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– Supongo que tendremos de vuelta a Tom Kealy -comentó él.

– Yo estaba pensando en lo mismo. El hombre de las respuestas. -Le dedicó una sonrisa que Michener entendió.

Se acercaron a la basílica y, al igual que los demás dolientes, se detuvieron ante las barreras. La iglesia se hallaba cerrada, Michener sabía que estaban preparándola para otras exequias. Del balcón pendían colgaduras negras. Michener miró a su derecha: los postigos del dormitorio del Papa se encontraban echados. Tras ellos, hacía unas horas, habían encontrado el cuerpo de Alberto Valendrea. Según la prensa, se encontraba rezando cuando le falló el corazón, el cuerpo fue hallado en el suelo, bajo una imagen de Cristo. Sonrió al recordar el último descaro de Valendrea.

Alguien le agarró el brazo.

Él se giró.

Ante él había un hombre con barba, nariz corva y una abundante cabellera rojiza.

– Dígame, padre, ¿qué vamos a hacer? ¿Por qué se ha llevado el Señor a nuestro Santo Padre? ¿Qué significa esto?

Michener supuso que la pregunta venía motivada por su sotana negra, y no tardó en dar con la respuesta:

– ¿Por qué siempre ha de existir un significado? ¿Es que no puede aceptar lo que ha hecho el Señor sin cuestionarlo?

– Pedro iba a ser un gran Papa. Por fin había ocupado el trono un italiano. Albergábamos tantas esperanzas.

– Dentro de la Iglesia hay muchos que pueden ser grandes pontífices, y no es preciso que sean italianos. -El otro lo miró con extrañeza-. Lo importante es su devoción al Señor.

Sabía que de las miles de personas que tenía en derredor sólo él y Katerina comprendían realmente. Dios estaba vivo y se encontraba allí, escuchando.

Sus ojos abandonaron a aquel hombre y descansaron en la espléndida fachada de la basílica. A pesar de toda su majestuosidad, no era más que argamasa y piedra. El tiempo y la intemperie acabarían destruyéndola. Sin embargo lo que simbolizaba, lo que significaba, perduraría siempre. «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares será desatado en los cielos.»

Se volvió hacia el hombre, que estaba diciendo algo.

– Se terminó, padre. El Papa ha muerto. Se terminó antes de empezar.

Michener no estaba dispuesto a aceptarlo, y tampoco iba a permitir que ese extraño aceptara el derrotismo.

– Se equivoca. No ha terminado. -Le dirigió una sonrisa tranquilizadora-. Lo cierto es que acaba de empezar.

NOTA DEL AUTOR

Para llevar a cabo la investigación de esta novela me desplacé hasta Italia y Alemania, pero el libro nació de mi temprana educación católica y de toda una vida de fascinación por Fátima. A lo largo de los últimos dos mil años los fenómenos de apariciones marianas se han dado con sorprendente regularidad. En la era moderna, las apariciones de La Salette, Lourdes, Fátima y Medjugorje son las más notables, pero existe un sinfín de experiencias menos conocidas. Al igual que con mis dos primeras novelas, quería que la información que se incluye en el relato instruyera y entretuviera a un tiempo. En éste hay profusión de detalles reales, más incluso que en mis dos primeros libros.

La escena de Fátima descrita en el prólogo se basa en información proporcionada por testigos presenciales, en particular la de la propia Lucía, que publicó su versión de lo ocurrido a principios del siglo xx. Las palabras de la Virgen son las Suyas, al igual que la mayor parte de las de Lucía. Los tres secretos, tal y como aparecen citados en el capítulo 7, se corresponden al pie de la letra con el texto original. Sólo las modificaciones que incluyo en el capítulo 65 son ficticias.

Lo que les sucedió a Francisco y Jacinta, además de la curiosa historia del tercer secreto -cómo permaneció encerrado en el Vaticano hasta mayo de 2000 y fue leído únicamente por los papas (capítulo 7)-, es cierto, como también lo es que la Iglesia se negó a que Lucía hablara públicamente de Fátima. Por desgracia, la hermana Lucía falleció poco antes de que saliera a la luz este libro, en febrero de 2005, a los noventa y siete años.

Las apariciones de La Salette de 1846, tal y como se mencionan en los capítulos 19 y 42, son fieles, al igual que la historia de los dos visionarios, sus mordaces comentarios en público, y las conmovedoras observaciones del papa Pío IX. Esa visión mariana en concreto es una de las más extrañas de las que se tiene constancia y se vio envuelta en el escándalo y la duda. Los secretos formaron parte de la aparición, y es verdad que los textos primigenios han desaparecido de los registros del Vaticano, cosa que no hace sino empañar todavía más lo que pudo suceder en aquella aldea francesa.

El caso de Medjugorje es similar, si bien es único entre las apariciones marianas, pues no se trata de un suceso aislado, ni siquiera de varias apariciones acaecidas a lo largo de unos cuantos meses: Medjugorje comprende miles de apariciones durante más de dos décadas. La Iglesia aún no ha reconocido formalmente nada de lo que pudo ocurrir, pero la aldea bosnia se ha convertido en un popular lugar de peregrinación. Como aparece reflejado en el capítulo 38, hay diez secretos asociados a Medjugorje. No pude resistirme a incluir este escenario en el argumento, y lo que sucede en el capítulo 65, relacionando el décimo secreto de Medjugorje con el tercero de Fátima, resultaba perfecto para acabar demostrando la existencia de Dios. Con todo, haciéndonos eco de lo que dice Michener en el capítulo 69, aun con esta prueba, en último término creer sigue siendo cuestión fe.

Las predicciones que se atribuyen a san Malaquías, detalladas en el capítulo 56, son ciertas. La exactitud de las caracterizaciones que se asocian a cada uno de los pontífices resulta asombrosa. La última profecía, relativa al papa número 112, el que se llamaría Pedro II, además de la afirmación de que «en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo», también son fieles. En la actualidad Juan Pablo II es el papa número 110 en la lista de san Malaquías, de manera que faltan dos más para comprobar la verdad de la profecía. Como a Roma, a Bamberg, Alemania, también se la denominó en su día la «ciudad de las siete colinas». Conocí este dato durante mi estancia allí y, después de visitar la localidad, supe que tenía que incluir un paraje tan encantador.

Por desgracia, los centros natalicios irlandeses del capítulo 15 fueron reales, al igual que el dolor que ocasionaron. Miles de recién nacidos eran separados de sus madres y dados en adopción. Poco o nada se sabe de su herencia individual y, al igual que Michener, muchos de esos niños, que ahora son adultos, han lidiado con la incertidumbre de su existencia. Gracias a Dios dichos centros ya no existen.

También resulta lamentable la difícil situación de los huérfanos rumanos, descrita en el capítulo 14. La tragedia de estos niños continúa. Enfermedad, pobreza y desesperación -por no hablar de la explotación por parte de pedófilos del mundo entero- siguen haciendo estragos entre estas almas inocentes.

Los procedimientos y las ceremonias de la Iglesia son fidedignos, a excepción del antiguo martillo de plata con el que se golpea la frente del difunto Papa (capítulos 30 y 71), un ritual que ya no se sigue, si bien era difícil obviar su dramatismo.

La división en el seno de la Iglesia entre conservadores y liberales, italianos y no italianos, europeos y no europeos es real. Hoy en día la Iglesia trata de poner fin a esta divergencia, y el conflicto se me antojó un telón de fondo natural contra el que situar los dilemas personales a que se enfrentaban Clemente XV y Alberto Valendrea.

Ni que decir tiene que los versículos de la Biblia del capítulo 52 son exactos y resultan interesantes al leerlos dentro del contexto de la novela. Como también lo son las palabras de Juan XXIII de los capítulos 7 y 68 cuando, en 1962, pronunció el discurso de apertura del Concilio Vaticano II. Su esperanza en la reforma -para que «la ciudad terrenal pudiera asemejarse a esa ciudad celestial donde reina la verdad»- es fascinante, teniendo en cuenta que fue el primer Papa que leyó el tercer secreto de Fátima.