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El hermano Joseph habló:

– Debéis jurar y prometer a Dios y a la Virgen que obedeceréis siempre al Maestre del Temple; que guardaréis la castidad, los buenos usos y las buenas costumbres de la orden; que viviréis sin propiedad, que sólo guardaréis lo que os sea dado por vuestro superior; que haréis todo lo que podáis para conservar el Reino de Jerusalén y para conquistar lo que todavía no ha sido obtenido; que jamás iréis por vuestra voluntad a los lugares donde se mata, saquea o deshereda a los cristianos injustamente; y que si se os confían bienes del Temple, los guardaréis bien. Y no abandonaréis la orden, para mejor o peor, sin el consentimiento de vuestros superiores.

– Lo juro -repitió.

En ese momento ocurrió algo extraño. Uno de los caballeros más jóvenes se acercó con un crucifijo en las manos. El maestre provincial dijo algo que lo dejó horrorizado.

– ¿Rechazáis a este falso profeta?

Rodrigo se puso pálido, con los ojos y la boca abiertos. No sabía cómo reaccionar.

– ¿Lo rechazáis? ¿Negáis a este falso Mesías?

Así que Silvio de Agrigento tenía razón: aquellos monjes soldado eran una secta de herejes.

– No temáis, Rodrigo -dijo Jean con tono conciliador-. Esta parte de la ceremonia demuestra nuestra humildad. Pedro negó a Cristo hasta tres veces y nosotros hacemos otro tanto para demostrar que no somos más que él.

Al neófito le pareció razonable. Así que, aun sintiendo algún que otro remordimiento, negó a Cristo tres veces como hiciera el primer Papa.

Joseph sentenció:

– Os recibimos, a vosotros, a vuestro padre y a vuestra madre y a dos o tres de vuestros amigos que deseen participar en la obra espiritual de la orden, del principio al fin.

Los dos padrinos le colocaron el manto blanco de la orden y todos rompieron a cantar el Ecce quam bonum. Rodrigo seguía de rodillas. El hermano Joseph le tomó de las manos y le hizo alzarse. Entonces le dio el ósculo de bienvenida, un beso en la boca.

Todos los caballeros presentes hicieron lo mismo, pasando junto al nuevo hermano y besándole en los labios a modo de bienvenida. No supo muy bien quién, porque estaba aturdido, pero escuchó a alguien alzar la voz diciendo:

– ¡Ha resucitado!

Entonces, en una parte de la ceremonia que se le hizo un poco larga, el maestre provincial hizo un resumen de los setenta y dos puntos de la regla, que por otra parte, todos conocían. Al final, terminó diciendo:

– Marchad, Dios os protegerá. Rodrigo Arriaga se sentía feliz.

A los dos días del ingreso de Rodrigo en la orden, partieron hacia París. Una vez más tuvieron que salir de madrugada. A pesar de ello, Robert y Arriaga llevaban puestos sendos yelmos para evitar que alguien pudiera identificar a Saint Claire. Los acompañaban Toribio y Giovanno como sargentos. Tomás, escudero de Rodrigo y un joven llamado Luciano, armiguero de Saint Claire, cerraban la comitiva. Habían atado al demente a la montura con cierto disimulo para evitar que pudiera hacer de las suyas, pues seguía mostrándose deprimido y taciturno y Jean de Rossal temía por su vida.

Los lugareños habían mordido el anzuelo y, al parecer, excepto algún que otro desconfiado, creían que Robert Saint Claire había sido ahorcado en la encomienda.

«¡Qué ingenuos! -Pensó para sí Rodrigo-. Los nobles nunca pagan por sus delitos.» París estaba sólo a media jornada, aunque el viaje se le hizo eterno. Estaba deseando dejar al preso en manos de sus superiores y no cargar con la responsabilidad de trasladar a un demente como aquel, que podía dar con todo al traste en cualquier momento.

Llegaron a la capital de Francia a primera hora de la tarde. Cruzaron la urbe de sur a norte. Era como él la recordaba. Toribio, Giovanno y Tomás lo miraban todo con la boca abierta. Habían entrado por el sur pasando junto a la abadía de Sainte Genevieve. Llegaron por la Grand Rue hasta le Petit Pont, giraron a la derecha para pasar junto a Sant Michel y cruzaron el Grand Pont hasta llegar al otro lado del río. Traspasaron la muralla por la puerta que llamaban del Temple. A su izquierda, al norte, quedaba la abadía de Saint Martin, pero ellos se encaminaron hacia las enormes dependencias del Temple de París, que parecía una pequeña ciudad. A la puerta de entrada, que estaba ligeramente acodada para su mejor defensa, se accedía pasando por un pequeño puente levadizo. Justo a la izquierda quedaba la prisión, a la que sin duda iría a parar Saint Claire. Un sargento que los esperaba los guió junto a las Charniers para, doblando a la derecha, pasar entre la capilla y el hospital, junto a una inmensa torre que llamaban del César. Todos estaban impresionados por la magnificencia de aquel complejo y por el enorme trasiego de hombres armados que iban de aquí para allá, todos muy ocupados, como si una suerte de ente superior guiara sus destinos y dominara sus voluntades con un único fin común. Pasaron junto a la iglesia y el cementerio para darse de bruces con la Grande Tour, el inmenso donjon templario que había de guardar el tesoro más valioso del país, las riquezas de la orden. Era una construcción impresionante, de cinco pisos de altura, con una enorme torre de sección cuadrangular en el centro, cubierta por un tejado cónico de pizarra, agudo y coronado por el beauséant del Temple. La torre central estaba rodeada por otras cuatro de sección circular que acababan en punta como la anterior. Dos torres más finas, también circulares, cerraban el conjunto por la fachada principal. A Rodrigo le llamó la atención que las puertas de acceso a aquella mole fueran tan pequeñas, lo que la hacía más difícil de tomar demostrando el innegable carácter militar de aquella mastodóntica construcción. El sargento esperó un poco a que los recién llegados contemplaran el orgullo del Temple, pues debía de estar sin duda acostumbrado a hacerlo con todos los visitantes; entonces los encaminó a la residencia del Gran Maestre de Francia.

Descabalgaron y se encontraron con un individuo de porte aristocrático que los esperaba. Tenía el pelo muy corto, canoso y debía de rozar la cincuentena. Era delgado y de aspecto ascético. Se identificó como Gavin de Flour e indicó a dos sargentos que le acompañaban que llevaran a Saint Claire a la Grande Tour. Allí permanecería recluido. El otro sargento había de acompañar a Toribio, Giovanno y a los dos armigueros a dejar las monturas en los establos y a buscarles alojamiento. Rodrigo debía acompañar a aquel preeminente templario que se identificó como el secretario del Gran Maestre de Francia. Pasaron al claustro de la residencia, un bello jardín a la sombra de unos inmensos castaños. Una mesa con un ligero refrigerio los esperaba. Hacía calor.

– Tengo un encargo para vos, Rodrigo -dijo tendiéndole un vaso de agua fría con azahar.

– Decidme.

– El joven Saint Claire ha de permanecer en la Grande Tour. Estará vigilado en todo momento. Se han cursado misivas a Escocia, a su familia, y al Gran Maestre en Tierra Santa. Esperaremos instrucciones. Mientras tanto, debéis permanecer aquí.

– ¿Y qué haré?

– Aparte de asistir a los oficios, lo que os plazca. Os habéis ganado un descanso. Vuestros informes son excelentes. Mi gran amigo Jean de Rossal dice que os habéis comportado como un héroe. Al parecer, sois un tipo valioso.

– Pero, aparte de los oficios…

– ¿Sí?

– Me gustaría poder entrenarme.

– No esperaba menos. Todas las mañanas podréis hacerlo. En el patio, tras la iglesia, siempre que os plazca.

– Un soldado no debe dejar nunca de practicar.

– No os falta razón, Rodrigo. Se os ve hombre cabal.

– ¿Qué pasará con Robert?

– No lo sabemos, pero no debéis temer por su destino. Al parecer actuó en defensa propia. Esperemos instrucciones. Y ahora probad uno de estos pastelillos de almendra. Debéis reponeros.