– Sí, actuó en defensa propia, de eso no hay duda, pero…
– Se ha vuelto loco -dijo el otro.
Rodrigo ladeó la cabeza y el preboste de la orden añadió:
– No temáis, aquí se sabe todo. Haremos lo mejor, para vuestro joven amigo y para la orden.
Magister [8]
Contemplando aquellas inmensas instalaciones, Rodrigo comenzó a comprender que el Temple despertara envidias y ganara enemigos por momentos. Jean tenía razón, allí donde los Pobres Caballeros de Cristo ponían el pie, florecían los campos y se erigían iglesias y monasterios. Todo estaba impecablemente limpio y el suelo de juncos era renovado cada dos días. Los sirvientes barrían y arrojaban hierbas aromáticas, deparando al recién llegado una sensación de pulcritud y bienestar que contrastaba con la suciedad de los suelos de tierra de la mayoría de las casas, incluso las de los más nobles. Allí se cuidaba hasta el más mínimo detalle.
Arriaga dejó sus pertenencias sobre su catre de la hospedería y dio un paseo buscando a Toribio y a Giovanno. Los encontró poco antes de la cena y charlaron durante un rato. Estaban tan impresionados como él. Según le contaron, las caballerizas eran inmensas y albergaban multitud de bestias de los templarios de uno y otro confín, que paraban en el Temple de París a reponer fuerzas, a pedir instrucciones o a depositar el oro que venía ya a espuertas de las encomiendas de todo el Occidente cristiano. Después de advertir a Toribio de que no hiciera ninguna de sus escapadas nocturnas, le encomendó a Giovanno la tarea de vigilar a aquella suerte de sátiro que tenía por amigo y les dio permiso para tomarse el día siguiente libre y hacer lo que quisieran. Les dijo que hicieran otro tanto con el bueno de Tomás.
Cuando quiso darse cuenta, era la hora de la cena, de manera que acudió al inmenso refectorio en el que se daban cita templarios de todos los países, así como los que habitaban el Temple de París. Una vez más, el ambiente fue ascético durante el yantar. Un capellán leía un fragmento del Libro de los Salmos y nadie hablaba. Les sirvieron una menestra de verduras, vino aguado y una manzana. Acudió a completas y pudo charlar en el dormitorio con algunos compañeros antes de acostarse. Aquella orden era ya como un estado. La flota empezaba a ser la mejor de Occidente y, según decían sus confreres, las arcas de la Grande Tour estaban llenas a rebosar. Allí había hombres que venían de San Juan de Acre, de Gaza y de las encomiendas fronterizas con el moro de los reinos de Castilla y Aragón. Había caballeros escoceses, irlandeses, italianos y teutones. Todos unidos por un gran ideal.
Arriaga durmió como un niño hasta maitines, luego volvió de la oración y permaneció en una especie de duermevela hasta vísperas que, no obstante, le permitió descansar un poco. Después del amanecer acudió a las cocinas y tomó una rebanada de pan con manteca, algo de queso y vino caliente con canela. Salió del Temple a pie con la idea de estirar las piernas y pasear por los escenarios en los que transcurrió su juventud.
Notó que la gente lo miraba con respeto y se sentía orgulloso de lucir el manto blanco del Temple. Se había hecho coser una pequeña cruz roja en la capa, junto al hombro, a la manera en que ya comenzaban a hacer muchos Milites Christi. A pesar de que en la orden todo lo relacionado con la vestimenta -anchura, largo del faldón y pulcritud- era llevado a rajatabla, nadie había puesto inconvenientes a que los caballeros se cosieran dicho símbolo a la manera de los primeros cruzados.
Fue caminando sin prisa, parándose en los tenderetes y entrando en las tiendas a curiosear aquí y allá. Los comerciantes le pedían que regateara con ellos, que hiciera una oferta cada vez que se paraba a mirar un objeto, pero él no se atrevió a comprar nada. «Un templario no puede tener posesión terrenal alguna», pensó para sí.
Se llegó a la calle de la Vanierie, donde residía su profesor de latín y griego, un cura joven muy instruido al que todos llamaban el Canes domini porque, según decían las malas lenguas, había pertenecido a la orden de los dominicos, de donde fue expulsado por ser ¡demasiado duro! Sin duda era una de esas exageraciones que los estudiantes inventan sobre sus maestros para hacerlos más risibles. Se llevó una desilusión cuando le dijeron que el dómine Godard había muerto de peste hacía cinco años. No localizó tampoco a su profesor de álgebra y aritmética, un italiano llamado fray Ruggero, así que decidió hacer una visita al viejo Moisés Ben Gurión, su profesor de hebreo, un hombre que ya era anciano cuando él era un niño. Todos bromeaban diciendo que conocía el Libro Sagrado a la perfección porque él mismo había vivido los hechos que en él se narraban.
Llegó a la esquina de la Rue de Saint-Nicolas con la Rue Judas, a la amplia casa de su antiguo maestro, que vivía extramuros, en el barrio de Saint Pol, y llamó a la puerta. Abrió una doncella enteramente vestida de negro y Arriaga le preguntó por el bueno de Moisés. Ella lo miró de una manera que le resultó un tanto extraña, como poniendo mala cara, pero le hizo pasar a un pequeño salón tapizado con una mullida y bella alfombra de indudable origen oriental. Esperó de pie y al momento el viejo Moisés hizo su entrada en el cuarto. Rodrigo sonrió al ver que estaba prácticamente igual que cuando le conoció.
Era un hombre alto, de complexión más bien fuerte y siempre vestía una túnica o sayo negro que cerraba por delante con multitud de botones. Llevaba el pelo y la barba largos y blancos como la nieve. Tenía los ojos azules y utilizaba siempre un pequeño bonete de fieltro negro.
– Shalom, rabí -dijo Rodrigo inclinando la cabeza cortésmente.
El anciano contestó de manera cortante y con cara de pocos amigos.
– ¿Qué os trae por aquí? No creo que mi casa pueda interesar a un templario.
– Pero, Moisés, ¿no me conocéis? Soy yo, Rodrigo, ¡Rodrigo de Arriaga!
– ¿Rodrigo? -contestó el anciano esbozando una leve sonrisa.
– Sí, ¿no me recordáis?
El rabí puso cara de hacer memoria.
– Pues claro, pero… -repuso el anciano tornando más serio su rostro-. ¿Qué hacéis vestido así?
– He ingresado en el Temple -contestó el aragonés muy orgulloso-. He venido a París a un recado y he decidido hacer una visita a mi viejo maestro. ¿No os alegráis de verme?
– Sí, sí, desde luego… -dijo el anciano cambiando un poco su actitud al ver en el templario a aquel crío desvalido que llegó a París tras la muerte de su madre-. Pero ¿qué clase de anfitrión soy? ¿Habéis comido? ¡Qué tontería, seguro que no! Seguidme, Melisenda nos servirá.
A Arriaga, después de tantas jornadas de vida conventual, la comida en casa de Moisés Ben Gurión le pareció un banquete celestial. La joven sirvienta, Melisenda, había preparado un delicioso cabritillo asado con salsa de nueces que se deshacía en la boca. Brindaron con un buen vino de Burdeos y rememoraron los viejos tiempos. Hablaron a ratos en hebreo, lo que hizo que Rodrigo comprobara que su dominio de dicha lengua era cosa del pasado. Moisés le recriminó por ello. Se pusieron al día. El rabí le contó que su esposa había fallecido hacía cinco años y que había dejado de enseñar para dedicarse a sus estudios de la Torá y, principalmente, a la Cábala. Arriaga le contó su historia; su ascenso como espía y hombre de confianza del Batallador; la muerte de Aurora y su caída en desgracia. Le mintió sobre sus motivos para ingresar en el Temple. La inicial desconfianza del anciano al verlo convertido en templario desapareció en el transcurso de la comida. Pasaron a su gabinete, donde se sentaron en dos cómodos butacones y tomaron frutos secos con un vino dulce que a Arriaga le pareció extraordinario.
– ¿Qué tenéis contra los templarios, maestro? -preguntó Rodrigo de sopetón.
– No habéis perdido aquella costumbre que teníais de preguntar lo primero que os viene a la cabeza.