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– Sí, puede ser. No digo que no.

Entonces Rodrigo le contó la alusión que Robert Saint Claire había hecho a «las familias» y a un «proyecto».

– ¿Qué familias? ¿Qué proyecto?

– Eso mismo le pregunté yo.

– ¿Y qué dijo?

– Incoherencias. Además, entró gente en el cuarto.

– ¡Vaya! -dijo el de Agrigento haciendo chasquear sus dedos con fastidio-. ¡Familias! ¿Qué familias? El joven Saint Claire podría sernos útil.

Rodrigo tomó la palabra y repuso:

– He hecho algunas averiguaciones al respecto de lo de las familias. Jean me explica todo al detalle. Ve con agrado mis preguntas, pues cree que quiero progresar en la orden. Dice que hay «grandes planes para mí».

– Pero ¿no sospechará de vos? Mataron a Giovanno.

– No lo sabemos seguro. Puede que su muerte fuera natural. Además, Jean me tiene en alta estima y me está convirtiendo en su mano derecha. Eso me da libertad de movimientos para entrar y salir de la encomienda a cumplir con sus recados. Como decía, he hablado largo y tendido con él, y es muy fácil leer entre líneas en la historia que cuenta. Me preguntabais por las familias, ¿no? Bien, pues he averiguado que teníais razón y que hay un espeso entramado, una red de complejas relaciones que une a las familias de los más importantes miembros del Temple. Esta red llega hasta Bernardo de Claraval. Nada es casual. Mirad, Bernardo era un joven de origen noble, conde de Fontaine, que un buen día decidió entrar en el Císter, lo que alarmó sobremanera a su familia, de tal modo que hasta su propio hermano se lo reprochó. Vamos, que se lo quitaron de la cabeza. No obstante, unos años después, así, de pronto, se presentó con nada menos que treinta y cinco familiares directos para ingresar en la orden. ¡Y uno de ellos era su propio hermano!

– Treinta y cinco… vaya. ¿Y el hermano era el mismo que…?

– En efecto, el que no quería que Bernardo entrara en la orden. ¿Qué puede llevar a treinta y cinco varones de una familia noble, de lo más granado de Francia, a entrar en una orden monástica? Esto me lo cuenta Jean como prueba de la iluminación que Bernardo proyecta sobre los que le rodean, pero yo creo que hay que ver más allá. Hasta aquí me seguís, ¿no? -Al ver que su interlocutor asentía, el templario continuó-: Bien, poco después, Hugues de Champagne, uno de los hombres más ricos y poderosos de Francia, dona al mismísimo Bernardo unos terrenos en el Valle de la Luz, en Clairvaux, donde aquél, acompañado de sus acólitos, funda el monasterio del mismo nombre; en mi idioma, Claraval. Curiosamente, el obispo de la diócesis lo nombra abad. El propio Hugues de Champagne está metido de lleno en el negocio, pues primero hace que un joven imberbe como Bernardo llegue a abad, así porque sí, a los veintipocos años. ¿De acuerdo? Y luego… ¿recordáis a Hugues de Payns?

– Claro, primer Gran Maestre del Temple, el fundador, amigo de Henry Saint Claire, padre de vuestro compañero Robert.

– El mismo. De Payns era vasallo de Hugues de Champagne. ¿Casualidad? Hugues de Payns era un noble de rango medio, no excesivamente rico. ¿Sabéis quién era su señor? ¿A quién tributaba?

– Al mismísimo Hugues de Champagne, el benefactor de Bernardo de Claraval -acertó Silvio de Agrigento.

– Pues sí, ¡qué casualidad! Los dos, Bernardo y el fundador del Temple, dependían de él. ¿Y qué tiene que ver Hugues de Champagne con el Temple? Al ser el señor de Hugues de Payns, ambos viajaron juntos en la cruzada junto a Henry Saint Claire. Luego De Payns y Hugues de Champagne, o sea, el deudor y su amo, fueron hasta tres veces más a Tierra Santa. Está claro que algún negocio tenían allí. Hugues de Payns fundó el Temple con otros ocho caballeros y su señor lo favoreció y le hizo grandes donaciones. Como sabéis, pasaron nueve años sin aceptar a nadie, sólo a un tal Fulco de Anjou, hombre poderoso también. Y apenas un tiempo después, ¿sabéis quién solicitó entrar en la orden como simple caballero?

Silvio de Agrigento puso cara de no imaginar quién, por lo que Rodrigo soltó de sopetón:

– ¡El mismísimo Hugues de Champagne! ¿Qué os parece?

¡El hombre más rico de Francia lo deja todo e ingresa en una orden monástico-militar para ponerse a las órdenes de su siervo Hugues de Payns!

– ¡Qué raro!

– En efecto. Jean me cuenta esta historia como ejemplo de voluntaria renuncia, de humildad, de pobreza, pero yo veo algo más. Es decir: un hombre inmensamente rico crea un mito, Bernardo de Claraval, y a continuación apoya, también con sus dineros, la fundación de una orden militar. Dicha orden requiere de un apoyo teológico para ser reconocida por el Papa: necesita una regla y entonces, en ese momento… ¿quién aparece?

– Bernardo de Claraval. Está clarísimo. ¡Lo tenían todo preparado! Manus manum lavat. [11]

– En efecto.

– De acuerdo. Todo está claro. Hugues de Champagne favoreció a Bernardo, luego a su siervo De Payns y, después, Bernardo legitimó al Temple ante el papado.

– No, no, aún hay más -dijo Rodrigo.

– ¿Más?

– Otro de los fundadores del Temple era André de Montbard.

– ¿Sí?

– Que es tío de Bernardo de Claraval.

– ¡Acabáramos!

– Es una red: Montbard, Bernardo y sus parientes, Hugues de Champagne, De Rossal (el padre de mi amigo Jean), los Saint Claire y por supuesto Hugues de Payns. Intrigan, ascienden, nombran papas…

– Sí, sí, está claro, pero ¿qué pretenden? -se preguntó Silvio de Agrigento.

– No lo sé, pero algo grande, seguro.

Quedaron en silencio y el cura sirvió más vino.

– Bien, bien -dijo-. Veamos, de momento lo más prudente es que continuéis iguaclass="underline" siendo un aprendiz perfecto para vuestro Jean. Cumplid sus órdenes e intentad progresar en la orden. Deberíais averiguar qué era esa «cosa» que vio Giovanno y cuál fue la causa de su muerte. Sea lo que fuere lo que había en ese saco, provocó que reforzaran vuestra comitiva con nueve caballeros. Debéis averiguar de qué se trata, es obvio que es importante. Por otra parte, lo de renunciar al crucifijo, y el «ha resucitado», son aspectos que deberíais ir tratando con Jean poco a poco.

– ¿Y lo de los sabios judíos?

– Es otro misterio. Sin duda los necesitaban para traducir o descifrar textos antiguos, algo que hallaran en el Templo de Salomón.

– Creo que nunca llegaremos a entender nada.

– Tened paciencia Rodrigo, tened paciencia. Nos encontramos ante algo grande, muy grande. Vamos a tardar años en averiguar lo que ocurre aquí. Sabed que el Temple es, hoy por hoy, muy poderoso. ¿Qué os parecieron sus instalaciones de París?

– Sencillamente impresionantes.

– No sabemos de dónde sacan tanto dinero. Hay quien comienza a rumorear que han dado con el secreto de la alquimia; no tiene otra explicación. Se han convertido en banqueros. Podéis depositar una cantidad de dinero, digamos, en París, y ellos os dan un pagaré. Luego acudís a cualquier encomienda del Temple, por ejemplo en Jerusalén, y os devuelven vuestro dinero. Así se puede viajar sin el riesgo que supone llevar grandes cantidades de oro. Además, son prestamistas. Creo que el mismísimo rey de Francia les debe un capital.

– Vaya.

– Progresad, haced lo que podáis, amigo.

– Debo irme. Dentro de poco tocarán a maitines.

– Id con cuidado.

– Lo haré.

Rodrigo inició de inmediato sus pesquisas. Decidió que lo primero que tenía que averiguar era qué habían traído de París en aquel cofre. Jean se había puesto muy contento al recibir el baúl. ¿Qué contenía?

Concluyó que lo mejor era preguntarle directamente. De hecho, el no haber mostrado curiosidad por ello podía parecer más sospechoso aún. Jean acostumbraba a dar un paseo a caballo por el valle todos los días, al atardecer. Le gustaba que los lugareños sintieran que vigilaba sus tierras, ya que era un señor duro y despiadado cuando se hacía necesario. De hecho, los tres paisanos que habían asaltado la posada enfrentándose a Rodrigo habían tenido que escapar, pues el comendador había ordenado que se les ajusticiara por haber levantado la mano contra un noble.

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[11] Una mano lava la otra.