Arriaga se hallaba moderadamente contento con su nueva vida, no en vano era soldado. El recogimiento y la oración no venían mal a su perturbado espíritu, por lo que comenzaba a agradarle la idea de profesar como caballero templario. No veía nada raro en el proceder de los pobres caballeros de Cristo, luego, ¿qué iba a decirle a Silvio de Agrigento? Era evidente que era un recién llegado y que no iban a confiarle los secretos de la orden pero, por otra parte, la conducta de los caballeros, su renuncia y su duro modo de vida, no le hacían pensar que pudieran ser una amenaza contra la Iglesia. Por otra parte, si no lograba descubrir nada, ¿cumpliría su promesa Silvio de Agrigento? ¿Exhumarían los restos de Aurora y le darían los últimos sacramentos? Si no había nada que demostrar, nada raro, nada oculto, Silvio de Agrigento debería darse por satisfecho. ¿O no?
Siempre le quedaría la opción de aplicarse a ser un buen caballero y rezar a la Virgen para que aceptara su alma a cambio de la de Aurora. Si moría en combate contra el infiel tenía asegurada la gloria y quizá podría ofrecerse a cambio de ella. Seguro que Nuestra Señora aceptaba su sacrificio.
Corrían los últimos días de julio cuando Rodrigo se llevó una sorpresa. Aprovechando que los habían enviado a cobrar el diezmo al molino, Robert se citó con su amada en la posada. En aquellos días salían mucho de la encomienda, pues era el momento de la vendimia y los templarios habían de recoger su parte. Iban acompañados de Toribio y Giovanno, así que los tres aguardaron en la planta baja a Saint Claire. Pidieron una jarra de vino y al segundo trago Toribio solicitó a su amo que lo dejara acercarse donde la puta. Rodrigo lo miró con resignación y, tras pensárselo un poco, le autorizó a hacerlo. Entonces, la moza de la posada, Beatrice, la que enviara la carta a Silvio de Agrigento, se le acercó y le dijo:
– Alguien desea veros.
Rodrigo miró a Giovanno de Trieste, extrañado.
– Está arriba -repuso la joven.
Arriaga se levantó y siguió a la moza de formas redondeadas. Subió las escaleras tras ella, sin poder evitar reparar en el bamboleo de su oscilante trasero. Olía a lavanda y su sedoso cabello le llegaba casi a la cintura. Las maderas del suelo del primer piso crujían. Le pareció escuchar unos gemidos al pasar junto a una puerta: debían de ser Robert Saint Claire y su amada. Entonces, Beatrice se volvió y mostrándole su mejor sonrisa le abrió la puerta del cuarto de enfrente. Sus ojos eran bellos, verdes, y su sonrisa cálida. No pudo evitar sorprenderse al ver a Silvio de Agrigento sentado a una mesa y enfrascado en la lectura de un sinfín de papeles y memorandos.
– Loado sea Dios -dijo el diácono, que vestía una sencilla túnica de cura de pueblo.
– ¿Vos aquí?
– Vaya, esperaba un recibimiento más caluroso. Sentaos y servíos un poco de vino.
La puerta se había cerrado tras la salida de la joven y los dos hombres se quedaron a solas.
Rodrigo se encaminó hacia la mesa y, tomando la jarra de arcilla, llenó los dos cuencos de madera.
– Recuerdo nuestro primer encuentro, Arriaga.
– Sí, fue algo violento.
– ¿Violento? ¿Acaso no recordáis que a pocas me matáis?
Arriaga sonrió.
– Sí, dómine, sí. ¿Qué os trae por aquí?
– Mi señor Lucca Garesi está preocupado. ¿Cuánto tiempo lleváis en la encomienda?
– Creo que dos meses. Algo más.
– Y en dos meses sólo hemos recibido una carta.
– Señor, haceos cargo de que no es fácil enviar misiva alguna. La Regla nos prohíbe hablar, besar o incluso escribir a la familia sin permiso de nuestros superiores.
– Ya, ya.
– Además, no podemos salir así como así de la enco…
– Ahora estabais solos.
– Excepcionalmente.
– Bien que habéis aprovechado para hacer de alcahueta y permitir a Saint Claire folgar con la moza. -Rodrigo hizo un gesto de desagrado-. No, no. No penséis que me parece mal; al contrario, tendréis algo con qué chantajearle en el futuro. Seguro que sabe cosas.
– No puedo creerlo.
– ¿No erais espía? Así funcionan las cosas en vuestro mundo, ¿no?
– Sí, dómine, en efecto. Así funcionaban las cosas en mi mundo.
– ¿Y? Habláis en pasado.
– Es que no creo estar seguro de volver a él. Los engaños, los venenos, chantajear a los demás…
– Vaya, mi señor, el Ilustrísimo cardenal Garesi tenía razón. Os han convencido. Sois uno de ellos.
– No. O sí. No lo sé. Sólo digo que los templarios no hacen mal a nadie. Gestionan bien sus tierras y con los beneficios mantienen tropas en Tierra Santa. Si no fuera por ellos, años ha que estaría en manos de los infieles.
Silvio de Agrigento lo miró con detenimiento, paladeando su vino. Entonces, calculadamente, dijo:
– ¿Y vuestra Aurora? Si no cumplís vuestra parte del trato morará eternamente…
Rodrigo dio un puñetazo en la mesa.
– ¡Basta! -gritó-. Hicimos un trato y Rodrigo Arriaga siempre cumple lo que promete. Haré el trabajo para vos e investigaré hasta donde pueda, pero…
– ¿Sí? -contestó el cura con cierto aire cínico.
– Si no hay nada que averiguar cumpliréis igualmente vuestra parte del trato.
– Me parece bien, pero yo diré cuándo acaba este trabajo.
– ¡¿Cómo?!
– No seáis ingenuo, Rodrigo. Se hace evidente que habéis hallado consuelo en la oración y en la vida monacal; os reconforta y me alegro. Pero no podéis olvidar que vuestros nuevos hermanos sufrirían una gran decepción si supieran que ingresasteis en la orden como espía. Pensad en vuestro buen amigo Jean, ahora tan pío, tan responsable, tan feliz de veros progresar.
– Sois un hijo de puta. Si al final de este negocio Aurora no sale del infierno, moriréis como una rata. ¡Lo juro!
Silvio de Agrigento volvió a sonreír. Entonces su rostro se tornó serio y dijo:
– Resultados, Arriaga, quiero resultados. Permaneceré por aquí, cerca.
– ¿Y cómo os podré localizar si averiguo algo?
– Tranquilo, hijo, yo me pondré en contacto con vos -contestó el sacerdote, haciendo la señal de la cruz sobre Arriaga para dar por terminada la conversación.
Rodrigo pasó los dos días siguientes de mal humor, taciturno y reflexivo en exceso. No le agradaba Silvio de Agrigento. El enviado del cardenal Garesi parecía muy seguro de que los templarios ocultaban algo con lo que habían chantajeado a Su Santidad, pero, aunque así fuera, ¿cómo iba a averiguarlo él, un recién llegado, un aspirante a milites? De momento lo único que podía hacer era aplicarse a la tarea que le habían encomendado: ser un buen novicio para terminar convirtiéndose en caballero lo antes posible. Tuvo pesadillas durante varias noches, en las que se agitaba confuso entre sueños y no recordaba nada al despertar.
Una noche, tras el oficio de completas, Jean le pidió que lo siguiera, quería hablar con él.
– Pero, debo ir a dormir… -dijo Rodrigo.
– Soy vuestro comendador, ¿no? Estáis dispensado de ir a la cama, tenemos que hablar.
Aquello sonó mal de veras a los oídos del aspirante. Subieron al segundo piso del inmenso donjon, donde, junto a la sala capitular, el comendador tenía su despacho.