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– Si me matáis, Giovanno os acertará de pleno en la cabeza.

– Sí, pero vos estaréis muerto -repuso el anfitrión-. Además, si pudierais girar la cabeza lo suficiente veríais a mi fiel Matías apuntando con su arco a vuestro bravo sargento. Y por cierto, ¿quién os ha dicho que esta vida me importa algo?

El sacerdote italiano se sintió morir. Estaba en manos de un loco.

– ¡Un momento, un momento! Matar a un hombre de Dios supone…

– ¿La excomunión, dómine? -dijo sonriendo Rodrigo Arriaga, que no dejaba de mirar a los ojos de su prisionero.

– Sí, claro, olvidaba que ya estáis excomulgado.

– ¿Cómo me habéis encontrado? ¿Quién…?

– No temáis -contestó Silvio de Agrigento-. Vuestro secreto está a salvo, sólo tengo un recado para vos, un mensaje. Si no estáis de acuerdo con lo que se os propone nos marcharemos igual que hemos venido.

– ¿Cómo me hallasteis? -insistió el prófugo.

– También os lo contaré si me soltáis. Sólo unas palabras, Rodrigo, sólo eso… Escuchadme, dejadme hablar.

Entonces, el dueño de la casa alzó la mirada y gritó:

– ¡Una Biblia para este jodido cura!

El sargento hizo un gesto a Tomás, que esperaba en el porche de madera que daba acceso a la vivienda. El criado salió corriendo y al momento volvió con el repujado ejemplar que habitualmente usaba su amo.

Sin dejar a su presa, Rodrigo Arriaga dijo:

– ¡Jurad!

El sacerdote estiró el brazo como pudo y a malas penas acertó a situar su diestra sobre el añoso volumen.

– Juro que sólo os quiero hablar y que con las mismas me iré y nadie sabrá de vos.

– Sea -dijo Rodrigo levantándose.

Tomás y Giovanno se acercaron a Silvio de Agrigento y le ayudaron a incorporarse. Éste se acariciaba el cuello con la mano, como si se estuviera ahogando.

– ¡Eufrasia, vino para el cura y todo el mundo fuera! -gritó el señor de la casa.

Silvio de Agrigento tomó asiento e instó a sus criados a salir.

– Pero, señor… -dijo Giovanno de Trieste.

– No temáis por vuestro amo, está en mi casa y tenéis mi palabra de que nada malo le ocurrirá -contestó Rodrigo Arriaga de malas maneras. Parecía un tipo peligroso.

El enviado de Roma sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Quedarse de nuevo a solas con aquel energúmeno era lo que menos deseaba en este mundo, pero una misión era una misión, no tenía elección. Se encomendó a la Virgen e improvisó una rápida Salve.

Cuando todos salieron dejando solos a los dos hombres experimentó el pánico más atroz. Aquel tipo había estado a punto de seccionarle el cuello.

– No tengáis miedo, cura -dijo el otro-. Y hablad. ¿Qué os ha traído aquí?

Silvio de Agrigento bebió todo el vino de un trago y tendió el vaso de madera a su anfitrión.

Entonces, mientras éste le reponía su copa, acertó a decir:

– Tampoco vos tenéis que temer nada. Insisto en que si el negocio que os voy a proponer no os interesa me iré y continuaréis con vuestra vida.

– ¡Imposible! Si me habéis encontrado vos, cualquiera puede hacerlo. Esto me obliga a cambiar de nuevo de escondite, a irme…

– No, no, esperad al menos a escuchar lo que os tengo que decir. Escuchad, os lo ruego.

Rodrigo hizo otra pausa y dijo:

– Sea.

– Os lo contaré todo.

– Mejor así.

– Me llamo Silvio de Agrigento y soy secretario del ilustrísimo Lucca Garesi. -Rodrigo puso cara de no saber de qué le hablaban, así que el sacerdote aclaró-: Supongo que en estos remotos parajes los miembros más renombrados de la curia no son demasiado conocidos.

– Más bien no -repuso irónico Arriaga.

– Mi señor es la mano derecha de nuestro querido papa Inocencio. Digamos que se encarga de ser los ojos y los oídos de nuestra Iglesia. Coordina una eficaz red de…

– El jefe de los espías de Su Santidad.

– Yo no lo hubiera dicho mejor. Comprenderéis que mi amo es hombre bien informado y que, por tanto, goza de una excelente posición. Se le incluye incluso entre la lista de posibles sucesores del actual Pontífice.

– Vaya… Pero no me explico qué negocio puedo tener yo con semejante prohombre de la Iglesia.

– Cada cosa a su tiempo, cada cosa a su tiempo… Empezaré por vos. Necesitamos a un hombre para una difícil misión y llegamos a la conclusión de que sois el ideal.

– ¿Quién os dio mi nombre?

– Como ya he dicho, cada cosa a su tiempo. Dejadme hablar -dijo el cura mirando a la cara del joven de melena alborotada. Su pelo era entre rubio y castaño y sus ojos azules denotaban determinación-. El caso es que lo averiguamos todo sobre vos. Sois hijo de Fermín Arriaga, soldado y noble aragonés nacido en

Monzón. Contrajisteis nupcias con Veronique Arnau, una joven de noble familia originaria del Languedoc. Según se dice, de ella heredasteis el amor por las lenguas extrañas; de hecho, os enseñó la lengua de oc y el latín, aparte del aragonés que fue vuestro idioma paterno. Según mis informes vuestra madre era, como todos los nobles del Midi francés, persona cosmopolita y de ideas abiertas; y tenía una buena formación académica. Se insinuó que era cátara. Ella os instruyó en vuestros primeros años. Sé que murió cuando contabais doce y que no perdonasteis a vuestro padre que no estuviera presente cuando ella enfermó, por hallarse guerreando, de campaña en campaña… -Rodrigo Arriaga puso cara de pocos amigos-. El caso es que, entonces, vuestro padre os envió a estudiar a París, suponemos que porque pensaba que era lo que hubiera querido vuestra madre.

– Algo de eso hay, pero no es fácil para un guerrero que siempre está fuera hacerse cargo de un chiquillo de doce años. Le resultó más cómodo enviarme a estudiar lejos de casa.

Silvio de Agrigento se sintió cohibido ante la confidencia que le hacía aquel desconocido. Bebió un nuevo trago de vino y continuó:

– En París estudiasteis francés normando, árabe y hebreo.

– Vaya, qué minuciosos son vuestros informadores.

– Trabajamos para Nuestro Señor y eso nos obliga a hacerlo lo mejor que podemos.

– Pero sabed que practiqué el árabe luchando contra el moro en el sur de la Península, si bien el hebreo debo de haberlo olvidado.

– Pues lo necesitaréis para la misión.

– Yo no cumpliré ninguna misión.

El cura siguió hablando como si no hubiera escuchado las objeciones de su anfitrión:

– En París hicisteis buenas amistades y seguisteis entrenando con la espada. Según se dice, vuestro padre os enseñó a pelear desde bien pequeño y al parecer os agradaba el vigoroso ejercicio de las armas. Eso es lo que os hizo tan valioso. Quizás a través de vuestro padre, su señor el rey de Aragón, Alfonso, al que llamaban el Batallador, os llamó a su corte. La mayoría de los hombres de armas son analfabetos; no es usual hallar a un soldado tan instruido, y la gente de letras no sabe pelear. Erais un diamante en bruto; un candidato excelente para ser adiestrado como espía. Se dice que os hicieron experto en el manejo de la daga y que no hay veneno que os sea desconocido.

– Exageraciones.

– Cumplisteis difíciles misiones para vuestro bravo señor, a veces como espía, a veces como soldado. Y entonces se concretó vuestra desgracia. -Arriaga volvió a poner cara de pocos amigos y Silvio de Agrigento continuó-: Acompañabais a vuestro señor en su famosa cabalgata hasta Granada. Se dice que fue una campaña hermosa y audaz contra el infiel y que por poco llega a alcanzar su objetivo.

– Mi señor fue siempre un hombre atrevido. Ahí está el origen de sus múltiples éxitos en el terreno militar.

– Algo ocurrió entonces que os hizo abandonar vuestro puesto al lado del Rey.