presencia del Papa, pocos besaban su anillo, y rara vez hablaba Clemente en primera persona de plural, como habían hecho los papas durante siglos. «Estamos en el siglo xxi», gustaba de decir Clemente mientras decretaba el fin de otra antigua costumbre.
Valendrea recordaba la época en que los papas no aparecían jamás delante de una ventana abierta. Cuestiones de seguridad aparte, la exposición limitada fomentaba el carisma y el misterio, y nada divulgaba más la fe y la obediencia que la curiosidad.
Había estado al servicio de los papas durante casi cuatro décadas, subiendo en la curia deprisa, ganándose el capelo cardenalicio antes de cumplir los cincuenta, siendo uno de los cardenales más jóvenes de la era moderna. Ahora ostentaba el segundo cargo más poderoso de la Iglesia católica -el de secretario de Estado-, lo cual garantizaba su participación en todos los ámbitos de la Santa Sede. Pero quería más: quería el cargo más poderoso, ese en el que nadie desafiara sus decisiones, en el que hablara desde la infalibilidad, sin admitir réplica.
Quería ser papa.
– Qué día tan bonito -decía el pontífice-. Parece que ha dejado de llover. El aire es como en las montañas alemanas. Un frescor alpino. Qué lástima estar encerrado aquí.
Clemente entró en la alcoba, pero no lo bastante como para que se le viera desde fuera. Llevaba una sotana de lino blanca, la esclavina le caía sobre los hombros, y la tradicional vestidura blanca. En los pies unos zapatos escarlata y, cubriendo su calva cabeza, un solideo blanco. Era el único prelado entre mil millones de católicos al que se permitía vestir así.
– Quizás Su Santidad pueda dedicarse a tan agradable actividad después de finalizar el informe. Tengo otros compromisos, y el tribunal me ha ocupado la mañana entera.
– Sólo llevaría unos minutos -insistió Clemente.
Sabía que al alemán le gustaba burlarse de él. Del otro lado de la ventana llegaba el murmullo de Roma, aquel sonido único producido por tres millones de almas y sus vehículos al avanzar por el asfalto.
Al parecer Clemente también se había percatado del rumor.