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– ¿Renacimiento?

– Sí. Al parecer, para alcanzar la gnosis, la iluminación, hay que regenerarse nuevamente, recrearse. Recuerdo cierta frase… «Algo viejo debe morir en el hombre y nacer algo nuevo». Ésa era la resurrección de los nazareos; entonces se vestían de blanco como estos cistercienses o vuestros templarios…

– ¿Los nazareos?

– Sí, vuestro supuesto Mesías lo era. Él resucitó así, nació a la gnosis. San Pablo no entendió nada y lo resucitó físicamente. Creyó que Jesucristo había resucitado, que había vuelto de la muerte, pero no fue así.

Rodrigo comenzó a asustarse de veras ante el cariz que estaba tomando la conversación.

– Pero esos nazareos… -comenzó a decir en el momento en que se abrió la puerta y se presentó allí el cirellero.

– Os llaman, Rodrigo. El abad os quiere comunicar algo. Parece que se os reclama en París. Quieren trasladar al joven Saint Claire a Escocia y dicen que sois el hombre idóneo para acompañarle. Venid conmigo.

Rodrigo lamentó vivamente aquella interrupción. Estaba avanzando de veras en la resolución del enigma.

El secretario de Bernardo de Claraval entregó a Arriaga una esquela que acababa de llegar de París: se le reclamaba inmediatamente en el Temple.

Al parecer, Bernardo de Claraval había utilizado sus influencias y se había ordenado el traslado del joven Robert Saint Claire a su tierra natal, Rosslyn.

No le agradó tener que interrumpir su estancia en Clairvaux pero, al menos, suspiró de alivio al ver que su joven y demente amigo iba a salvar la vida y lo habían elegido a él para escoltarlo de vuelta a casa.

Le costó trabajo encontrar a Toribio. Tomás estaba donde siempre, leyendo en el scriptorium. Era casi media tarde cuando dio con su antiguo escudero, que se estaba beneficiando a una moza en un cobertizo junto al estanque. Ni el hecho de vestir el uniforme de sargento de la orden ni hallarse dentro del cenobio lo habían frenado.

Cuando Rodrigo pateó la puerta de la frágil construcción, se encontró con su poco agraciado amigo poseyendo por detrás a una moza no muy favorecida y entrada en carnes. Sostenía sus enormes pechos entre sus manos a la vez que le decía groserías al oído. No tenía remedio. La moza se bajó la falda avergonzada y salió huyendo, mientras Toribio se subía el calzón entre los empellones de su amo, que se mostró enfadado de veras con él.

De camino al dormitorio de invitados para hacer el petate, Rodrigo recriminó su lascivia a aquel sátiro, que le aclaró que estaba «trabajando en la misión».

– ¿Qué? -repuso el templario sonriendo. No podía creerlo.

– Sí, sí, Rodrigo. Esa moza es nada menos que la sobrina de don Isaac, uno de los compañeros de vuestro maestro, un judío catalán que acabó afincado en Lyon. La dejan entrar al monasterio durante las horas del día para hacer de sirvienta de los traductores judíos y para que limpie y mantenga ordenadas sus habitaciones junto a las tenerías.

– Pues no hace demasiado bien su trabajo -espetó el templario recordando el desorden de los aposentos de los maestros.

– El caso es que me propuse sonsacarla.

– Difícil y sacrificada misión, tratándose de vos.

– Lo cierto es que la moza es ardiente, sí -dijo Toribio sonriendo con malicia y frunciendo su frente uniceja-. El caso es que hoy mismo me he enterado de algo.

– ¿Y bien?

– Su tío, el tal don Isaac, era pariente lejano de uno de los siete sabios desparecidos en París.

– ¿Y?

– Cuando se produjo la desaparición, toda la comunidad judía se empleó a fondo para dar con el paradero de los siete sabios. En primer lugar pensaron que los habían traído aquí porque sabían que Bernardo de Claraval tenía sabios judíos trabajando para él.

– Es lógico.

– Bien, pues aquí no los trajeron -continuó relatando Toribio-. Todos los judíos de Francia se conjuraron para dar con los sabios, sin suerte. Parecía que se los hubiera tragado la tierra hasta que un buen día, dos años después de la desaparición, un comerciante judío que comía en una taberna vio entrar a un rabí acompañado por dos templarios, y se sentaron a una mesa apartada. Creo que hubo una trifulca y los dos milites se levantaron a poner orden. Entonces, el rabí se acercó al comerciante y con disimulo le dio una esquela. Los templarios parecían llevarlo preso, pues, al parecer, se sentaron uno a cada lado del misterioso hebreo. Cuando pudo salir de la taberna el comerciante leyó la esquela. Era de un sabio judío, en efecto, que decía haber sido secuestrado por el Temple y que pedía que le hicieran llegar a su familia la noticia. La esquela decía que estaba vivo y que lo mantenían retenido en La Rochelle.

– Era el pariente de don Isaac.

– En efecto.

– ¿Y dieron con ellos?

– Lo intentaron, pero el Temple cuenta con varias fortalezas allí y la orden es hermética, como bien sabéis.

– Eres tremendo, Toribio… no sé cómo recompensarte.

– No se merece, no se merece -contestó aquel depravado encaminándose a su catre para hacer el equipaje.

Chevreuse, a 2 de enero del Año

de Nuestro Señor de 1141

De Rodrigo Arriaga

a su eminencia Silvio de Agrigento

Estimado Padre:

Os escribo con premura nada más llegar al Château de la Madeleine porque mi partida hacia tierras escocesas es inminente. No he podido comunicarme con vos en el mes largo que he pasado en Clairvaux, por lo que son muchas las cosas que os tengo que contar. Intentaré ser breve, pues escribo a la luz de una vela en la posada y debo darme prisa para volver a la encomienda antes de maitines.

En primer lugar, diré que Bernardo de Claraval es hombre preeminente en todo este negocio, eso está claro. Me resulta difícil decir esto pues es un hombre santo, devoto, de costumbre ascéticas y que ha creado con sus propias manos un monasterio maravilloso; es culto, ha escrito tratados que guían a la Santa Iglesia y todo el mundo lo adora, ya que tiene ese aire despreocupado de los místicos que parecen de otro mundo, aunque no me gusta. Tiene algo que me intranquiliza y no sabría decir qué. En mi única entrevista con él comprendí que pensaba que yo estaba al tanto de los tejemanejes de la orden, así que habló conmigo con cierta falta de precaución. Saqué varias conclusiones. La primera es que, en efecto, tienen entre manos una suerte de proyecto que al parecer amenaza con cambiar el mundo que conocemos. En segundo lugar, los implicados en dicho negocio son una banda de herejes. Creo que se hacen llamar iniciados y al parecer han aunado creencias de los antiguos egipcios, los druidas celtas y una especie de secta judía llamada los nazareos. Siguen un camino que por lo visto lleva a la gnosis, el conocimiento. Sea cual fuere dicho camino -en el que yo estoy en las primeras etapas, según creo- no coincide con el de las enseñanzas de la Iglesia de Roma, eso es seguro.

Que Bernardo es uno de los prebostes del asunto me quedó claro en cuanto supe que el joven Saint Claire volvía a Escocia sano y salvo; al parecer iban a eliminarlo -me sorprendió que un hombre de Iglesia como Bernardo hablara de aquello con tanta naturalidad-, pero yo pude sugerirle que era inofensivo y que seguro que la poderosa familia Saint Claire se haría cargo de aquel demente, confinándolo en sus tierras y evitando que se fuera de la lengua. Además, así evitaríamos entrar en conflicto con una familia tan influyente y tan implicada en el proyecto. Me dijo que escribiría al Gran Maestre al respecto y, al parecer, lo hizo: debo escoltar a Robert a Escocia.

Algo averiguamos sobre el probable destino de los siete sabios raptados por el Temple. No están ni han estado en Clairvaux, eso es seguro, pero gracias a la concupiscencia de mi Toribio hemos sabido que al parecer fueron retenidos en La Rochelle.