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Al llegar a la hospedería los recibió el cirellero que, obviamente, los esperaba.

– Pax et bonum -dijo.

Ellos contestaron lo mismo al unísono.

Los tres descabalgaron y mientras Tomás acompañaba a dos novicios para acomodar las monturas en los establos, Toribio y Rodrigo acompañaron al hermano cirellero, Paulus, a un inmenso dormitorio para huéspedes. Según les dijo el fraile, era idéntico al que poseían, justo al otro lado del claustro, los monjes que habitaban el cenobio. Ambas estancias estaban situadas en la primera altura del edificio, aunque a la distancia necesaria para que los visitantes no importunaran la tranquila vida de los monjes. Pudieron descansar hasta vísperas en sus incómodos catres, hora en que se encontraron con Tomás en el exterior de la abadía. No asistieron al oficio. Charlaron un rato con el crío y luego acudieron a la cena en el refectorio de visitantes, que estaba separado del de los monjes por un consultorio, la despensa y la cocina. La cena fue frugal y el ambiente severo. Rodrigo vio que al fondo de la mesa comían cuatro hombres entrados en años, de rostro serio y luengas barbas, que llevaban bonete al estilo de los maestros judíos. Había frailes de otras órdenes que sin duda habían acudido allí a traducir o copiar algún ejemplar de la bien nutrida biblioteca y peregrinos de distintas nacionalidades. Cuando tocaron a completas, acudieron a la iglesia atravesando el sólido y hermoso claustro. La abadía y su entorno eran de indudable belleza, pero no se podía decir que Bernardo hubiera caído en el error de decorarla con los lujos que tanto criticó a Cluny. La capilla era grande. Al fondo estaba el coro para visitantes y el resto del personal laico. Justo delante del altar mayor se situaba el coro de los monjes, que llegaban al mismo por una escalera llamada de maitines y que comunicaba la iglesia directamente con su dormitorio. La iglesia tenía planta de cruz latina y, aunque amplia, resultaba austera, reflejando el carácter duro y ascético de aquella orden que surgió como una escisión de la de Cluny, cuyas costumbres, según Esteban Harding, se habían relajado un tanto.

El oficio fue corto. Junto al capellán, Rodrigo identificó a un hombre alto, delgado, que rondaba la cincuentena. Su pelo rubio y barba rojiza le daban un cierto aire juvenil. Era Bernardo de Claraval. Poseía un cierto halo de paz que exhalaba en todos y cada uno de sus movimientos. Era un tipo fibroso, acostumbrado al ayuno y al ejercicio vigoroso de la vida de monje: ora et labora. Al acabar el rezo, fueron a dormir. No se levantaron para asistir a maitines. Al salir el sol fueron al oficio de laudes y al refectorio, a desayunar. Un monje joven fue a buscar a Rodrigo al comedor, y Toribio quedó libre para pasear por aquellas tierras a su antojo. El novicio condujo a Rodrigo por el claustro hasta el scriptorium, donde trabajaban afanosamente una docena de monjes cistercienses y algunos invitados a los que había visto en el comedor, todos ellos religiosos de otras órdenes. Los judíos trabajaban al fondo, embebidos en sus propios volúmenes y documentos.

– Esperad aquí -dijo el joven cisterciense.

Al momento volvió acompañado por un hombre de aspecto docto que debía de rondar los sesenta años.

– Éste es Isaías Guior, vuestro maestro en Clairvaux -repuso el joven.

– Shalom -dijo Rodrigo.

– Shalom -contestó el otro-. ¿Tuvisteis buen viaje?

– Sí, bueno y tranquilo.

– Me alegro.

– Vaya, qué casualidad, Guior, «valle de la luz» en hebreo, como Clairvaux en francés…

– En efecto -contestó el maestro-. Caprichos del destino. -Cambió de tema y preguntó-: ¿Descansasteis bien?

– Sí, sí, he dormido como un niño.

– Entonces comenzaremos las lecciones de inmediato. Fray Bernardo en persona me ha pedido que me esmere con vos.

– ¿Podré conocerle? -dijo Rodrigo al novicio.

– Os recibirá en su despacho antes de la comida -contestó el joven monje.

– Muy bien -dijo Rodrigo-. ¿Estudiaremos aquí, en el scriptorium?

– No -repuso el judío de luenga barba-. Lo haremos en nuestra habitación, junto a la tenería. El olor es algo fuerte pero tendremos la tranquilidad necesaria. Tomaréis lecciones todas las mañanas, desde laudes hasta la hora tercia. El resto del día lo dedicaréis al estudio personal y a vuestro entrenamiento militar, si os place.

– Perfecto.

– Bien, pues seguidme entonces. Gracias, Pierre -dijo el rabí despidiendo al monje.

Salieron al claustro, donde el ir y venir de monjes portando pergaminos y volúmenes en dirección a la biblioteca sorprendió a Rodrigo. Maravillado ante aquel panorama, siguió a su mentor. Era más menudo que Moisés Ben Gurión aunque parecían cortados por el mismo patrón: vestían de manera similar, muy rigurosa, de negro y sin artificios, y sus modales eran serios, sin chanzas ni sonrisas innecesarias.

Salieron del enorme edificio y se encaminaron hacia las habitaciones que tenían los maestros judíos cerca de las tenerías. Rodrigo reparó en que pese a utilizarlos como sabios de renombre, los cistercienses habían dispuesto a los judíos unos aposentos junto a la zona que peor olía en el recinto de Clairvaux. Un monje y tres novicios se afanaban en apalear algunas pieles, metidos hasta los tobillos en pozas de arcilla con agua de distintos colores. No parecía importarles el frío.

Enseguida llegaron al cuarto de Isaías. Era amplio y desde el mismo se divisaba el molino. Una puerta daba acceso a una habitación de tamaño superior, una suerte de estudio donde sobre una inmensa mesa descansaban cientos de añosos pergaminos. Olía a polvo y a madera vieja. Unas vetustas estanterías tapizaban la estancia, albergando libracos y viejos documentos.

– No solemos trabajar aquí durante el día; lo hacemos en el scriptorium. Hay libros que los monjes no quieren que saquemos. Por la noche, estudiamos aquí.

– ¿Cuántos sois, rabí?

– Seis.

Rodrigo pensó en los siete sabios desaparecidos de París.

– ¿Y venís de…?

– Yo soy de Lyon, y mis otros hermanos del resto de Francia.

– ¿Alguno proviene de París?

– No, ninguno. ¿Por qué?

– Por si conocía a alguno de ellos -mintió.

Alguien llamó a la puerta. Isaías abrió y apareció otro novicio.

– El recado de escribir -dijo el judío-. Sentaos, Rodrigo.

Cuando el monje los dejó a solas el maestro quitó de en medio algunos papeles y se sentó junto a su nuevo alumno. De inmediato comenzó la lección. Rodrigo comprobó algo azorado que su hebreo escrito había empeorado bastante con el paso de los años. Una cosa era chapurrear, hablar con algún hijo de Sión e intercambiar cuatro frases corteses, pero escribir una lengua de signos distintos a la propia que no había utilizado en tanto tiempo…

Isaías era un maestro exigente. Desde el primer momento demostró a su alumno que no era amigo de perder el tiempo. Rodrigo comprendió que aquello no beneficiaba a sus propósitos, pues se había planteado sonsacar al viejo judío entre ejercicio y ejercicio y éste no parecía proclive a la conversación vana o a las familiaridades excesivas. De hecho, el alumno se ganó una buena reprimenda sólo por haber escrito mal la letra s, la equivalente a nuestra en la frase «el caballo es bueno».

El rabí insistía en que la caligrafía había de ser perfecta.

– ¿Veis? Así, sí… -dijo tras escribir.

En cambio, no pareció desagradarle el desparpajo de su nuevo alumno al hablar en la lengua de su pueblo; aunque otra cosa era escribir y sobre todo, leer bien el hebreo. Algo debían de haberle dicho al viejo judío sobre cómo instruir al discípulo, pues en lugar de centrarse en frases coloquiales parecía más interesado en que Rodrigo fuera capaz de leer y, sobre todo, traducir, acepciones y caracteres más típicos del hebreo antiguo. ¿Por qué?