Por otra parte, el cura que había provocado la desgracia de Robert Saint Claire había muerto desnucado. Qué oportuna muerte…
Rodrigo sabía que bajo sus maneras amables Jean de Rossal escondía un talante duro y despiadado. Al comendador le agradaba que Rodrigo lo acompañara a todas partes. El aragonés se estaba convirtiendo en una suerte de secretario de Jean, que delegaba en él más y más funciones.
Una tarde, aprovechando sus largas conversaciones en los paseos a caballo al caer el sol, Rodrigo le preguntó:
– Jean, ¿qué contenía el cofre que trajimos de París?
El comendador sonrió.
– Me extrañaba que no me hubierais hecho esa pregunta.
– Me habéis enseñado a obedecer sin preguntar.
– Bien dicho, hermano. Pues contenía algo muy valioso.
– Lo imagino.
– Es algo… muy querido para nosotros.
– ¿Un Cristo?¿Una Virgen?
De Rossal rio a carcajadas.
– No, Rodrigo, no era un Cristo. Es algo que ahora no podéis conocer… no estáis preparado.
– Quiero saber, Jean, quiero conocer.
– Las cosas no son sencillas. El camino de la iluminación no es fácil. Se necesita ir poco a poco, que un maestro os guíe.
– Estoy dispuesto a ello.
– No me cabe duda, Rodrigo.
– Tengo treinta y siete años, no soy un niño.
– Sí, pero habéis de tener paciencia. Estáis llamado a grandes cosas.
– ¿Relacionadas con el hebreo?
– Siempre fuisteis muy perspicaz. Sí, en parte.
– Recuerdo que me dijisteis que mis conocimientos de hebreo podían ser útiles a la orden, pero debo deciros que temo haberlo olvidado. La falta de práctica.
– No necesitareis mucho tiempo para poneros al día, seguro.
– Pero necesitaré un maestro. Y que sea bueno. ¿Tiene la orden maestros que puedan enseñarme el idioma de los judíos? -preguntó pensando en los siete sabios desaparecidos diez años atrás. Quizá con esa excusa lograría averiguar su paradero.
Jean pensó por un instante.
– La orden, no. Pero unos buenos amigos, sí.
– ¿Quiénes?
– El Císter. Cuando Bernardo de Claraval fundó su monasterio en Clairvaux se dedicó a estudiar numerosos textos hebraicos ayudado por célebres sabios judíos. Creo que dichas lecturas fueron traídas por Hugues de Champagne desde Tierra Santa, tras la cruzada.
– ¿Y de eso hace…?
– Pues, tras la Cruzada. Unos veinticinco años.
Rodrigo pensó que aquellos sabios no eran los desaparecidos hacía diez años y que los documentos no podían ser los hallados en el Templo, pues se encontraron más tarde, en 1128.
– Gracias a sus lecturas sobre enseñanzas hebraicas, Bernardo alcanzó un alto grado de iluminación espiritual. Creo que en Clairvaux siguen contando con buenos maestros de hebreo. Mirad, Rodrigo, se me ocurre una idea: intentaré que podáis ir allí. Cursaré las solicitudes pertinentes.
– ¿Nunca hemos contado con la ayuda de buenos sabios judíos? -se arriesgó a preguntar Rodrigo-. Me refiero al Temple.
– No, no, creo que en eso siempre nos ayudó el Císter.
Era evidente que si en algún sitio se sabía algo de los siete desaparecidos, aquel lugar era Clairvaux. Podía ser una buena oportunidad. No perdía nada por intentarlo.
– Jean, ¿y el objeto?
– ¿Sí?
– El que traje de París.
– No os lo puedo decir ahora, pero pronto lo sabréis. Os lo merecéis, sin duda. Seréis un iniciado. -Y con esa enigmática frase dieron por terminada la conversación.
Durante las jornadas siguientes, Rodrigo volvió a emplearse a fondo para ser un buen templario. Silvio de Agrigento le había insistido en que no debían verse, pues era algo que podía perjudicar a la misión, así que una vez por semana bajaba a la posada y entregaba una carta a Beatrice, que la joven hacía llegar al secretario de Lucca Garesi.
Tras el toque de maitines, los caballeros, semivestidos, acudían a la pequeña capilla donde rezaban treinta padrenuestros; después, iban a las cuadras a dar de comer y cuidar personalmente a sus caballos de combate, para luego descansar un poco antes del amanecer. Ése era el momento que solía aprovechar Arriaga para bajar a toda prisa a la posada y entregar el informe a la joven. Ella aparecía en camisón, sin ponerse siquiera una manta o un chal por encima, por lo que Rodrigo adivinaba el perfil de sus tersos pechos tras el inmenso escote rematado en una especie de lazo que cada vez anhelaba más desatar. Solía abrirle por la puerta trasera, con el pelo alborotado y los ojos verdes brillando a la luz de la palmatoria que sostenía en su mano. Olía muy bien. Gracias a ella fue reparando lentamente en que llevaba muchos años sin estar con una mujer.
El templario comenzaba a preguntarse qué hacía allí. Era libre para volver al Pirineo a cuidar de sus tierras y sus animales. Aurora descansaba en paz. Silvio de Agrigento le había dicho que era libre, que podía ausentarse cuando quisiera. ¿Por qué se sometía a aquel riguroso régimen de vida que asfixiaría al más pío de los santos? La verdad era que el reverendísimo Lucca Garesi y su secretario habían mostrado una generosidad que lo había conmovido. Era evidente que no les interesaba contar con agentes poco convencidos de su misión, así que, tras la muerte de Giovanno, habían decidido prescindir de sus servicios. O era eso o que eran muy inteligentes, porque su generoso gesto para con Aurora, añadido a la muerte de Giovanno, había provocado que Arriaga se implicara de nuevo en la misión al sentirse en deuda con ellos. Y de veras.
En el fondo tenía que reconocer que si no volvía a casa no era sólo por lo de Giovanno o porque hubieran cumplido su parte del trato con Aurora. Debía admitir que había recuperado las ganas de vivir gracias a aquella misión. Había vuelto a experimentar la emoción, la zozobra de sus días de espía, el aroma del riesgo. Y eso le gustaba. Además, allí había muchas cosas raras. Se sentía intrigado.
¿Podía esa «cosa» haber matado a un tipo robusto como Giovanno? ¿Qué era? ¿Cómo podía un objeto inerte asesinar a alguien? ¿No habría muerto de muerte natural? Quizá por el miedo, por la sugestión…
Luego estaba su ceremonia de iniciación: aquellas extrañas frases… La negación de Cristo… «¡Ha resucitado!»… Por no hablar del misterio de los siete sabios judíos desaparecidos. Según dijo Jean, los hermanos del Císter, o sea, Bernardo y sus acólitos, ya habían estado traduciendo textos hebraicos desde 1115, año de la fundación de Clairvaux, luego, ¿por qué habían secuestrado a siete sabios en 1130, varios años después? Quizá los caballeros templarios habían dado con algo en las ruinas del Templo que no podían traducir los judíos que ayudaban a Bernardo en Clairvaux, o con algo secreto. Sí, eso era. Secreto.
Jean también había explicado que antes de eso Hugues de Champagne y su entonces siervo, Hugues de Payns, habían traído escritos judaicos tras la cruzada, antes de fundar la orden. La mente afilada y analítica de Rodrigo comenzó a imaginar una secuencia de acontecimientos: una serie de familias del Occidente cristiano tienen un «proyecto» relacionado con el Templo de Salomón. Hugues de Champagne, hombre rico y poderoso, construye un monasterio al joven Bernardo, que previamente se ha encargado de entrar en el Císter con más de treinta acólitos. Bernardo y sus monjes traducen multitud de escritos salidos de no se sabe dónde. Quizá los tenían aquellas familias. Posteriormente, Hugues de Champagne acude a Tierra Santa acompañado de su deudor, Hugues de Payns y de otros miembros de la conspiración como Henry Saint Claire. Van y vienen varias veces de Palestina, inspeccionan el terreno y traen más documentos para los cistercienses y sus sabios judíos. Luego Hugues de Payns funda el Temple y consigue que los emplacen en las caballerizas del palacio, o sea, sobre el antiguo Templo de Salomón. Excavan y a los nueve años hallan algo, lo traen a Europa y entonces ¡secuestran a siete sabios judíos! ¿Por qué? ¿Y por qué no utilizar a los colaboradores que Bernardo ya tenía en Clairvaux? Evidentemente, porque aquello suponía un gran secreto. ¿Dónde estarían aquellos sabios? Muertos, sin duda. Si los siete sabios hubieran descifrado algo grande, lo normal hubiera sido eliminarlos. Claro, eso era: estaban muertos. Era obvio que algo habían hallado. El Temple era rico y parecía extorsionar hasta al mismo Papa, pero ¿qué era lo que sabían?