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Rodrigo se proponía averiguarlo. Como decía Silvio de Agrigento, aquel era un trabajo a largo plazo. Tardaría años en poder ascender en la orden, en llegar a cotas de responsabilidad tan altas como para saber la verdad, pero no le importaba. Ahora se trataba de un reto personal. Se sabía valioso.

Por ejemplo, en la misma encomienda de Chevreuse, todos los caballeros excepto Jean eran analfabetos. Rodrigo hablaba varias lenguas e incluso chapurreaba el árabe. Además, había luchado contra el moro en la península, nada menos que a las órdenes de Alfonso I el Batallador, uno de los monarcas más queridos por el Temple. Por si todo esto fuera poco, era amigo personal de Jean de Rossal, que le tenía en alta estima; se había ganado la amistad del joven Robert Saint Claire y además le había salvado la vida actuando con suma discreción en el asunto de la posada y el traslado del reo a París. Sí, tenía un brillante futuro en la orden y debía tener paciencia, mucha paciencia.

Sumido en estos y otros pensamientos, llegó donde la posada. Era noche cerrada. Beatrice le esperaba, pues se adivinaba una luz a través de la membrana de piel que recubría las ventanas. La chica abrió la puerta trasera y salió a su encuentro. Olía a brezo y a tierra mojada. Él le entregó la carta y ella le invitó a pasar a la cocina a tomar algo de vino caliente con canela. Corrían los primeros días de octubre y hacía frío. Hablaron durante un rato. Ella se interesó por su vida anterior; sobre todo quería saber si había estado casado.

Él le contó que la vida de un hombre de armas no es para tener esposa e hijos. No pudo evitar el recuerdo de su padre, siempre ausente por las guerras de su señor. También le contó lo de Aurora. Conforme iba narrando aquella desgraciada historia iba advirtiendo que se deshacía del peso de su culpa. Ella yacía en paz. Algún día se reencontrarían. Se sintió mejor, como desahogado. Beatrice sabía escuchar. Él le pidió que hablaran de ella. La joven no había conocido otro mundo que el trabajo en la posada con su padre, un buen hombre. Su madre había muerto en el parto.

Cuando vino a darse cuenta, estaban a punto de tocar vísperas. Tuvo que correr sendero arriba para llegar a tiempo.

20 de octubre del Año

de Nuestro Señor de 1140

A la atención de Su Paternidad, Silvio de Agrigento,

de parte de Rodrigo de Arriaga

Estimado hermano en Cristo:

No puedo contar en estas letras que hemos progresado mucho en nuestro encargo pues sería faltar a la verdad. Tanto Toribio como Tomás o este humilde caballero intentamos por todos los medios averiguar algo nuevo respecto a esta hermética orden, pero la verdad es que no es fácil. Algo hemos adelantado; por ejemplo, tanto Toribio como yo nos hemos hecho eco de ciertos rumores que corren por el pueblo que dicen que hay un túnel que comunica los subterráneos del château con una cripta bajo la iglesia de la villa. Para que os hagáis una idea, también se dice en el pueblo que los templarios no ahorcaron al joven Saint Claire sino a un estafador, y que Robert escapó al Temple de París y de ahí a Tierra Santa. Como veis no andan desencaminados, así que creo que no es descabellado dar cierto crédito a las cosas que averigua el pueblo llano. Si lo del túnel fuera cierto y lo de la cripta también, tendríamos una respuesta a uno de los enigmas que más nos ocupan: ¿dónde guardan el cofre con esa cosa que mató a Giovanno?

He registrado toda la encomienda, con disimulo, claro, y no he hallado nada; ni en la capilla ni en el despacho de Jean hay nada. Sólo nos queda por registrar esa estancia misteriosa junto a los calabozos donde se reunieron en secreto Jean y otros cuatro aquella noche en que celebraron la extraña ceremonia.

Por otra parte, os diré que Jean aumenta por momentos mis atribuciones y me consta que alguien de «arriba» ha ordenado que se me envíe a Clairvaux a refrescar mi hebreo. Creo que será durante un mes, pero no sé cuándo. Con respecto al destino del joven Saint Claire, siguen pensando que yo mismo lo acompañe a las tierras de sus padres en Escocia escoltados convenientemente, pero según dice Jean el turbado estado de su espíritu no aconseja aún sacarlo de la Grande Tour del Temple de París. Por lo demás, aquí todo sigue igual, la misma rutina, los entrenamientos matutinos y la vida monacal. Debo reconocer que, como militares, estos templarios no tienen rival. Son duros, disciplinados, se entrenan y mantienen el material en perfecto estado. Su estructura militar asegura que las órdenes se obedecen al momento y sin temer las consecuencias para la integridad física del individuo. La salvación del alma si se cae en combate está asegurada. Nos ejercitamos a diario. Nos dividimos en «hombres de armas», y cada uno de éstos no es una sola persona sino el conjunto formado por un caballero y cuatro soldados -dos sargentos y dos armigueros- que combaten junto a aquél como un solo hombre. Los ejercicios que practicamos son continuos y todo el mundo sabe lo que tiene que hacer en combate. No me extraña que los infieles nos teman.

Espero poder haber avanzado algo más en mis pesquisas en mi próxima misiva. Sobre todo en lo referente a «esa cosa», al lugar donde se oculta y al misterioso túnel.

Vuestro Hermano en Cristo,

Rodrigo Arriaga

Clairvaux

Rodrigo supo que partía hacia Clairvaux unos días más tarde, justo después del servicio de la hora tercia, así que en cuanto pudo se apresuró a escribir una misiva a Silvio de Agrigento en la que le relataba los últimos acontecimientos. Tras la cena durmió bien hasta maitines y después de los rezos y de la atención debida a su caballo esperó a que todos volvieran a dormir. Entonces bajó a la posada. Beatrice no lo esperaba, por que abrió la puerta medio dormida y sonrió al verlo. Rodrigo pudo leer la decepción en sus ojos cuando le dijo que partía de manera inminente hacia Clairvaux para recibir lecciones de hebreo. Sintió una gran satisfacción al ver que la moza parecía algo contrariada, aunque le explicó que, en principio, sería sólo por un mes. Él le entregó la carta y ella le dijo:

– Pasad.

Él la siguió pensando que iban a la cocina a tomar algo de vino o un poco de cerveza, pero ella lo tomó de la mano y lo guió escaleras arriba. Todo ocurrió de manera natural, como si estuviera así escrito desde siempre. El cabello de ella olía a lavanda y jadeaba. No recordaba la última vez que había estado con una mujer ni quería recordarlo. Beatrice era ardiente. No era moza. Rodrigo se dejó llevar. Sintió que una gran energía se liberaba durante el clímax, como si hubiera estado reprimiendo algo grande durante mucho tiempo. Quedaron abrazados, dormidos. Volvieron a hacer el amor al amanecer.

Entonces, como el que sale de un sueño, como el que ha perdido la cabeza, Rodrigo saltó del lecho sobresaltado. ¡Había perdido el oficio de laudes! Se despidió de ella apresuradamente y corrió camino arriba. Cuando llegó se cruzó con Jean, que lo miró con aire despectivo. El intentó inventar una excusa sobre la marcha. Había cometido una falta grave y sería castigado por ello. Entonces, sorprendentemente, De Rossal le espetó: