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Rodrigo pensó que nada le haría dejar de ver a Beatrice, pero asintió para no despertar las sospechas de su amigo.

– Ay, Rodrigo, Rodrigo. Os habéis empleado a fondo; sabía que vuestra incorporación al Temple era valiosa pero no podía imaginar que en tan poco tiempo podríais llegar a prestar servicios tan importantes como los que habéis brindado hasta ahora. Lo de la golfa ésa de la posada es una nadería, de momento. Salvasteis la vida del joven Saint Claire, lo llevasteis con discreción a París, habéis causado una excelente impresión a Bernardo de Claraval, ¡nada menos!; vuestro maestro, ése judío…

– Guior.

– Guior, sí, ha informado favorablemente sobre vuestros progresos, y ahora, desde muy arriba, se os encomienda una misión delicada, difícil y que requiere de mucho tacto y discreción. Sabed que Robert Saint Claire os debe la vida…

– Yo no diría tanto.

– Sí, sí. Es cierto. Bernardo pensó que vuestra propuesta era la más juiciosa. Debéis trasladar a ese idiota de Saint Claire a Rosslyn, con cuidado de que no hable con nadie. Lo último que sé es que está como una cabra, ido.

– No tengáis miedo, no hablará.

– Bien, al llegar a Rosslyn permaneceréis allí durante dos semanas. Estad atento y vigilad el comportamiento del joven y sus familiares. Es muy importante que tengamos la certeza de que no hablará. No debe salir de las tierras de sus mayores ni verse con gente importante. Transmitídselo así a los Saint Claire.

– Así lo haré.

– Si os cabe la menor duda de que se pueda ir de la lengua, si no lo veis claro, id al pueblo. Allí hay una posada, preguntad por Ian y entregadle esto. -De Rossal tendió un pequeño pergamino lacrado con su sello personal-. Él nos informará y enviaremos ayuda. Mientras tanto, vos solucionaréis el problema de manera expeditiva.

– ¿Cómo?

– El joven Saint Claire debe morir si juzgáis que puede revelar secretos, si habla con gente inconveniente o pensáis que su familia no lo vigila como prometió. ¿Tenéis aún vuestra bolsa de medicinas?

– Sí.

– Pues en caso de que sea necesario, actuad; algo rápido y que no deje rastro.

– Pensaba que no tendría que volver a utilizar ese tipo de artimañas…

– Si queréis servir bien a la orden deberéis hacerlo cuando se os ordene.

– De acuerdo, pero ¿y si el joven Saint Claire está bien vigilado, no sale de la finca paterna o simplemente mejora?

– Entonces volved a Chevreuse e iniciaremos vuestro camino a la iluminación. Dos semanas, aguardad dos semanas antes de decidir.

– De acuerdo -convino Rodrigo.

Jean se levantó y le dio un abrazo de despedida.

– Confío en vos ciegamente -dijo.

Antes de pasar por el Temple de París, Rodrigo acudió a hacer una visita a su maestro Moisés Ben Gurión. Mientras Toribio y Tomás quedaban fuera con los caballos, Arriaga fue conducido al cuarto de su viejo mentor. Moisés estaba enfermo, según le dijo la sirvienta, Melisenda. Tenía flemas y era rara la noche que no lo consumía la fiebre. El médico no era optimista.

Cuando Rodrigo llegó a los pies de la cama del anciano, éste abrió los ojos y, levantando la mirada, sonrió.

– Siéntate, hijo -dijo, señalándole su propio lecho. Su respiración era agitada.

– ¿Cómo estáis, maestro? -preguntó el templario sentándose a la cama de su viejo profesor.

– Cansado, Rodrigo, cansado. ¿Ya habéis terminado vuestros estudios? -Respiraba con dificultad.

– De momento, sí. Me envían a acompañar a Escocia a un confrere que ha perdido el juicio.

– Ese joven Saint Claire al que trajisteis la otra vez.

– En efecto.

– Estáis de paso, entonces.

– Así es, maestro, pero quería hablar con vos un momento. ¿Recordáis vuestro encargo?

El viejo rabí puso cara de no saber de qué le hablaba.

– Lo de vuestro hermano, el caso de los siete sabios desaparecidos.

– Ah… eso. Decidme, decidme.

– Sé a dónde los llevaron. A La Rochelle.

– Vaya.

– Pero no sé el lugar exacto. Los templarios tienen multitud de encomiendas y fortalezas en la zona. Me llevará tiempo averiguar dónde pueden estar.

– Si viven.

– Si viven, en efecto.

– No os veo muy optimista al respecto, hijo.

– Si os soy sincero, no. Sospecho que los secuestraron para traducir textos que hallaron bajo la mezquita de Al-Aqsa, en el antiguo Templo de Salomón, y no creo que quisieran dejar vivos a aquellos que pudieran contar algo.

– ¿Y qué crees que encontraron?

– No lo sé, rabí, no lo sé, pero algo grande. Mirad, desde hace tiempo Bernardo de Claraval dispone de un buen equipo de traductores. Hay judíos, árabes… en fin, durante años les encargaron traducir viejos textos judaicos que al parecer aportaban ciertas familias de lo más granado de Europa. No sé cómo, pero esos textos debían de ser algo así como un legado familiar. Los sabios judíos traducían fragmentos, trozos sin sentido. Más tarde, al parecer a raíz de la información obtenida, el fundador del Temple Hugues de Payns y su señor, el poderoso Hugues de Champagne, fueron a Palestina varias veces y trajeron más documentos que siguieron traduciendo en Clairvaux. Isaías Guior me proporcionó un fragmento, escuchad -leyó el párrafo a Moisés Ben Gurion-: «En la mina que linda con el norte, en una cavidad que se abre en dirección al norte, y enterrada en su entrada: una copia de este documento, con una explicación sobre sus medidas, y un inventario de cada objeto, y otros objetos».

– Vaya -dijo el Rabí.

– ¿Os suena? Guior hizo referencia a un Manuscrito de Cobre…

El rabí quedó pensativo durante un rato. Entonces habló:

– Después de que tradujeran esos textos, se fundó el Temple, ¿no?

– Sí.

– Y consiguieron que los emplazaran en las ruinas del Templo de Salomón, en la mezquita de Al-Aqsa.

– En efecto.

– Esa gente sabía lo que buscaba, no hay duda. Dios los maldiga.

– ¿Por qué decís eso, rabí?

– Tienen el tesoro de mi pueblo.

– ¡¿Cómo?!

– Ponedme un poco de vino, hijo.

Arriaga hizo lo que le decía el anciano, quien bebió un trago y dijo:

– Gracias. Veamos, la secuencia es ésta, si yo no me equivoco. Bernardo de Claraval funda un monasterio en el que se traducen textos judaicos, al parecer antiguos, aportados por varias familias europeas.

– Correcto.

– Luego Hugues de Champagne, que por lo visto es el alma máter del proyecto, trae más textos de Palestina y hace un reconocimiento del terreno nada menos que durante tres viajes.

– Sí.

– Después se funda el Temple y excavan bajo la mezquita de Al-Aqsa. Y, entonces, desaparecen los siete sabios de París…

– Exacto.

– Pero la pregunta es: ¿por qué no usaron a los traductores que Bernardo tenía en Clairvaux? ¡Porque habían hallado algo que nadie debía conocer!

– Sí, pero ¿qué?

– Rodrigo, sabéis que cuando las legiones de Tito asolaron Jerusalén destruyeron el Templo, ¿verdad?

– Sí, algo sé.

– Roma siempre fue dura con los sediciosos y Palestina se había convertido en tierra abonada para las revueltas, así que quisieron dar un auténtico escarmiento. La ciudad fue destruida, pero bajo el Templo había multitud de subterráneos y pasadizos. Muchos escaparon por allí y escondieron el tesoro de mi pueblo en diversas ubicaciones. Imaginaos la situación, el Pueblo Elegido ante la debacle. Nadie, ni en sus peores pesadillas, podía imaginar algo así: que unos paganos, unos gentiles como Tito y sus legiones, fueran a acceder al Templo, y no sólo eso sino también al sanctasanctórum, donde sólo entraba el Sumo Sacerdote. Todo estaba perdido, el lugar donde durante años había morado el Arca de la Alianza iba a ser profanado. Mis antepasados lucharon como fieras, eran hombres desesperados que peleaban por su fe, por sus familias, por su tierra y por su Dios. Todos creían que Yahvé les auxiliaría en el último momento, que su cólera barrería a las legiones romanas para evitar la profanación del Templo. Pero nada ocurrió. Hicieron lo que pudieron y ocultaron los tesoros. Todo quedó minuciosamente registrado en un documento del que se hicieron varias copias, según se dice en el Manuscrito de Cobre.