A Rodrigo se le antojaba difícil llegar a intimar con aquel hombre severo; además, ¿qué iba a saber aquella rata de biblioteca de lo ocurrido diez años atrás a siete sabios judíos de París?
Según había dicho, ninguno de sus compañeros provenía de la capital del reino; luego quizá debía buscar en otra parte. No le quedaba más remedio que aplicarse al máximo, tanto para agradar a los gerifaltes de la orden como para hacerse con la confianza de su nuevo maestro. Cuando salió de la estancia situada sobre la tenería portaba multitud de pergaminos, tinta y pluma. Tuvo que pasar toda la tarde trabajando y parte de la noche ejercitando su caligrafía: aquel rabí le había puesto trabajo como para una semana. Y él quería agradarle.
A mediodía pudo conocer a Bernardo de Claraval, que resultó ser un hombre tremendamente educado. Su humilde habitáculo no era sino una extensión de su ascética personalidad. Recibió a Arriaga con amabilidad, con una amplia sonrisa. Era ya un hombre maduro pero su figura, delgada y fibrosa, le proporcionaba cierta agilidad de movimientos que lo hacían parecer más joven. Se notaba que era de buena cuna.
– Vaya, vaya -dijo, indicando a Rodrigo que tomara asiento frente a él-. Aquí tenemos a una de las más esperanzadoras incorporaciones al Temple de los últimos tiempos.
– Favor que me hacéis -dijo humildemente el templario aragonés.
– No seáis modesto, hermano. El proyecto requiere de manos y mentes privilegiadas.
¿Había dicho «el proyecto»?
– Sí -dijo Rodrigo como si supiera de qué le estaba hablando.
– No sólo necesitamos guerreros, buenos comerciantes y sabios, también requerimos buenos traductores y gente de confianza; ya sabéis, buenos oídos, caballeros que hablen idiomas, que escuchen lo que se dice en la corte del rey de Francia, en Roma o en los zocos de Jerusalén.
– Espías.
– Exacto. Pero vayamos a conversar fuera: hace un buen día hoy, Rodrigo.
Salieron al exterior y el templario anduvo entre los frutales con aquel prohombre de la Iglesia, que se paraba aquí y allá pura observar las hojas de un ciruelo o arrancar una mala hierba junto a las lechugas. Parecía familiarizado con el trabajo en la huerta, pese que era un auténtico intelectual.
– ¿En qué nivel os encontráis? -preguntó el abate.
Parecía creer que Rodrigo sabía más de lo que en realidad conocía. Primero le había hablado del «proyecto» y ahora le preguntaba en qué «nivel» se hallaba. Recordó su conversación con Jean, cuando éste le contó algo sobre «la iluminación» y un largo camino. Era obvio que Bernardo de Claraval pensaba que estaba al corriente de aquel asunto, fuera lo que fuese. Decidió fingir que sabía de qué hablaban.
– Estoy al principio del camino, padre -dijo.
– No sois, pues, un iniciado.
– No -contestó-. Pero con esfuerzo espero serlo.
¿Había dicho un «iniciado»? Aquello se ponía interesante.
– Bien, Rodrigo, bien. Vuestro maestro está haciendo un buen trabajo; lo primero, la humildad. ¿Quién os guía?
– Jean de Rossal.
– El hijo de mi buen amigo, sé que sirve bien al Temple y a la causa.
«¿Qué causa?», pensó Rodrigo. Bernardo, sin dejar de caminar, añadió:
– La gnosis es un camino duro, incierto a veces, pero merece la pena.
– Sí, Su Paternidad, lo es. Pero algún día habremos cambiado este mundo -se atrevió a decir dando un palo de ciego.
– Es verdad, hijo, es verdad. Pero el proyecto ha de ir cumpliendo poco a poco sus objetivos. Tiene sus pasos. Más vale ir despacio, sé que no lo veré concluido, pero…
– No digáis eso.
– Hay que ser realistas -dijo Bernardo de Claraval, mirando a Arriaga profundamente con sus hermosos ojos azules. ¿Podría leer aquel hombre su mente? Parecía que más que caminar, levitara. Era seguro que el abad tenía una gran y profunda vida espiritual. Estaba en otro plano, en otro nivel. Sintió miedo-. No temáis. El camino es largo y azaroso. Vuestro miedo os obceca, Rodrigo, pero confiad en vuestro maestro. Por cierto, habéis yacido con hembra no hace mucho, ¿verdad? Se nota. -Aquel comentario dejó helado al templario-. No temáis, mirad en vuestro corazón y arrepentíos. Los placeres del cuerpo distraen al alma de su camino a la luz. La iluminación es la única salida de este mundo. A propósito, ¿qué tal anda el joven Saint Claire?
Aquel cambio de tema alivió a Arriaga, que se sentía escrutado en lo más profundo de su ser.
– Me temo que mal -contestó-. Ha perdido un poco la cabeza.
– Vaya, es una pena. Algo había oído. Dicen que hace alusiones a nuestro negocio y eso no le importa a nadie, ¿verdad? -Rodrigo asintió-. Puede descubrirnos. Me temo muy mucho que o vuelve en sí o se plantearán eliminarlo.
¿Era cierto lo que había oído? Aquel padre de la Iglesia estaba hablando con absoluta naturalidad de la eliminación del joven. Temió por su amigo Robert; tendría que ayudarle de alguna manera. El abad continuó:
– El hecho de que sea de tan buena estirpe, nada menos que los Saint Claire, dificulta las cosas. No en vano su familia es de las que inició el proyecto, pero este pobre demente puede ponerlo todo en peligro. Rezaré para que vuelva en sí. Si no, me temo que habrá problemas con los Saint Claire, y no pequeños.
Los dos hombres se sentaron en una bancada de piedra frente al inmenso estanque. El abad comenzó a tirar migas de pan que arrancaba de un chusco que había sacado de su hábito. Inmensas carpas y truchas saltaban mostrándose lustrosas.
– Su Paternidad… -empezó a decir Rodrigo.
– ¿Sí? -El asceta lo animó a hablar con una gran sonrisa de aire inocente.
– Sobre mi amigo Robert… quizá sería suficiente con alejarlo del centro de todo, de París… creo que sería injusto que le hicieran daño. Es inofensivo, os lo juro. Lo ideal sería llevarlo a las tierras de sus mayores, a Escocia. Allí estará alejado de los asuntos que no le conciernen…
– Sí, es cierto, en aquellas tierras dejadas de la mano de Dios no haría daño; total, sólo podrían escucharle cuatro labriegos analfabetos.
– Exacto. Además, estaría bajo el cuidado de su familia, de sir Henry. Él no permitiría que su hijo hiciera nada inadecuado para la orden. Ha servido bien al proyecto.
Bernardo de Claraval lo miró como sorprendido. Parecía pensativo.
– Ahora entiendo por qué dicen que sois hombre valioso. Quizá sea lo mejor; no me agrada la violencia: nos aleja del camino. Escribiré al Gran Maestre a Jerusalén.
Rodrigo respiró aliviado.
Un novicio llegó al estanque y comentó algo al oído a Bernardo. Éste dijo con cara de fastidio:
– Me reclaman obligaciones más mundanas, hermano. Os dejo. Nos veremos. ¡Ah!, y aprovechad las lecciones.
Rodrigo vio alejarse a los dos monjes por el camino de tierra bajo las hayas. Le había salvado la vida al joven Saint Claire, eso era seguro.
Tanta vuelta, tanto rodeo y había obtenido más información del mismísimo Bernardo de Claraval en unos minutos que en varios meses de pesquisas aquí y allá. «Así son los grandes hombres -pensó-. No conocen los pequeños detalles y su autocomplacencia les impide ver más allá: se confían en exceso.»
Le había confirmado que había un «proyecto», que había grandes familias en él, que había un camino hacia algo llamado la «gnosis», el conocimiento. Aquello había de ser herético, sin duda. «La iluminación», había dicho. Le había preguntado si era un iniciado. Iniciado… ¿en qué? Allí había gato encerrado. Eran una organización, quizás un nuevo culto religioso, y querían cambiar el mundo, como el propio Bernardo había reconocido. Tenía que escribir a Silvio de Agrigento: aquel maldito cura tenía razón desde el principio.
Nec mora nec requies [13]