– Sólo porque Ngovi se retiró. Supongo que esos doce votos habrían sido vitales si la lucha hubiese continuado.
La subida de tono en la voz del anciano parecía socavar la fuerza de las palabras, tornándolas una súplica. Valendrea decidió ir al grano:
– Gustavo, eres demasiado mayor para ser secretario. Es un puesto exigente, en el que se viaja mucho.
El aludido lo fulminó con la mirada. Aquél iba a ser un aliado difícil de aplacar. Era verdad que el cardenal le había conseguido un determinado número de votos, lo cual habían confirmado las escuchas, y lo había defendido desde el principio. Pero Bartolo tenía reputación de ser un hombre vago con una cultura mediocre y ninguna experiencia diplomática. No gozaría de popularidad en ningún puesto, menos todavía en uno tan crucial como el de secretario de Estado. Había otros tres cardenales que habían trabajado igual de duro, poseían una formación ejemplar y disfrutaban de mayor prestigio en el Sacro Colegio. Con todo, Bartolo ofrecía algo que éstos no prestaban: obediencia absoluta. Y ésa era una cosa nada desdeñable.
– Gustavo, si me planteara darte lo que me pides, habría condiciones. -Estaba tanteando el terreno, comprobando hasta qué punto podía ser éste tentador.
– Soy todo oídos.
– Tengo la intención de dirigir personalmente la política exterior. Las decisiones serán mías, no tuyas. Tendrás que hacer exactamente lo que yo diga.
– Usted es el Papa.
La respuesta fue pronta, dando a entender su deseo.
– No toleraré desacuerdos ni disidencias.
– Alberto, llevo casi cincuenta años de sacerdote, y siempre he hecho lo que decían los Papas. Hasta me arrodillé y besé el anillo de Jakob Volkner, un hombre al que despreciaba. No entiendo por qué cuestiona mi lealtad.
Valendrea se permitió esbozar una sonrisa.
– No cuestiono nada. Sólo quiero que conozca las reglas.
Avanzó un tanto por el sendero y Bartolo lo siguió. El pontífice señaló hacia arriba y dijo:
– Antes los Papas huían del Vaticano por ese pasaje y se escondían como si fuesen niños con miedo a la oscuridad. La sola idea me pone enfermo.
– Ya no hay ejércitos que invadan el Vaticano.
– Tropas no, pero siguen existiendo ejércitos invasores. Los infieles de hoy acuden en forma de periodistas y escritores. Traen sus cámaras y sus libretas e intentan echar por tierra los cimientos de la Iglesia con ayuda de liberales y disidentes. A veces, Gustavo, incluso el propio Papa es su aliado, como sucedió con Clemente.
– Su muerte fue una bendición.
Le gustó oír aquello, y sabía que no era una frase de circunstancias.
– Pretendo devolver la gloria al pontificado. El Papa está al mando de más de un millón de almas cuando aparece en cualquier lugar del mundo, y los gobiernos deberían temer semejante potencial. Pretendo ser el Papa más viajero de la historia.
– Y para lograrlo precisará la ayuda constante del secretario de Estado.
Caminaron algo más.
– Eso mismo pensaba yo, Gustavo.
Valendrea miró de nuevo el pasadizo de ladrillo e imaginó al último Papa que huyó del Vaticano cuando los mercenarios alemanes asaltaron Roma. Sabía la fecha exacta: 6 de mayo de 1527. Ciento cuarenta y siete guardias suizos murieron ese día defendiendo a su pontífice, que escapó a duras penas por el corredor de ladrillo que se alzaba por encima de él, despojándose del hábito blanco para que no lo reconocieran.
– Yo nunca escaparé del Vaticano -aseguró no sólo a Bartolo, sino también a los muros. De repente se sintió abrumado por el momento y decidió desatender el consejo de Ambrosi-. Muy bien, Gustavo. Lo anunciaré el lunes. Serás mi secretario de Estado. Sírveme bien.
El semblante del anciano se iluminó.
– En mí encontrará una entrega absoluta.
Lo cual le hizo pensar en su más fiel aliado.
Ambrosi había telefoneado hacía dos horas y le había contado que la copia de la traducción del padre Tibor sería suya a las siete de la tarde. Hasta ese momento nada parecía indicar que nadie la hubiese leído, informe este que lo complació.
Consultó el reloj: las siete menos diez.
– ¿Tiene que ir a algún sitio, Santo Padre?
– No, Eminencia, sólo pensaba en otro asunto que se está resolviendo en este mismo instante.
Bamberg, 18:50
Michener subió por un empinado sendero que llevaba a la catedral de San Pedro y San Jorge y llegó a una plaza rectangular en cuesta. Más abajo, de la ciudad surgía un paisaje de tejados de terracota y torres de piedra iluminado por las luces que moteaban la población. Del oscuro cielo descendían sin tregua espirales de nieve, la cual, sin embargo, no impedía que la gente comenzara a encaminarse a la iglesia, sus cuatro agujas bañadas en un resplandor blanquiazul.
Las iglesias y plazas de Bamberg llevaban más de cuatrocientos años festejando el Adviento con decorativos belenes. Irma Rahn le había explicado que el recorrido siempre empezaba en la catedral y, tras recibir la bendición del obispo, todo el mundo se desplegaba por la ciudad para ver las creaciones del año. Toda Baviera acudía, e Irma le había advertido que las calles estarían abarrotadas y habría mucho ruido.
Consultó el reloj: aún no eran las siete.
Echó un vistazo en derredor y escrutó a las familias que se disponían a entrar en la catedral, muchos de los niños parloteando sin cesar sobre la nieve, la Navidad y san Nicolás. A la derecha había un grupo apiñado en torno a una mujer que lucía un pesado abrigo de lana. Se había subido a un murete de escasa altura y hablaba de la catedral y de Bamberg. Una excursión.
Se preguntó qué opinaría la gente si supiera lo que él sabía ahora: que Dios no era una creación del hombre. Tal y como teólogos y santones sostenían desde el principio de los tiempos, Dios estaba allí, vigilante, muchas veces sin duda complacido, otras frustrado, en ocasiones enojado. Al parecer el mejor consejo era el más viejo: servirlo bien y lealmente.
Aún tenía miedo de la expiación que requerirían sus propios pecados. Quizás esa tarea formara parte de la penitencia. Sin embargo sintió alivio al saber que su amor por Katerina nunca había sido pecado, al menos a ojos de los cielos. ¿Cuántos sacerdotes habían abandonado la Iglesia después de faltas similares? ¿Cuántos hombres buenos habían muerto pensando que habían caído?
Estaba a punto de rodear el grupo turístico cuando le llamó la atención algo que dijo la mujer:
– … la ciudad de las siete colinas.
Se quedó helado.
– Así es como los antiguos llamaban a Bamberg, en referencia a los siete montículos que circundan el río. Ahora resulta difícil verlas, pero hay siete colinas distintas, cada una de las cuales la ocupaba en siglos pasados un príncipe» un obispo o una iglesia. En la época de Enrique II, cuando ésta era la capital del Sacro Imperio Romano, la analogía acercó este centro político al centro religioso de Roma, otra ciudad denominada «de las siete colinas».
«En la persecución final de la Santa Iglesia reinará Pedro el Romano, quien alimentará a su grey en medio de muchas tribulaciones. Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.»
Eso era lo que supuestamente había predicho san Malaquías en el siglo xi. Michener pensaba que la ciudad «de las siete colinas» era una referencia a Roma, pues desconocía que a Bamberg se la llamara así.
Cerró los ojos y rezó de nuevo. ¿Sería ésa otra revelación? ¿Algo vital sobre lo que iba a ocurrir?
Ya en el embudo que se había formado a la entrada de la catedral, alzó la vista. El tímpano, bañado en luz, representaba a Cristo en el Juicio Final. María y san Juan, a sus pies, suplicaban por las almas que salían de los ataúdes, los bienaventurados avanzaban en pos de María, hacia el cielo; los condenados eran arrastrados al Infierno por un demonio sonriente. ¿Acaso dos mil años de arrogancia cristiana se reducían a esa noche? ¿Al lugar donde hacía casi dos mil años un sacerdote irlandés canonizado vaticinara que llegaría la humanidad?