He coincidido con otros hermanos en las hospederías del Temple que hay en el camino entre Clairvaux y Chevreuse y he averiguado que la orden posee allí el puerto más grande de toda la cristiandad; una red de fortalezas y encomiendas que abarcan más de una jornada de camino rodean el mismo, protegiéndolo. Y yo me pregunto: si la mayor parte de los negocios de la flota templaría se hacen en el Mediterráneo, ¿para qué quiere la orden tener su mejor puerto en las frías y poco transitadas aguas del Atlántico? Me parece raro, no sé que opinará vuecencia al respecto.
Tendríamos que acercarnos por allí a investigar, pero no sé cómo.
Y dejo lo mejor para el final.
Justo en el momento de nuestra partida de Clairvaux -y digo bien porque nos alejábamos ya por el camino que lleva a ¡a puerta del muro exterior-, oí una voz que me llamaba. Me volví y vi a mi maestro, Isaías Guior, dirigirse apresurado hacia mí. El novicio y el cirellero que nos habían acompañado abrían ya el portón cuando el rabí me tendió un pergamino enrollado diciendo:
¡-Olvidáis vuestros ejercicios, nunca haré de vos un buen alumno! -En su tono de voz flotaba un reproche, pero sus ojos me miraban brillantes y divertidos y llegó a guiñarme uno de ellos sin que nos vieran los frailes.
Asentí con la cabeza agradeciéndole lo que supuse en aquel momento, que aquel pergamino debía de contener algo interesante. Se quedó viendo cómo nos alejábamos.
Ni que decir tiene que en cuanto paramos en una posada a hacer noche y en la intimidad de mi cuarto leí con avidez la esquela, que os transcribo íntegra:
«Estimado Rodrigo:
»Aquí tenéis lo único que me queda de nuestro trabajo en los primeros años que pasamos en la abadía, cuando Bernardo de Claraval nos proporcionaba fragmentos de textos judaicos que, la verdad, no sabíamos de dónde habían sacado. Al principio, el abad nos encargaba la traducción de textos antiguos y de relatos relacionados con los nazareos, los esenios y ciertos cultos mistéricos asociados al judaísmo. También nos hizo traducir numerosos textos de la Cábala. Sé que luego los comparaba con textos de origen gnóstico que se suponen del antiguo Egipto (que también traducíamos nosotros) y con otros legajos que al parecer resumían la tradición oral de los druidas celtas.
»Luego comenzó a traer fragmentos de texto que eran copiados de pergaminos que, al parecer, acababan de ser traídos por unos caballeros francos desde Tierra Santa. Supimos que dichos caballeros eran Hugues de Champagne y su siervo Hugues de Payns. Además, otras familias de Inglaterra, de Dinamarca y de Flandes aportaron más textos. No sé de dónde los sacaban; quizá los tenían desde siempre. ¿Cómo sabemos esto? Muy fácil, uno de nosotros, Ezequiel, fiel servidor de las tradiciones de mi pueblo, reparó en que estábamos traduciendo algo relacionado de alguna manera con nuestro llorado Templo de Salomón, así que, como sólo nos daban fragmentos dispersos, se dedicó todas las noches a ir hablando uno a uno con todos nosotros para conseguir juntar las piezas de aquel rompecabezas. No sé muy bien cómo los monjes llegaron a enterarse, pero una noche el bueno de Ezequiel desapareció sin dejar rastro. La carpeta en la que guardaba sus avances se esfumó, aunque bajo su mesa quedó este pequeño pergamino que os adjunto. Ni que decir tiene que el miedo nos invadió y no volvimos a hacer intento alguno para recopilar lo que traducíamos por separado.
»Esto es lo único que me queda. Sé que forma parte del Manuscrito de Cobre:
»En la mina que linda con el norte, en una cavidad que se abre en dirección al norte, y enterrada en su entrada: una copia de este documento, con una explicación sobre sus medidas, y un inventario de cada objeto, y otros objetos.»
Y este es el texto que como veis, estimado Silvio, mi rabí nos proporcionó. Para finalizar mi carta os quiero hacer notar que el bueno de Tomás ha contribuido a la misión de manera loable. Ya sé que siempre quisisteis aficionarlo a la lectura de cuanto pudiera ser útil en la formación de un joven que podrá ser un prohombre de la Iglesia pese a su origen humilde. El zagal ha orientado sus lecturas -debo reconocer que por consejo mío- hacia el Templo de Salomón, la gnosis y todo cuanto tuviera relación con lo esotérico, incluidas viejas sectas judías, sean esenios o nazareos, cultos mistéricos egipcios y viejos saberes de los druidas celtas. Ha hecho un trabajo excelente que ha ido resumiendo en un volumen repleto de dibujos y diagramas del Templo, su ubicación, medidas y apariencia; normas y forma de vida de los esenios, aspectos desconocidos de la secta de los nazareos y mil cosas más que no he podido leer aún pero que el joven me va resumiendo en las largas conversaciones que tenemos durante nuestros viajes. Le he encargado que haga una copia para su Ilustrísima, el cardenal Lucca Garesi. Os apunto la novedad más interesante que ha aportado Tomás: sabemos qué era aquella cosa embadurnada en veneno que adoraban los templarios y que mató a vuestro bravo servidor Giovanno de Trieste. Bueno, más o menos.
Tomás halló, no sé cómo, una referencia a dicho engendro en un raro tratado, Bestiarium, atribuido a un monje irlandés que vivió largo tiempo en Palestina en el siglo VII y acabó siendo conocido como Arnaldo de Tiro. Recordaréis que cuando me entregaron aquel maldito arcón en el Temple de París escuché a uno de los templarios que lo empacaron referirse a aquello como Il Baphometti. Pues bien, así viene reflejado en dicho tratado: el Baphomet.
No sé cuál es su origen pero, según el sabio irlandés, se trata de una suerte de busto parlante que garantiza que crezcan las cosechas y florezcan los campos, proporcionando dicha y bienes a sus poseedores. ¿Os suena?
Se apunta en el tratado que puede ser, nada menos, que la cabeza del Bautista, que en las noches de luna llena abre los ojos y habla y predice el futuro; o bien una estatuilla de origen demoníaco con barba y cuernos de cabra; o incluso un busto con dos caras, una de hombre y otra de mujer. No sé cuál de los tres supuestos me parece más espeluznante, por no hablar del horrible dibujo que Tomás copió con mucho acierto. Sea lo que fuere es algo muy valioso para el Temple y es cosa segura que se relaciona con cultos heréticos.
Vuestro amigo y servidor en Cristo,
Rodrigo Arriaga
Rosslyn
Después de terminar la carta para Silvio de Agrigento, Rodrigo se la entregó a Beatrice y ella lo volvió a guiar a su cuarto. Los dos amantes se reencontraron con anhelo. El templario se sintió como si conociera a la joven de toda la vida; con ella todo era natural, instantáneo, como si siempre hubieran estado juntos, amándose de aquella manera inconsciente y desesperada, como si fuera la última vez. Se dio cuenta de lo mucho que había añorado su voz, sus gemidos, el olor de su pelo, su tacto suave como la piel de un melocotón. Después de alcanzar el clímax permanecieron abrazados largo rato. Ella se lamentó de que tuviera que volver a partir. Rodrigo le prometió que volvería a por ella.
Llegó al Château al amanecer. Jean quería verlo, así que se dirigió a sus dependencias.
Cuando llegó, De Rossal se hallaba enfrascado en la lectura de unos documentos.
– Ah Rodrigo, pasad, pasad.
– Perdonad, estaba en las cuadras.
– No os disculpéis, amigo, estáis sometido a una gran tensión, con tanto viaje… comprendo que un pequeño desahogo se hace necesario. -Parecía demasiado comprensivo, era obvio que sabía de dónde venía-. Sin embargo, cuando volváis de Escocia nos aplicaremos a vuestra instrucción espiritual y eso deberá terminar, ¿de acuerdo?