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– ¡No! ¡No!

– ¡A por ese maldito templario! -gritó alguien haciendo entender a Rodrigo que aquella turba estaba allí para linchar a Robert. A pesar de que no llevaba cota de malla bajo la sobreveste y que no disponía de yelmo ni más arma que su espada, Arriaga embistió a los lugareños con su enorme caballo despejando al instante la puerta.

Alguien comenzó a tirar piedras, descabalgó y entró en la posada. Luis el posadero atravesó un banco en la puerta, atrancándola. Pese a ello, quedó entreabierta.

– ¿Qué pasa aquí? -acertó a decir Rodrigo esquivando una piedra que casi le rozó la sien.

– ¡Ay, señor Rodrigo! ¡Una desgracia! ¡Una desgracia! ¡En mi casa!

El aspirante a templario observó a Beatrice, que miraba asustada desde la cocina, y le dijo:

– Sal por atrás y vete donde la encomienda, avisa de que vengan a auxiliarnos, ¡rápido!

Mientras la chica se daba la vuelta, un inmenso estruendo hizo que Rodrigo se girase y comprobase que habían derribado la puerta y la bancada que la atrancaba. Espada en mano, se dirigió hacia allí y se encontró con un tipo enorme, barbudo, al que le parecía conocer de algo. Éste intentó golpearle con una tranca pero él, más ágil y entrenado, se agachó y le golpeó en la entrepierna con la guarda de su espada. Cayó como un peso muerto. Luego entraron dos paisanos en tromba. Arriaga frenó con la toledana una horquilla que quedó a apenas tres dedos de su cara, y entonces sacó el cuchillo del cinto con la zurda y largó un zarpazo que hirió en la cara al segundo campesino, que iba armado con un hacha. El pobre posadero lanzó un taburete e hizo retroceder a los nuevos agresores que intentaban entrar en su local. Rodrigo se deshizo del agresor de la horquilla partiendo el mango de ésta de un certero mandoble, y aquél huyó despavorido hacia la cocina.

Entonces se oyeron gritos fuera y aparecieron Toribio y Giovanno en la puerta, con las espadas desenvainadas.

– ¡Loado sea Dios! -exclamó Rodrigo-. Esperad ahí y mantenedlos a raya. Beatrice ha ido por refuerzos.

Dicho esto, corrió escaleras arriba y se encaminó al cuarto donde Robert solía verse con su amada. El panorama era desolador. Un lugareño de mediana edad y bien entrado en carnes yacía despanzurrado boca arriba en el lecho. Todo estaba cubierto de sangre. Unos sollozos y una suerte de letanía incomprensible le hicieron asomarse al borde de la cama. Suspiró al ver que Robert estaba vivo. Parecía ido. Tenía las manos en la cara y estaba cubierto enteramente de sangre. En el suelo había un hacha; sin duda, del campesino. Dos pasos más allá estaba la espada de Saint Claire, cubierta de sangre hasta la empuñadura.

– Pero… -acertó a decir el aragonés- Robert, ¿qué has hecho?

El joven levantó la cabeza mirándolo como un loco, se incorporó y corrió hacia la ventana para lanzarse por ella. Rodrigo logró sujetarlo con fuerza, pero Robert comenzó a golpearse la cabeza contra las paredes. Entonces creyó escuchar el pesado trote de los caballos de guerra. ¡Los refuerzos!

Afortunadamente, Giovanno, Toribio y Luis, el posadero, entraron en la habitación y lo ayudaron a sujetar a aquel loco que quería quitarse la vida.

Era ya de madrugada cuando lograron sacar a Robert Saint Claire de la posada de Luis. Los campesinos se dispersaron a la llegada de los caballeros, aunque quedaron pequeños grupos aquí y allá que hacían peligroso sacar al joven templario de la posada. La gente del pueblo parecía molesta, harta; aquello no cuadraba con la idílica imagen que Jean había proporcionado de las relaciones de los templarios con sus siervos del pueblo de Chevreuse. Fue después de maitines, más cerca de vísperas quizá, cuando la ausencia de paisanos hizo prudente el traslado de Robert al Château. Jean dio la orden. Iba escoltado por el comendador, Rodrigo y otros tres caballeros. Tuvieron que atar al joven de pies y manos para evitar que se hiciera daño a sí mismo. No parecía soportar el rechazo de su amada, que lo había maldecido por matar a su padre. Éste, al parecer, había sido informado por algún desalmado de que un templario se veía con su hija en la posada, y el hombre acudió armado con un hacha para vengar su honra. Saint Claire había sido entrenado para matar. No es buen negocio atacar a un hombre de armas; Rodrigo lo sabía por propia experiencia: reaccionan primero y piensan después. El joven templario había reaccionado de manera instintiva, como le habían enseñado, y antes de que hubiera podido darse cuenta, el padre de su moza yacía despanzurrado en el tálamo donde momentos antes se amaba con la mujer que le había hecho perder la razón.

Ella reaccionó maclass="underline" salió a la calle presa del pánico y gritó a los cuatro vientos que un maldito templario había asesinado a su padre. Le echó a todo el pueblo encima. Robert no lo podía soportar. Quería morir. Lo dejaron atado al lecho en un cuarto de la sólida y redonda torre que quedaba al noreste. Aun así, Jean ordenó que dos sargentos vigilaran a aquel desgraciado, no fuera que lograra liberarse de las ataduras y saltar al vacío. El comendador eximió a Rodrigo de acudir a los oficios y le ordenó que durmiera todo lo que su cuerpo le pidiera; no en vano había estado sometido a una situación de extrema tensión. Según le dijo Jean, se había comportado como un auténtico héroe, un verdadero templario, al arriesgar su vida para salvar a Robert.

Cuando Arriaga despertó comprobó que la luz del sol entraba por una de las amplias ventanas del dormitorio. Era tarde. Se acercaba la hora tercia, así que tras colocarse la sobreveste y calzarse las botas acudió a la cocina, donde le dieron algo de queso y vino aguado para desayunar. Además, como ya había trascendido lo ocurrido en el pueblo, el cocinero le cortó un par de tajadas de buen tocino, que con el pan recién hecho le supieron a gloria. Aquello era gula, pero estaba cansado y se lo merecía. Cuando salió al patio de armas se encontró a Jean, que venía de ver al cautivo, y éste le hizo una seña para que le siguiera a la muralla norte. Allí, mirando sus dominios desde las alturas, el comendador le hizo situarse junto a él.

– Esto es precioso, ¿verdad?

Rodrigo asintió.

– ¿Cómo os encontráis después de los sucesos de ayer?

– No sé, cansado, confuso quizá.

– Deberíais haberme contado lo de Robert.

– No lo creí así. Soy un recién llegado. No quise meterme en asuntos que no fueran de mi incumbencia.

– Lo que hace un hermano es de la incumbencia de todo el capítulo y más si se trata de algo como esto -repuso el comendador con cara de pocos amigos-. Os pidió colaboración, ¿no?

– Sí.

– Loco insensato -dijo Jean refiriéndose al joven Saint Claire-. Lo ha estropeado todo. Tenía un futuro brillante en la orden. Viene de una familia de mucho peso. Su padre y Hugues de Payns eran…

– Íntimos. Lo sé.

– Lo ha echado todo a perder, ya veis, por un simple revolcón.

– Está enamorado.

– ¡No puedo creer lo que oigo! Será idiota. ¿No podía haberse limitado a folgar con la moza como hace vuestro Toribio y tantos otros?

– El otro día dijisteis que esa conducta era muy grave.

– ¡El otro día no había un muerto por medio! Los votos son sólo eso: ¡votos! ¡Obediencia! ¡Castidad! ¡Pobreza! Todos los votos se pueden romper; no se debe, pero a veces ocurre. Somos humanos. La Iglesia está llena de curas, frailes y monjas que incumplen a veces sus votos. No está bien, Rodrigo, pero es un pecado como otro cualquiera. Si uno se arrepiente, si hay propósito de enmienda y se acude de inmediato a confesar la falta, Nuestro Señor nos perdona. El pecado queda lavado y ¡hala, a vivir! ¡Pero, no! ¡Este idiota se ha enamorado! ¡Un futuro preboste de la orden, quizás un Gran Maestre, enamorado de una plebeya! ¿Qué le digo yo ahora a su padre?