– Quedará fuera siempre que no lo haya leído -afirmó Ambrosi.
– Ella no habla italiano.
– Pero usted sí, así que recuerde la advertencia. Limitará seriamente mis opciones si decide no hacer caso de lo que le digo.
– ¿Cómo sabría si lo he leído?
– Supongo que se trata de un mensaje que cuesta trabajo disimular. Los papas han temblado al leerlo, de manera que déjelo estar, Michener. Esto ya no es de su incumbencia.
– Para no ser de mi incumbencia, parece que estoy justo en medio. Como la visita que me mandó la otra noche.
– Yo no sé nada de eso.
– Lo mismo diría yo si fuese usted.
– ¿Qué hay de Clemente? -preguntó Irma con voz suplicante. Por lo visto seguía pensando en las cartas.
Ambrosi se encogió de hombros.
– Su recuerdo está en sus manos. No quiero que la prensa se entrometa, pero si eso ocurre, estamos dispuestos a filtrar ciertos datos que resultarán, como poco, devastadores para su memoria… y la de usted.
– ¿Le contará al mundo cómo murió? -quiso saber la anciana.
Ambrosi miró a Michener.
– ¿Lo sabe?
Éste asintió.
– Igual que usted, al parecer.
– Bien, esto facilita las cosas. Sí, se lo contaremos al mundo, pero no directamente. Los rumores son mucho más dañinos. La gente aún cree que el bendito Juan Pablo I fue asesinado. Piense en lo que escribiría sobre Clemente. Las cartas que tenemos resultan bastante condenatorias. Si lo aprecia, como creo que es el caso, colabore con nosotros y nada se sabrá.
Irma no dijo nada, pero las lágrimas rodaron por sus mejillas.
– No llore -pidió Ambrosi-. El padre Michener hará lo que deba. Siempre lo hace. -Retrocedió hasta la puerta y se detuvo-. Me han dicho que el famoso recorrido de belenes de Bamberg empieza esta noche: todas las iglesias expondrán nacimientos, y se dirá misa en la catedral. Asistirá bastante gente. Comienza a las ocho. ¿Por qué no nos unimos al gentío e intercambiamos lo que cada uno de nosotros quiere a las siete?
– Yo no he dicho que quiera algo de usted.
Ambrosi esbozó una irritante sonrisa.
– Lo quiere. Esta tarde, en la catedral. -Señaló la ventana y el edificio que coronaba una colina en el extremo más alejado del río-. Es un lugar bastante público, así todos nos sentiremos más a gusto. O, si lo prefiere, podemos efectuar el intercambio ahora.
– A las siete en la catedral. Y ahora lárguese de aquí.
– Recuerde lo que le he dicho, Michener: manténgalo cerrado. Hágase un favor a usted mismo y hágaselo a la señorita Lew y a la señorita Rahn.
Ambrosi se fue.
Irma estaba callada, sollozando. Finalmente dijo:
– Ese hombre es malvado.
– Él y nuestro nuevo Papa.
– ¿Tiene algo que ver con Pedro?
– Es su secretario.
– ¿Qué está pasando aquí, Colín?
– Para saberlo he de leer lo que hay en el sobre. -Pero también tenía que proteger a la anciana-. Quiero que se vaya, prefiero que no sepa nada.
– ¿Por qué vas a abrirlo?
Michener sostuvo en alto el sobre.
– Debo saber qué es tan importante.
– Ese hombre ha dejado bien claro que no debías hacerlo.
– Al diablo Ambrosi. -La severidad de su tono lo sorprendió.
Ella pareció sopesar el aprieto en que se hallaba Michener y dijo:
– Me aseguraré de que nadie te moleste.
Se retiró y cerró la puerta tras de sí. Los goznes chirriaron levemente, como los del archivo aquella mañana lluviosa, hacía casi un mes, cuando alguien lo vigilaba.
Seguro que había sido Paolo Ambrosi. A lo lejos se oyó el sordo estruendo de un cuerno. Al otro lado del río las campanas daban la una de la tarde.
Se sentó y abrió el sobre.
Dentro había dos papeles, uno azul y el otro pardo. Leyó primero el azul, escrito con letra de Clemente:
Colín, a estas alturas ya sabrás que la Virgen dejó más cosas. Ahora sus palabras te son confiadas. Sé prudente con ellas.
Las manos le temblaban cuando dejó a un lado la hoja azul. Por lo visto Clemente sabía que al final él recalaría en Bamberg y leería el contenido del sobre.
Abrió el papel pardo.
La tinta era de un azul claro, el papel nuevecito. Echó una ojeada al italiano, traduciendo mentalmente, y un segundo vistazo pulió el lenguaje. Una última lectura y sabría lo que la hermana Lucía había escrito en 1944 -el resto de lo que le dijo la Virgen en el tercer secreto- y el padre Tibor había traducido aquel día de 1960.
Antes de que Nuestra Señora se fuera, afirmó que había un último mensaje que el Señor deseaba transmitir únicamente a Jacinta y a mí. Nos dijo que Ella era la Madre de Dios y nos pidió que diésemos a conocer este mensaje al mundo entero cuando llegara el momento. Al hacerlo encontraríamos una fuerte oposición. «Escuchad atentamente y prestad atención», nos ordenó. Los hombres han de enmendarse. Han pecado y mancillado el don que les ha sido concedido. «Hija mía», dijo, «el matrimonio es una unión santificada, su amor es infinito. Lo que siente el corazón es genuino, sin importar por quién o por qué, y Dios no ha impuesto límites en cuanto a lo que constituye una unión sólida. Sabed que la felicidad es la única prueba verdadera del amor. Sabed también que las mujeres forman parte de la Iglesia de Dios en igual medida que los hombres. Servir al Señor no es un empeño masculino. A los sacerdotes del Señor no debería estarles prohibidos el amor y la compañía, ni tampoco la dicha de un niño. Servir a Dios no equivale a renunciar al propio corazón. Los sacerdotes deberían ser generosos en todos los sentidos. Por último, dijo, sabed que vuestro cuerpo es vuestro. De la misma manera que Dios me confió a su hijo, el Señor os confía a vosotras y a todas las mujeres sus futuros hijos. Sois vosotras solas las que habéis de decidir lo que es mejor. Marchad, pequeñas mías, y anunciad la gloria de estas palabras. Yo siempre estaré a vuestro lado».
Las manos le temblaban. No eran las palabras de la hermana Lucía, por provocadoras que fuesen. Se trataba de otra cosa.
Metió la mano en el bolsillo y sacó el mensaje que Jasna había escrito hacía dos días: las palabras que la Virgen le dedicó en lo alto de una montaña bosnia, el décimo secreto de Medjugorje. Desdobló el mensaje y lo releyó.
«No temas, quien te habla es la Madre de Dios, la misma que te pide que des a conocer este mensaje al mundo entero. Al hacerlo encontrarás una fuerte oposición. Escucha atentamente y presta atención a lo que te digo. Los hombres han de enmendarse. Con humildes peticiones han de pedir perdón por los pecados cometidos y por los que cometerán. Anuncia en mi nombre que un gran castigo caerá sobre la humanidad; no hoy ni mañana, pero pronto si no creen mis palabras. Ya revelé esto a los bienaventurados de La Salette y luego en Fátima, y hoy te lo repito a ti porque la humanidad ha pecado y mancillado el don que Dios le concedió. Vendrán la hora de las horas y el final de los finales si la humanidad no se convierte; y en caso de que todo siga como hasta ahora o peor, sí es que puede empeorar más, el grande y el poderoso perecerá junto con el pequeño y el débil.
«Escuchad estas palabras: ¿Por qué perseguir al hombre o la mujer que aman de forma distinta de los otros? Esas persecuciones no son del agrado del Señor. Sabed que el matrimonio ha de ser compartido por todos sin restricciones. Lo contrario responde a la locura del hombre, no a la palabra del Señor. Las mujeres ocupan un lugar preferente a ojos de Dios. Ha estado prohibido demasiado tiempo que sirvan al Señor, y esa represión no es del agrado del Cielo. Los sacerdotes de Cristo deberían ser felices y munificentes. La dicha del amor y los hijos jamás les debería ser negada, y el Santo Padre haría bien en comprender esto. Mis últimas palabras son las más importantes: sabed que escogí libremente ser la madre de Dios. La elección de tener hijos recae en la mujer, y el hombre no debería interferir en esa decisión. Ahora ve, cuéntale al mundo mi mensaje y proclama la bondad del Señor, pero recuerda que yo siempre estaré a tu lado.»