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– Esta ciudad tiene un extraño sonido.

– Es nuestro sonido.

– Ah, casi lo olvido… tú eres italiano, y nosotros no.

Valendrea estaba junto a una cama con dosel hecha en roble macizo, las muescas y los arañazos eran tan numerosos que parecían formar parte del trabajo. Una sobada colcha de ganchillo cubría un extremo; dos enormes almohadas, el otro. El resto del mobiliario también era alemán: el armario, el tocador y las mesas pintados de alegres colores al estilo bávaro. No había un papa alemán desde mediados del siglo xi. Clemente II había sido una fuente de inspiración para el actual Clemente XV, hecho este que el pontífice no ocultaba. Pero lo más probable es que el primer Clemente muriera envenenado, una lección, pensaba muchas veces Valendrea, que este alemán no debería olvidar.

– Tal vez tengas razón -admitió Clemente-. Los visitantes pueden esperar. Tenemos cosas que hacer, ¿no es cierto?

Una brisa pasó rozando el alféizar y revolvió los papeles del escritorio. Valendrea puso una mano y detuvo su vuelo antes de que alcanzaran el computador. Clemente aún no lo había encendido. Era el primer Papa que sabía de informática -otro aspecto que la prensa adoraba-, pero a Valendrea no le importaba ese cambio: el computador y las líneas de fax eran mucho más fáciles de controlar que los teléfonos.

– Me han dicho que esta mañana estás bastante animado -observó Clemente-. ¿Cuál será el resultado del tribunal?

Valendrea supuso que Michener le había informado, pues había visto al secretario del Papa entre el público.

– Ignoraba que Su Santidad estuviese tan interesado en el asunto.

– Es difícil no sentir curiosidad. Esa plaza está llena de unidades móviles de televisión, así que, te lo ruego, responde mi pregunta.

– El padre Kealy no nos ha dado alternativa: será excomulgado.

El Papa entrelazó las manos a la espalda.

– ¿No se disculpó?

– Se mostró arrogante hasta el insulto, y nos retó a que lo desafiáramos.

– Tal vez debiéramos hacerlo.

La sugerencia pilló desprevenido a Valendrea, pero décadas de servicio diplomático le habían enseñado a esconder la sorpresa planteando preguntas.

– Y ¿con qué propósito habríamos de emprender una acción tan poco ortodoxa?

– ¿Por qué todo ha de tener un propósito? Quizá simplemente debamos escuchar un punto de vista contrario.

Valendrea se mantuvo inmóvil.

– Es imposible debatir la cuestión del celibato, una doctrina que lleva en pie quinientos años. ¿Qué será lo siguiente? ¿Ordenar mujeres? ¿El matrimonio de los clérigos? ¿La aprobación del control de la natalidad? ¿Es que vamos a volver completamente del revés el dogma?

Clemente avanzó hacia la cama y clavó la vista en una representación medieval de Clemente II que colgaba de la pared. Valendrea sabía que la habían rescatado de uno de los cavernosos sótanos del Vaticano, donde llevaba siglos.

– Fue obispo de Bamberg. Un hombre sencillo que no ansiaba ser papa.

– Fue confidente del rey -puntualizó Valendrea-. Estableció lazos políticos y se hallaba en el lugar adecuado y en el momento adecuado.

Clemente se volvió para mirarlo.

– Como yo, supongo.

– Su Santidad fue elegido por una abrumadora mayoría de cardenales, todos ellos inspirados por el Espíritu Santo.

Clemente esbozó una sonrisa irritante.

– ¿O tal vez tuviera que ver con el hecho de que ninguno de los otros candidatos, incluido tú, logró reunir suficientes votos para salir elegido?

Daba la impresión de que ese día iban a empezar a pelearse temprano.

– Eres un hombre ambicioso, Alberto. Crees que llevar esta sotana blanca te hará feliz, pero te aseguro que no será así.

Ya habían mantenido conversaciones similares con anterioridad, pero últimamente la intensidad de los intercambios verbales iba en aumento. Ambos sabían lo que sentía el otro. No eran amigos, jamás lo serían. A Valendrea le divertía el hecho de que la gente pensara que sólo porque él era cardenal y Clemente el Papa la suya sería una relación entre dos almas piadosas que pondrían las necesidades de la Iglesia en primer término. Pero lo cierto es que eran muy distintos, y mantenían políticas encontradas. En su favor había que decir que ninguno se había peleado abiertamente con el otro. Valendrea era más listo que todo eso -el Papa no tenía por qué discutir con nadie-, y al parecer el pontífice era consciente de que muchos cardenales respaldaban a su secretario de Estado.

– Yo no deseo otra cosa que el Santo Padre viva una vida larga y próspera.

– No se te da bien mentir.

Estaba cansado de las pullas del viejo.

– ¿Qué importancia tiene? Usted no estará aquí cuando se celebre el próximo cónclave. No se preocupe por los candidatos.

Clemente se encogió de hombros.

– No tiene ninguna importancia. Seré enterrado bajo San Pedro, con los demás hombres que han ocupado esta silla. No me preocupa mi sucesor. Pero ¿y a él? Sí, a él sí debería preocuparle.

¿Qué sabía el viejo prelado? Últimamente tenía la costumbre de soltar extrañas insinuaciones.

– ¿Hay algo que disguste al Santo Padre?

Los ojos de Clemente centellearon.

– Eres un oportunista, Alberto. Un político intrigante. Puede que te decepcione y viva otros diez años.

Su interlocutor decidió dejar de fingir.

– Lo dudo.

– A decir verdad espero que heredes mi cargo: lo encontrarás muy distinto de lo que imaginas. Tal vez debieras serlo.

Ahora sí estaba interesado.

– Ser ¿qué?

Durante unos instantes el Papa guardó silencio. Al cabo repuso:

– Ser papa, claro está. ¿Qué otra cosa, si no?

– ¿Qué le corroe el alma?

– Somos unos tontos, Alberto. Todos nosotros, con todo nuestro boato, no somos más que unos tontos. Dios es mucho más sabio de lo que cualquiera de nosotros se figura.

– No creo que ningún creyente lo cuestione.

– Dictamos nuestros dogmas y al aplicarlos arruinamos la vida de hombres como el padre Kealy, que no es más que un sacerdote que intenta seguir lo que le dicta la conciencia.

– Más bien parecía un oportunista, por recoger la palabra que usted mismo ha empleado. Un hombre que disfruta llamando la atención. Aunque, sin duda, conocía la política de la Iglesia cuando juró acatar nuestras enseñanzas.

– Las enseñanzas ¿de quién? Quienes pronuncian la llamada Palabra de Dios son hombres como tú y como yo. Quienes castigan a otros semejantes por infringir esas enseñanzas son hombres como tú y como yo. A menudo me pregunto si nuestros preciados dogmas son los pensamientos del Todopoderoso o tan sólo los de clérigos normales y corrientes.

Valendrea interpretó esta frase como un ejemplo más de la extraña conducta que el Papa seguía últimamente. Se planteó sonsacarlo, pero decidió que lo estaba poniendo a prueba, de manera que dio la única respuesta posible:

– Creo que la Palabra de Dios y el dogma de la Iglesia son la misma cosa.

– Buena respuesta. Modélica en lenguaje y sintaxis. Por desgracia, Alberto, esa creencia acabará siendo tu perdición.

Y el Papa dio media vuelta y avanzó hacia la ventana.

5

Michener paseaba bajo el sol de mediodía. La lluvia matinal había cesado, el cielo estaba jaspeado de nubes y los jirones de azul se veían atravesados por la estela de un avión que se dirigía al este. Ante él, los adoquines de la plaza de San Pedro lucían charcos por la reciente tormenta. El lugar se hallaba plagado de charcos semejantes a una multitud de lagos diseminados. Los equipos de televisión seguían allí, muchos de ellos retransmitiendo sus reportajes a sus respectivos países.

Había salido del tribunal antes de que se levantara la sesión. Uno de sus asistentes le informó después de que la confrontación entre el padre Kealy y el cardenal Valendrea había continuado unas dos horas. Se preguntó cuál era el sentido de la vista, pues la decisión de excomulgar a Kealy se había tomado mucho antes de que se le ordenara acudir a Roma. Eran pocos los clérigos que comparecían ante un tribunal, de manera que lo más probable era que Kealy hubiese ido para dotar de mayor relevancia a su movimiento. En cuestión de semanas Kealy sería excomulgado, otro expulsado más que proclamaría que la Iglesia era un dinosaurio camino de la extinción.