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Rodrigo quedó algo impresionado por la flexibilidad que mostraba De Rossal con respecto a las faltas de la carne. ¿Sabría lo del caballero Beltrán y el armiguero? Seguro que sí. Jean leyó el pensamiento a su amigo.

– No os asustéis. Está en la naturaleza del ser humano. Somos pecadores. Podemos controlarnos unos a otros; podemos estar sometidos a la más dura de las autodisciplinas, pero, a veces, los hermanos pecan. No es condescendencia, Rodrigo. Si no existiera la confesión y el perdón de los pecados no habría caballeros templarios, ni frailes, ni curas, ni cardenales. Esto es así. Siempre ha sido así y siempre lo será. Debemos perdonar como hizo Nuestro Señor con sus propios enemigos.

– Pero…

– ¿Sí?

– He visto a la gente del pueblo algo soliviantada, como si nos odiaran… Ayer se sublevaron.

– Sí, Rodrigo, ahora lo sabéis. La gente, en el fondo, nos odia.

– ¿Cómo?

– Como lo oís. Y si vais a ser uno de nosotros debéis acostumbraros. La obra de Dios no es un camino fácil. Ese hombre, el campesino al que Robert abrió en canal…

– ¿Sí?

– Alguien le contó que nuestro amigo jodía con su hija.

– ¿Y?

– Fue el cura del pueblo.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Yo sé todo lo que ocurre en el valle de Chevreuse, Rodrigo -dijo el comendador mirando a Arriaga con dureza. El espía sintió un escalofrío-. Ese cura nos odia.

– Pero ¿por qué? ¿Acaso no defendemos más que nadie los derechos de la Iglesia?

– No seáis ingenuo, Rodrigo. ¿Conoces la bula Omni Datura Optimi?

– Por supuesto.

– El Papa nos otorgó privilegios, digamos que… sin precedentes. Sólo respondemos ante el capítulo general de nuestra orden y, si acaso, ante el mismísimo Pontífice, quien nos permitió cobrar el diezmo en nuestras encomiendas. ¿Me seguís?

– No sé…

– Sí, Rodrigo, el diezmo que antes cobraban muchos obispos glotones, lujuriosos e inoperantes ha pasado a nuestras manos en muchas comarcas, regiones y encomiendas. Han dejado de percibir unos buenos dineros por nuestra culpa. Encima, nosotros nos administramos bien. Allí donde ponemos el pie, la tierra florece y la riqueza surge. Es una cuestión de buena organización, de falta de despilfarro, de administración seria, justa y eficaz. Eso es lo que le ocurre a ese maldito cura, al que el diablo confunda. Desde que llegamos aquí nos ha intentado perjudicar con las más asquerosas calumnias. Tuvimos una gran polémica con el icono de Nuestra Señora que donamos a la Iglesia del pueblo.

– La Virgen Negra.

– El mismo. No lo quería colocar. Tuve que acudir a altas instancias. Su obispo no cobra ya diezmos aquí y eso hace que él mismo reciba menos dinero. Nos odia.

– Y por eso azuzó al padre de la moza a…

– Exacto. Y como él hay muchos, la verdad. El Temple es rico, amigo, y poderoso, y eso nos ha creado muchos detractores.

– Pero la gente del pueblo…

– Rodrigo, ¿conocéis algún pueblo, algún feudo, en el que los deudos estén contentos con su señor?

– La verdad, no.

– Pues eso.

– Pero el Papa, ¿por qué nos dio esas prebendas? ¿Qué sabemos?

Jean estalló en una violenta carcajada y miró a su amigo de la infancia con aire divertido.

– ¡Rodrigo, Rodrigo! ¡Habladurías! No sabemos nada. ¡Nada! La explicación es mucho más simple y prosaica. No creas todo lo que te digan por ahí. Preguntad sin miedo, amigo. Nuestro querido papa, Inocencio II, fue monje del Císter, como nuestro protector Bernardo de Claraval. ¿Lo entendéis?

– Sí, claro.

– Bien, los primeros momentos de su pontificado fueron especialmente duros, pues tuvo que vérselas con el antipapa Anacleto. El negocio era difícil, pues ya sabéis como actúan los gobernantes y reyes de la cristiandad en estos casos: intentaron sacar tajada del cisma y no pusieron las cosas precisamente fáciles para Inocencio. La intervención de Bernardo de Claraval fue, una vez más, crucial. Él inclinó la balanza a su favor y el Papa nunca olvidará que está ahí gracias a nuestro querido mentor.

– Y en pago a aquella ayuda…

– Bernardo consiguió que promulgara la bula.

– ¡Acabáramos!

– ¿Veis? Las cosas son más sencillas de lo que parece. Todos nos envidian, Rodrigo y ¿sabéis por qué? Porque a pesar de nuestros pecados, y me refiero a casos como el de ayer, somos perfectos. ¡Perfectos! O casi. Pensad en la gente de armas. Vos mismo fuisteis soldado. ¿Cómo son los caballeros? Decidme.

– ¿La gente de armas? -pensó Arriaga en voz alta-. Pues… ruda, sin duda, acostumbrada a tirar de hierro a la mínima…

– ¿Bebedores?

– Mucho. Amantes del vino y las cogorzas más extremas. Comedores de carne en exceso.

– ¿Fornicadores?

– Sí, claro, amigos de putas y, en la guerra, violadores. He visto a buenos caballeros comportarse como auténticos bárbaros.

– ¿Modestos?

– No, qué va, unos fanfarrones. Muy amigos de los perifollos, los palafrenes y escudos llamativos.

– ¿Y sus atuendos?

– Qué os voy a decir… he visto armaduras y sobrevestes más bonitas que los vestidos de las damas de la más lujosa de las cortes; y espuelas de oro, cintas y gallardetes de seda.

– ¿Y los cabellos?

– Largos, como los de las mujeres.

– ¿Son píos?

– No, en absoluto.

– Bien. Ahora comparad con el Temple a esa gentuza que asola Europa y, a veces, Tierra Santa. Comparadlos con nosotros: ascéticos, puros, sin afeites, ni cintas, ni alardes. Sin posesiones personales. Los caballos, sin adornos, todos iguales. Cumplimos con la disciplina militar y la vida conventual. Estamos dispuestos a dar la vida por Nuestro Señor Jesucristo en cualquier momento. La orden no paga rescate por sus caballeros cuando éstos caen cautivos. ¡Ni siquiera por el Gran Maestre! No valemos nada, sólo lo que vale un Milites Christi en combate. ¿Resiste la caballería seglar la comparación?

– En absoluto.

– Pues he ahí la cuestión. Por eso nos envidian y por eso los jóvenes idealistas de las mejores familias de Europa acuden a alistarse al Temple como las moscas a la mierda. Somos lo mejor que tiene el Papado a su servicio y la Iglesia lo sabe.

– Dicho así…

– Mirad, Rodrigo, este asunto de Robert se nos ha ido de las manos. Os necesito, no tengo a mi disposición a nadie de confianza al no contar con el joven Saint Claire y no podemos esperar. Vais a ser miembro de pleno derecho de la orden. Preparaos para la ceremonia: será mañana. ¿Estáis listo?

Rodrigo se sintió invadido por una gran ilusión, como no sentía desde que era mozo. ¿Qué tenía aquel ideal, aquella orden, que le hacía sentirse así?

– Sí, lo estoy -se oyó decir a sí mismo.

– Robert está en una mala situación. Nuestros enemigos van a pedir su cabeza.

– Pero actuó en defensa propia.

– Violó sus votos y todo el mundo lo sabe. Y a consecuencia de ello mató a un pobre desgraciado.

– Que le atacó.

– Sí, pero el pueblo ha dictado su sentencia. Un caballero que desflora a una joven, un monje, a fin de cuentas, y encima va y mata al padre de la moza. Merece la horca.

– ¡¿Cómo?!

– Tranquilo -dijo Jean alzando la mano-. Vestiremos de blanco al preso ése, al estafador. Pasará por Robert. Desde abajo, el pueblo no notará la diferencia.

– ¿Al vendedor de falsas reliquias?

– Exacto. Cuando la cosa se calme, un par de días después de la ejecución, vos escoltaréis a Robert Saint Claire al Temple de París. Allí decidirán qué hacer con él, pues tenemos nuestra propia justicia. Esta noche ahorcaremos al preso. Así, en la oscuridad, el engaño saldrá mejor.

– Pero Jean, ese hombre no tiene culpa…

– ¿Qué preferís, la vida de un desgraciado vagabundo por el que nunca nadie preguntará o la de vuestro amigo Robert? ¿Qué me decís del bienestar de la encomienda?