– Sí -apostilló Tomás.
– Debemos averiguar lo que contenía ese saco -dijo Rodrigo pensando en voz alta-. Me da la sensación de que este juego se complica.
Al rato, tras dejar unas monedas en la mesa, los tres se levantaron para abandonar la taberna. Fue en aquel momento cuando pensó en el cura del pueblo. Ahora que empezaba a sospechar que había algo raro en los manejos del Temple, necesitaría toda la información posible, y aquel sacerdote se había manifestado muy en contra de la encomienda de Chevreuse.
Seguro que se hacía eco de todos los rumores que circularan sobre la orden, por descabellados que fueran. Volvió sobre sus pasos y preguntó a Beatrice, que ya recogía la mesa que habían ocupado.
– Perdonad, el cura… ¿tiene casa en la sacristía o vive en…?
– El cura murió anteayer -repuso ella.
– ¡¿Qué decís?! -exclamó Rodrigo mirando a sus amigos.
– Sí, se partió el cuello junto al río. Debió de resbalar y chocó con una roca. Le gustaba pescar.
No podía creerlo. Jean había manifestado estar harto de aquel cura apenas unos días antes y ahora estaba muerto. Algo comenzaba a oler mal en torno a aquella historia. ¿Habrían sido capaces sus confreres de eliminar a aquel hombre? ¿Y Giovanno? Tenía que hacer algo.
– Beatrice -preguntó Arriaga-, ¿recordáis a aquel hombre que vino a verme? ¿Aquel con el que me reuní arriba, en uno de vuestros cuartos?
– Claro.
– Me dijo que se hospedaría cerca de aquí. ¿Os dijo cómo podría localizarle?
– Sí.
– ¿Cómo?
La joven no parecía muy comunicativa al respecto. Sin duda, el de Agrigento le había pagado bien, pero era evidente que ella se sentía en deuda con el templario. Se sorprendió mirándola a los ojos y pidiéndoselo por favor. Era hermosa.
– Puedo hacerle llegar una nota -contestó ella esbozando una sonrisa.
– De acuerdo -contestó él.
– Adelante -dijo Silvio de Agrigento.
Una figura embozada entró en el cuarto y se quitó la capa. La luz de una vela iluminaba de manera muy tenue la habitación de la posada en la que se entrevistaran más de dos meses atrás. Comenzaba a refrescar, pues corrían los primeros días de septiembre.
– ¿Cómo habéis salido de la encomienda?
– Por el mismo lugar por el que solía hacerlo Toribio en sus correrías nocturnas. Hay una pequeña puerta en el primer sótano, junto al almacén, que da a la cara norte. Tengo que volver antes de maitines, así que no dispongo de demasiado tiempo -respondió Arriaga mientras se sentaba.
– ¿Queréis un trago de vino? -preguntó el de Agrigento, recordando de nuevo su primera entrevista con Arriaga, cuando de pocas lo mató.
– Sí, vendrá bien.
El cura sirvió un buen vaso y el otro bebió a pequeños sorbos.
– ¿Y bien? -preguntó el secretario del cardenal Garesi.
– Giovanno murió hace diez días.
– Lo sé, leí vuestra nota. He venido lo antes posible.
– Murió en extrañas circunstancias. Yo creo que fue envenenado, pero Tomás y Toribio piensan que fue por la contemplación de un objeto que trajimos de París.
– ¿Qué objeto?
– No lo sabemos ni lo hemos podido averiguar. Creo que se llama algo así como Il Bapho… meti… No sé. Mirad, dómine, no he sido todo lo honrado que debiera con vos. Comencé esta misión con un propósito, pero no fui sincero con Giovanno y no le di la información que obtuve; no era gran cosa, pero…
– Lo sé.
– ¿Qué?
– Sí, Giovanno me mantenía al tanto. Me contó lo del joven Saint Claire, lo de su traslado a París… sé lo de la reunión de esos cinco en la cripta.
– Pero si yo no se lo dije…
– Toribio se lo contó y el bueno de Giovanno me hizo un informe.
– Vaya, ese bocazas no cambiará. Supongo que Tomás también os mantiene al día.
– No, Rodrigo, no. Tomás es un crío, un sirviente.
– Está asustado.
– Me imagino. Éste es un negocio difícil, os lo dije. ¿Comenzáis a creer en mi versión? -preguntó Silvio de Agrigento.
– Al menos creo que he visto demasiadas cosas raras. ¿Qué más sabéis?
– Giovanno me contó lo de vuestra entrevista con Moisés Ben Gurión. Sabemos lo de la desaparición de los siete sabios.
– ¡Vaya!
– ¿Y aún negaréis que el Temple no es trigo limpio?
– No lo sé dómine, no lo sé. Confieso que me había encontrado bien por primera vez en muchos años, que me importaba un bledo este negocio. Creía que vos y vuestro amo estabais un tanto obsesionados con vuestras intrigas palaciegas y habíais perdido el sentido, pero no sé, ¿cómo queda ahora nuestro trato? Os he fallado.
– No temáis, Silvio de Agrigento cumple su palabra. Mirad, si creéis que el Temple está limpio, proseguid con vuestra vida de monje guerrero; pero si os queda un atisbo de duda, sólo uno, deberéis cumplir la misión, se lo debéis a Giovanno.
– ¿Y Aurora?
– Cuando recibí vuestra nota cursé la orden. Ya ha sido exhumada y se le han dado los últimos sacramentos. Se bautizó a la criatura. Bueno, a los restos que quedaban en el féretro. Está enterrada en las posesiones de su padre, en el cementerio familiar. Descansa en paz, Rodrigo.
Arriaga se sintió en paz consigo mismo y se arrodilló para besar las manos de Silvio de Agrigento. No esperaba aquello, la verdad. Una gran sensación de serenidad lo invadió de pronto. Toda la pena, toda la culpa que había sentido y que le oprimía el corazón durante aquellos años fue liberada. Sintió una enorme tristeza por su amada, pues estaba muerta, pero algún día se reuniría con ella. Había ido al cielo. Ya no penaría más por estar enterrada en suelo no consagrado.
– ¡Gracias, gracias! -dijo entre sollozos.
– Levantaos, hombre de Dios. Fue una orden de mi amo, dadle las gracias a él.
Un largo silencio se estableció entre los dos. Rodrigo Arriaga parecía confundido, entre triste y alegre. Sollozaba y reía a ratos.
– Bien -dijo el cura-. Ahora sois libre. Aunque no habéis cumplido la misión nosotros os hemos pagado como si lo hubierais hecho. ¿Qué vais a hacer?
Rodrigo permaneció callado por un momento. Miraba con aire hipnótico al brasero que caldeaba la habitación.
– Pues cumplir con la tarea que me encomendasteis. Os lo debo. A vos y a Giovanno.
– Lo sabía. Nunca me equivoco al elegir a un colaborador -contestó el diácono con cara de satisfacción. Era obvio que su señor, Lucca Garesi, había acertado exhumando a la joven. Ahora Arriaga se sentía en deuda con ellos.
Mayor ignoratum rerum est terror [10]
– ¿Y no os pareció sospechoso? -preguntó Silvio de Agrigento tras escuchar los detalles de la ceremonia de iniciación.
Rodrigo de Arriaga contestó:
– No, Jean tiene una explicación para todo.
– ¡Por Dios, Rodrigo! ¿Negar a Cristo os parece normal?
– Parecía lógico; para ser como Pedro, el apóstol… era un símbolo…
El de Agrigento se tocó la barbilla con la diestra pensando y añadió:
– Y eso de «¡ha resucitado!», ¿qué sentido tiene? Esto resulta herético, sin duda. ¡Herético! ¡Negar a Cristo! Hay que acabar con esos malditos herejes, pero cada cosa a su tiempo, claro… Calma, calma. Tienen amigos poderosos.
– Sí, como Bernardo de Claraval.
– En efecto.
– Jean me contó que el Papa le debe la tiara a Bernardo.
– Y es cierto.
– Eso explica la bula Omni datum optimi -repuso Arriaga como el niño que se sabe la lección.
– ¿Y la conversación de Inocencio II en privado con el Gran Maestre?¿Y los gritos que escuchamos desde fuera? ¿Cómo explicáis que Su Santidad se encerrara luego a solas sin querer ver a nadie? ¿Y la fiebre cerebral que le aquejó esa misma noche? ¿Qué sentido le veis a que lo primero que hiciese tras recuperarse fuera dar las órdenes precisas para que se redactara esa bula? Yo os lo diré: el chantaje, un burdo chantaje.