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Dijo que venía del otro lado de los Pirineos, de la zona que llaman el Languedoc, y a pesar de que no se relaciona en demasía con la gente del pueblo -excepto con el matrimonio que le guarda la hacienda-, suele bajar al mercado los domingos, oye misa si la hay y trata con amabilidad a los vecinos con los que ha tenido algún negocio. Según se dice, es de trato fácil, aunque le agrada perderse en sus tierras y se dedica a sus dominios y su ganado. Le gusta cazar.

Mañana es el día. No sé muy bien cómo, pero los lugareños predicen el tiempo con una fiabilidad pasmosa. Miran al cielo, sea de día o de noche, otean el viento y al rato te dicen «hará bueno» o «va a nevar durante tres días», y aciertan. Mañana por la mañana dicen que hará un día soleado, por lo que podremos acercarnos al valle de Estós para entrevistarnos con nuestro hombre. Espero que Nuestra Señora me ayude e ilumine en esta misión de la que depende el futuro de Nuestra Santa Madre Iglesia. Os mantendré informado.

Vuestro humilde servidor en Cristo,

Silvio de Agrigento

Rara avis

– Debo reconocer que, pese al frío, estas tierras tan dejadas de la mano de Dios no están exentas de belleza -dijo Silvio de Agrigento.

– No os falta razón, mi señor -contestó Tomás montado en su muía.

La mañana era extrañamente soleada, al menos tras tantas jornadas de nieve y frío. El guía los había conducido por un angosto camino que ascendía por un inmenso valle. Abajo, a la derecha, el río. Amplias masas de coníferas jalonaban las laderas. No tardaron mucho en llegar a un valle que se abría hacia la izquierda: Estós, lo llamaban. El silencio allí arriba era sepulcral. Pronto, en un par de semanas a lo sumo, comenzarían a cantar los pájaros, o eso había dicho el paisano que los guiaba. Al parecer, los lugareños estaban contentos porque la llegada de la primavera era inminente.

Tras una hora y media de camino llegaron a una pequeña planicie, una suerte de ensanchamiento en el cerrado camino siempre rodeado de verde espesura. A la derecha se adivinaban tres construcciones, una especie de gran establo y dos casas de madera, una de ellas más grande y la otra de dimensiones más reducidas. Según dijo el guía, esta última era la de los guardas, Matías y Eufrasia.

Un enorme mastín ladraba atado a la valla de un corral.

El lugareño que les asistía en aquella misión bajó de su muía y se encaminó hacia la más pequeña de las viviendas. Un hombre de talle recio y rostro coloradote salió de la misma e intercambió saludos con el recién llegado. Enseguida, tras hablar con el guía, se dirigió hacia la pequeña comitiva formada por cuatro extranjeros. La mujer apareció bajo la puerta de su casa y permaneció expectante.

– Síganme sus eminencias -dijo Matías a los recién llegados sin distinguir al diácono de sus sirvientes.

Silvio de Agrigento descabalgó e indicó a sus subordinados que hicieran lo mismo.

Mientras Matías llamaba a la puerta de la casa de su amo, el enviado de Roma echó un vistazo a las altas y nevadas cumbres que rodeaban aquel valle. Percibió una intensa sensación de paz.

En un momento, el guarda de aquella alejada finca dijo:

– Pasad, pasad.

El mulero quedó fuera con las bestias mientras el sargento y Tomás acompañaron a su amo al interior de la confortable casa de madera instalada sobre recios cimientos de piedra. Un hombre permanecía sentado frente a un acogedor y cálido fuego. Leía un libro de pequeño tamaño, quizás un breviario.

– Adelante, adelante -dijo levantándose-. Bienvenidos a mi humilde morada.

Silvio de Agrigento comprobó que su anfitrión era bien parecido, de unos treinta y tantos años, y que, pese a vestir un tosco jubón de cuero con calzas de lana y polainas de piel de vaca, conservaba un aire que delataba ciertas maneras cortesanas. Era el hombre, sin duda.

– Soy Silvio de Agrigento -dijo a manera de presentación el enviado del cardenal Garesi-. Estos son mis criados.

– Es un honor. Pier de Cernay -contestó el dueño de la casa iluminando su rostro con una amplia sonrisa-. ¡Eufrasia, vino para nuestros invitados!

La mujer, que había salido de la nada, se apresuró a servir vino caliente con canela a los huéspedes de su amo. Silvio de Agrigento tomó asiento junto al dueño de la casa. La estancia en la que se hallaban ocupaba toda la planta baja de la vivienda, era una especie de acogedor salón a la vez que cocina, pues tenía fogones y una inmensa mesa de roble presidía el amplio cuarto. El suelo de juncos había sido cambiado recientemente y olía a hierbas aromáticas.

– ¿Y bien? -espetó el dueño de la casa sin previo aviso.

– Excelente vino -dijo el clérigo intentando ganar tiempo.

No sabía cómo empezar. Se hizo un embarazoso silencio.

– Somos viajeros.

– ¿Aquí? -preguntó De Cernay-. Estos caminos no llevan a ninguna parte, al menos en invierno. Todos los pasos a Francia están cerrados. ¿Por qué venís a verme a mí precisamente?

– No, no, simplemente busco aire puro para mi torturado pecho; los médicos…

– ¿Aire puro en esta época del año? ¿Con este frío? En otro momento, en otra estación, no digo que no, los aires de este lugar son de beatífico efecto para la salud en primavera, en verano y en otoño. Sin embargo, ¿en pleno invierno? Para coger una pulmonía quizá sean buenos. Habéis esperado cinco días en el pueblo a que mejorase el tiempo para subir a verme.

– Estáis aislado aquí arriba. ¿De dónde sacáis esa idea? -repuso Silvio de Agrigento.

– Aquí lo sabemos todo. Matías va y viene al pueblo, se encuentra a otros vecinos… en fin, que aquí todo se sabe. La llegada de tan ilustres viajeros no pasa desapercibida en un pueblecito como éste. Además, en esta época del año poco más podemos hacer que cuidar del ganado resguardado en los establos y echar unos vinos con los vecinos. Cotillear, ya sabe vuecencia.

– No sois hombre sociable en demasía.

– Sí, sé que habéis hecho preguntas sobre mí. Digamos que vivo y dejo vivir.

Silvio de Agrigento se sintió en desventaja al comprobar que había perdido el factor sorpresa. Entonces, miró a sus dos sirvientes y dijo:

– Dejadnos a solas.

Los dos hombres salieron de la estancia intercambiando miradas de recelo.

Pier de Cernay hizo un gesto con la testa a su ama, que salió del cuarto acompañada por Matías, su marido.

Otro embarazoso silencio.

Los dos hombres se miraron a la cara como estudiándose mutuamente. El de Agrigento leyó cierto temor en el rostro de su adversario.

– La Santa Madre Iglesia os necesita -dijo de golpe.

Pier estalló en una violenta carcajada. Después de echar un trago de vino contestó:

– ¿A mí, a un pequeño e insignificante propietario de cuatro tierras perdidas en mitad de los Pirineos?

– Sois Rodrigo Arriaga.

Antes de que el clérigo hubiera terminado de pronunciar esas palabras, su interlocutor había saltado por encima de la mesa lanzándose sobre él y derribándolo de su silla.

Cuando quiso darse cuenta, Silvio de Agrigento estaba inmovilizado bajo el cuerpo de su agresor y sentía el frío acero de una daga en el gaznate. Apenas acertó a ver de reojo cómo su sargento, Giovanno de Trieste, alarmado por aquel ruido, derribaba la puerta de un puntapié y apuntaba al rostro del dueño de la casa con una ballesta cargada que ocultaba bajo su capa.

– Tranquilos, tranquilos… -acertó a decir el pobre clérigo sintiendo que un sudor frío le resbalaba por la frente.

Rodrigo Arriaga no reparó siquiera en la amenazante presencia del sargento papal, sólo miraba a los ojos a Silvio de Agrigento, como un lobo mira al cordero al que va a morder en la yugular. Entonces el cura decidió jugársela y dijo: