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Llegamos al fin del túnel y hallamos una escalera de piedra. El canto siniestro de aquellos hombres sonaba más cercano. ¡Cantaban en hebreo! Una melodía sorda, grave y repetitiva. Reconocí sus palabras. Eran del Libro de los Salmos, de David. Comencé a traducir:

– Bendeciré… a Jehová en todo tiempo… Su alabanza será… será… siempre en mi boca…

– Pero, entonces… ¿son judíos? -preguntó Tomás.

Toribio y yo chistamos para que el joven callara y nos asomamos a un saliente de las escaleras. Vimos una cripta que estaba, sin duda, situada bajo la iglesia del pueblo. Allí, rodeando una mesa de piedra redonda, había cuatro personajes encapuchados que vestían amplios hábitos blancos. Sabía quiénes eran, pues los identifiqué en su reunión anterior, si bien esta vez faltaba el joven Saint Claire. Cantaban el salmo una y otra vez, y aquello ponía los pelos de punta. En el centro de la mesa estaba el cofre que contenía el misterioso objeto.

¿Qué era aquello que había matado a Giovanno? Debo confesar a Su Paternidad que sentí miedo de veras. Entonces, por una vez, dudé. Temí por mí mismo y por mis sirvientes.

– Tapaos los ojos -dije.

– ¿Qué? -respondieron ellos al unísono.

– ¡Vamos! -repuse enérgicamente.

Los encapuchados se inclinaban como adorando aquel objeto que, oculto en el cofre, amenazaba nuestras vidas. ¿Podría aquella cosa matar a alguien con su sola contemplación? ¿Era eso lo que había ocurrido con Giovanno? Recordé el único objeto que conocía con poder para matar a un hombre con su simple visionado: el Arca de la Alianza. De inmediato deseché ese pensamiento, pues el cofre era demasiado pequeño como para contenerla.

– Si me ocurre algo sacadme de aquí a rastras -dije en un susurro.

El chasquido de la cerradura indicó que los templarios iban a sacar aquel objeto, así que Toribio y Tomás agacharon la cabeza y yo me giré hacia el lugar donde los cuatro caballeros se habían quitado las capuchas. Uno de ellos, Beltrán, sacó unos pañuelos húmedos de un cubo y de inmediato se los ataron a la boca. Así, embozados, abrieron la tapa del cofre, que chirrió sobre sus propias bisagras. Comenzaba a entender aquello. Recordé que los caballeros que lo habían empaquetado en el Temple de París también estaban embozados.

Con mucho cuidado y portando guantes sacaron el saco de arpillera del cofre. Entonces Jean se puso en medio. Me cortaba la visión y sólo pude intuir lo que hacían. Supe que sacaban esa «cosa» y que la limpiaban con paños húmedos que habían vuelto a sacar del cubo.

– ¡Lo sabía, lo sabía! -dije por lo bajo.

– ¿Sabíais qué? -dijo Toribio, que permanecía con la cabeza agachada y los ojos cerrados.

Los templarios se aplicaron durante un buen rato a la tarea de frotar aquello con los paños. Seguía oculto a mis ojos. Sabía que Giovanno había muerto envenenado, así que ya no temía verlo; es más, ardía en deseos de contemplar aquel objeto. Entonces, justo cuando Jean se iba a hacer un lado, el tonto de Tomás hizo un ruido haciendo rodar un canto. Tuve que tirarme al suelo de golpe. Los templarios interrumpieron su quehacer.

– ¿Qué ha sido eso? -dijo una voz.

– Miaaauuuu… -farfulló Toribio, haciendo gala de las habilidades adquiridas en sus correrías nocturnas. Debo reconocer que no conozco a nadie que imite mejor el canto del grillo, el ulular del mochuelo, los aullidos de los perros o el maullido de un gato.

– Es un gato -dijo Jean-. Tranquilos.

– Voy a ver -comentó otra voz, lo que me puso los pelos de punta.

Empujé a aquellos dos idiotas que tenía por compañeros y volvimos semiagachados por el túnel que nos había llevado a aquel tétrico lugar.

Cuando respiré el aire puro y fresco de la noche, me maldije por no haber podido contemplar el objeto. ¿Qué sería aquello?

Antes de despedirme les insistí en que debían estar tranquilos. Giovanno había muerto envenenado.

– ¿Cómo? -preguntó Toribio.

– Sí. Yo tenía razón. Ese objeto, sea lo que sea, ha sido cubierto con una capa de polvo, quizás obtenido a partir de serrín y cubierto con algo de resina para que las partículas del veneno sean respiradas por el infortunado. Cianuro y digital; eso es lo que lleva ese polvo. Por eso los caballeros se cubrieron la boca con trapos húmedos que ataban a su nuca, para no respirarlo. Y por eso limpiaban el objeto con trapos humedecidos, para quitarle los residuos de veneno. Como el veneno queda apelmazado entre las pequeñas partículas de serrín y la resina hace que tarde más en liberarse, por eso Giovanno tardó unas horas en morir. Es ingenioso: si alguien roba o contempla el objeto sin permiso, muere envenenado en pocas horas al respirar ese polvo mortífero.

– Vaya -exclamó algo liberado el joven Tomás.

– Ya no tenemos que temer intervenciones diabólicas. El mal en este mundo es cosa del hombre -sentencié antes de irnos a dormir.

Cuando me eché en mi catre respiré aliviado. Ya veis, vuestro fiel sargento Giovanno de Trieste no murió por la contemplación de algo maligno, sino por el polvo venenoso que lo impregnaba.

No hemos vuelto a tener ocasión de contemplar esa «cosa», pues de inmediato me dijeron que partíamos hacia Clairvaux.

Espero aclarar algo allí. Os enviaré una misiva en cuanto pueda.

Vuestro hermano en Cristo,

Rodrigo Arriaga

Rodrigo y la compaña llegaron a Clairvaux siguiendo el curso del río Aube. El cauce discurría por un estrecho valle que separaba dos montañas que iban desapareciendo poco a poco al acercarse a la abadía. Justo cuando el valle empezaba a ensancharse, uno se topaba con el muro que protegía los inmensos huertos del monasterio. El cansado espía comprobó maravillado que los cistercienses habían logrado hacer de aquel lugar un remanso de paz y un enclave próspero, repleto de huertos y campos de frutales. Cuando Bernardo de Claraval se hizo cargo de la donación que le hiciera Hugues de Champagne, aquel valle, remoto y aislado, era un refugio de ladrones. De inmediato lo llamó el Valle de la Luz, Clairvaux, y tanto él como sus monjes se pusieron manos a la obra. Su trabajo había dado fruto de veras.

Conforme atravesaron la puerta de acceso al huerto que les franqueó un novicio que los esperaba, se dieron de bruces con un panorama edificante. Aquellos dedicados monjes habían dividido el curso del río en dos: hacia la izquierda, un ancho canal de cristalinas aguas se adentraba en las tierras del monasterio; hacia la derecha, el río seguía su curso natural. El novicio tomó a duras penas la brida del caballo de Rodrigo y los guio por aquellas inmensas instalaciones. Según avanzaban contemplaron desde sus monturas que aquellos laboriosos frailes habían ido dividiendo el canal en pequeñas acequias que delimitaban espacios regulares, casi todos de sección rectangular. Por esos pequeños canales discurría el agua con viveza, irrigando la tierra donde se cultivaban verduras y hortalizas y proporcionando el lugar ideal para el desove y la cría de inmensas truchas y carpas que habrían de completar la estoica dieta de los cistercienses.

Tras aquellos huertos regados profusamente por numerosos canales que se entrecruzaban, se advertían otros dedicados enteramente al cultivo de árboles frutales. Había multitud de variedades: manzanos, cerezos, ciruelos y perales, todo cuidado ron mimo por los hacendosos frailes.

El complejo de edificios que delimitaban el monasterio era impresionante. Había cuadras, talleres e incluso un magnífico molino que aprovechaba las aguas que ya habían sido utilizadas y volvían al río Aube, extramuros. Para ello, los confreres de Bernardo habían excavado una poza en una especie de curva que hacía el canal, provocando un salto de agua que daba fuerza suficiente para mover las inmensas muelas que habían de triturar el trigo. Había bodegas y tenerías para los curtidores. Aquello era, en verdad, como una pequeña urbe.