A veces Michener creía que, tal vez, los críticos como Kealy tuviesen razón.
En la actualidad, casi la mitad de los católicos de todo el mundo vivía en Latinoamérica. Si se añadían África y Asia, la suma ascendía a las tres cuartas partes. Apaciguar a esa emergente mayoría sin alienar a europeos e italianos constituía un desafío cotidiano.
Ningún jefe de Estado se enfrentaba a algo tan intrincado. Sin embargo la Iglesia católica llevaba haciéndolo dos mil años -afirmación que ninguna otra institución creada por el hombre podía hacer-, y delante se extendía una de las mayores manifestaciones de la Iglesia.
Aquella plaza con forma de llave, delimitada por dos magníficas columnatas semicirculares de Bernini, era imponente. A Michener siempre le había impresionado la Ciudad del Vaticano. La había visitado por vez primera hacía doce años, en calidad de sacerdote asistente del arzobispo de Colonia. Su virtud había sido puesta a prueba por Katerina Lew, mas su decisión inicial se vio reforzada. Recordaba haber recorrido las más de cuarenta hectáreas del amurallado enclave, maravillándose ante la majestuosidad que podía alcanzarse en dos milenios de construcción ininterrumpida.
La diminuta nación no ocupaba una de las colinas sobre las que se fundó Roma, sino que coronaba el monte Vaticano, el único de los siete vetustos nombres que la gente aún recordaba. Sus ciudadanos eran menos de doscientos, y menos aún tenían pasaporte. Allí no había nacido nunca nadie, pocos aparte de los papas morían en ella, y menos aún eran enterrados en dicho país. Su gobierno era una de las últimas monarquías absolutas del mundo, y por una vuelta de tuerca que Michener siempre consideró irónica, el representante de la Santa Sede en las Naciones Unidas no podía firmar la Declaración Universal de los Derechos Humanos porque en el Vaticano no había libertad de culto.
Contempló la soleada plaza, más allá de las unidades móviles de la televisión con su despliegue de antenas y vio que la gente miraba a la derecha y arriba. Algunos gritaban: «Santissimo Padre.» Siguió sus cabezas alzadas hasta la cuarta planta del Palacio Apostólico. Entre los postigos de madera de una ventana surgió el rostro de Clemente XV.
Muchos comenzaron a agitar las manos, y Clemente devolvió el saludo.
– Aún te fascina, ¿no? -dijo una voz de mujer.
Él se giró. Katerina Lew se hallaba a pocos metros. Él ya sabía que daría con él. Se acercó a donde se encontraba, a la sombra de una de las columnas de Bernini.
– No has cambiado nada. Sigues enamorado de tu Dios. Lo vi en tus ojos, en el tribunal.
Él procuró sonreír, pero se obligó a centrarse en el desafío que se avecinaba.
– ¿Cómo estás, Kate? -Los rasgos del rostro de ella se suavizaron-. ¿Te ha ido la vida como pensabas?
– No me puedo quejar. No, no voy a quejarme. No conduce a nada. Lo dijiste un día.
– Me alegro de oírlo.
– ¿Cómo sabías que estaría allí esta mañana?
– Vi tu solicitud de credenciales hace unas semanas. ¿Puedo preguntarte por qué estás interesada en el padre Kealy?
– ¿Llevamos quince años sin vernos y eso es lo único de lo que quieres hablar?
– La última vez que hablamos me dijiste que no volviera a hablar de nosotros. Dijiste que no había nosotros. Sólo Dios y yo. Así que no pensé que fuese un buen tema.
– Pero lo dije sólo después de que tú me contaras que ibas a volver con el arzobispo para consagrar tu vida al servicio de la Iglesia católica.
Estaban bastante cerca, de modo que él retrocedió un tanto, sumiéndose más en la sombra de la columnata. Vislumbró la cúpula de Miguel Ángel en lo alto de la basílica de San Pedro, ya sin rastro del agua de la lluvia gracias a un sol de mediados de otoño.
– Veo que aún sabes eludir las preguntas -señaló él.
– He venido porque Tom Kealy me lo pidió. No es ningún tonto. Sabe lo que va a hacer el tribunal.
– ¿Para quién escribes?
– Voy por libre. Es para un libro que estamos escribiendo juntos.
Era una buena escritora, sobre todo de poesía. Él siempre había envidiado su talento, y la verdad es que quería saber más sobre lo que había sido de ella después de Munich. Sabía cosas sueltas: temporadas en periódicos europeos, nunca mucho tiempo, incluso un empleo en Estados Unidos. De cuando en cuando veía su firma, nada serio o importante, sobre todo ensayos religiosos. Varias veces había estado a punto de localizarla, deseoso de compartir un café, pero sabía que era imposible. Había tomado una decisión y no había vuelta atrás.
– No me sorprendió leer lo de tu nombramiento -afirmó ella-. Supuse que cuando Volkner fue elegido papa no te dejaría marchar.
Él captó la mirada de sus ojos color esmeralda y vio que luchaba con sus emociones, igual que hacía quince años. Por aquel entonces él era un sacerdote que estudiaba Derecho, inquieto y ambicioso, unido al destino de un obispo alemán de quien muchos decían que algún día sería cardenal. Ahora se hablaba de su propia ascensión al Sacro Colegio. No era nada insólito que los secretarios papales pasaran directamente del Palacio Apostólico a la púrpura. Quería ser príncipe de la Iglesia, formar parte del próximo cónclave en la Capilla Sixtina, bajo los frescos de Miguel Ángel y Botticelli, con voz y voto.
– Clemente es un buen hombre.
– Es un tonto -lo contradijo ella en voz baja-. No es más que alguien a quien los cardenales sentaron en el trono hasta que uno de ellos consiga suficiente respaldo.
– ¿Qué te hace hablar con semejante autoridad?
– ¿Acaso me equivoco?
Él apartó la cara para que se le calmaran los ánimos y observó a un grupo de vendedores de recuerdos en el perímetro de la plaza. La hosquedad de ella seguía allí, sus palabras tan mordaces y amargas como las recordaba. Frisaba los cuarenta, pero la madurez no había acabado de aplacar su carácter apasionado. Era una de las cosas que nunca le habían gustado de ella, y una de las cosas que echaba de menos. En su mundo, la franqueza era algo desconocido: estaba rodeado de gente que podía decir con convicción cosas en las que no creía, de modo que la verdad era algo en su favor. Al menos uno sabía exactamente a qué atenerse, pisaba tierra firme en lugar de las continuas arenas movedizas en las que se había acostumbrado a moverse.
– Clemente es un buen hombre al que se ha encomendado una tarea casi imposible -puntualizó.
– Si la querida madre Iglesia cediera un tanto, puede que las cosas no fueran tan complicadas. Es bastante difícil gobernar a mil millones de almas cuando todo el mundo ha de aceptar que el Papa es el único ser en la tierra que no comete errores.
A él no le apetecía discutir el dogma con ella, sobre todo en medio de la plaza de San Pedro. Dos guardias suizos con cascos empenachados, las alabardas en alto, pasaban a unos metros. Los vio avanzar hacia la entrada principal de la basílica. Las seis enormes campanas de la cúpula guardaban silencio, pero cayó en la cuenta de que no faltaba mucho para que doblaran por la muerte de Clemente XV, lo cual hizo que la insolencia de Katerina le resultara tanto más exasperante. Haber ido al tribunal esa mañana y hablar con ella ahora había sido una equivocación. Sabía lo que tenía que hacer.
– Me ha encantado volver a verte, Kate.