Hasta la fecha no veo motivos para pensar que estos Pobres Caballeros de Cristo pretendan atentar contra Nuestra Santa Madre Iglesia. Por cierto, he planteado a mi comendador mi deseo de ir a Tierra Santa y me ha desilusionado diciendo que no se está en la orden para cumplir deseos personales y que si uno quiere ir a un lugar te envían a otro. No obstante, ha insistido en que puedo ser muy útil. Me intriga por qué razón.
Vuestro Servidor en Cristo,
Rodrigo Arriaga
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Primero de julio del Año
de Nuestro Señor de 1140
A la atención de su Paternidad,
Silvio de Agrigento, de su servidor
Giovanno de Trieste
Su Paternidad, os escribo estas letras al saber que nuestro caballero, Rodrigo, ha conseguido enviar su primera carta. Debo decir que también a mí me ha resultado muy difícil haceros llegar esta misiva, pues estamos sometidos a una vigilancia continua no porque sospechen de nosotros, sino porque aquí se vive como en un monasterio -o peor- y resulta imposible salir de la encomienda o ausentarse a solas, ya que incluso los sargentos van por parejas a fuer de evitar tentaciones, controlándonos los unos a los otros. Paso todo el tiempo junto a Toribio, quien, después de más de un mes de reclusión, escasa comida, poco sueño y obligada castidad, comienza a mostrarse como una bestia enjaulada. Me temo que su concupiscencia pueda incluso dar al traste con la misión, porque cuando pasamos por el pueblo o por los caminos se desvive lanzando miradas e incluso requiebros a las mozas que nos cruzamos.
Solicito instrucciones al respecto.
A mí mismo se me hace a veces insoportable la estancia aquí, y no por la disciplina que, como hombre de armas, me agrada. No soporto la falta de conversación, aunque entre los sargentos el clima es algo más relajado que entre los caballeros. Aquí hablar en vano está mal visto, y ya sabéis que a los militares como yo nos gusta la buena conversación, los dados, las chanzas al fuego del campamento y la camaradería. A pesar de ello, no padezca vuesa merced, estoy aquí cumpliendo una misión y por dura que sea la llevaré a cabo. He podido enviar estas letras, como Rodrigo, gracias a la concupiscencia de mi compañero. En estos momentos se alivia con una puta que ejerce junto a la carnecería, cerca del río. Nos han enviado a recoger unas muías que donaba el molinero y Toribio me «ha convencido» para que le permitiera pasar unos momentos de solaz.
Rodrigo Arriaga se ha integrado con normalidad. Como novicio está por debajo en el escalafón de todos los caballeros, pero es algo que asume con suma dignidad, aplicándose con rigor al combate en los entrenamientos. A todos ha sorprendido su manejo del cuchillo y debo reconocer que es bueno con la espada; aunque flojea algo más en el uso de la maza y la lanza, monta muy bien.
Ni Toribio ni yo tenemos mucho tiempo para hablar con él más que en las raras ocasiones en que, junto a Tomás, el caballero nos visita en las caballerizas. Apenas si podemos intercambiar vivencias y murmuraciones. En esta orden no hay lugar para hacer el zángano, siempre hay que estar haciendo algo de provecho. Hasta los caballeros se han de zurcir la ropa y velar por el buen estado de sus armas. Tomás es el que nos sirve de enlace con Rodrigo, pues es su escudero. No hemos averiguado gran cosa, aunque el éxito de nuestra misión depende de que nuestro hombre sea nombrado, en efecto, caballero, y se infiltre en la orden como uno más. Se rumorea que esto se producirá pronto. Es en este punto en el que quería resaltar que, a mi parecer, Rodrigo Arriaga se ha metido demasiado en el asunto. Creo que como espía debe de ser bueno, porque se ha aplicado tanto a ser, parecer y comportarse como un templario, que da la sensación de creer lo que dice. El otro día el propio Toribio quedó sorprendido cuando su amo le espetó que nunca había pensado ingresar en un convento pero que la vida en el cenobio, la oración, el ayuno y el silencio le estaban haciendo, por única vez en los últimos años, sentirse bien consigo mismo, en paz.
Mal asunto. Espero que podamos averiguar algo pronto.
Vuestro humilde servidor Giovanno de Trieste,
Sargento Mayor de la Guardia de S.S.
Ultimátum [5]
En las escasas ocasiones en que Rodrigo y Robert Saint Claire salían a solas por los caminos del valle de Chevreuse, el joven templario aprovechaba para encontrarse con su amada, Clara. Arriaga no escribía a Silvio de Agrigento. ¿Qué iba a contarle? Nada extraño había en el comportamiento de sus compañeros de encomienda, aparte de los celos típicos que aparecían en todos los cenobios. Rodrigo notaba que su presencia no era muy del agrado de dos de sus confreres: un caballero llamado Roger, hijo de un burgués parisino, y Arnaldo, un pomposo noble de origen bretón. Intentaba no frecuentar su compañía, aunque tampoco tenía demasiado tiempo libre para andar charlando con unos y otros. Su instrucción satisfacía a Jean, que se mostraba muy contento con la presencia de su viejo amigo en la comunidad templaría de Chevreuse. La mayoría de las decisiones referentes a la gestión de la encomienda se tomaban en las reuniones del capítulo de la misma, que tenían lugar en la sala capitular sita en el segundo piso del magnífico donjon del castillo. Jean se mostraba receptivo a las sugerencias de sus hermanos y solía aceptar las decisiones alcanzadas por mayoría. A Rodrigo se le permitía asistir a las reuniones del capítulo sin voz ni voto, para que fuera familiarizándose con sus futuros compañeros y con el funcionamiento de la encomienda. Los días transcurrían de manera rutinaria entre entrenamientos, a veces en el patio de armas del château y otras en una planicie que había junto al río, al noreste del pueblo. Allí era donde los catorce caballeros se ejercitaban con sus caballos, realizando cargas como un solo hombre, cubiertos con sus pesadas armaduras y todos los pertrechos. Zeus, el inmenso caballo del Pirineo que montaba Rodrigo, era una bestia imponente, no rehusaba el combate ni se asustaba ante el estruendo del choque de las armas. Estaba satisfecho con aquella bestia.