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– Del que Isaías Guior me suministró un pequeño fragmento.

– Es evidente que los templarios se hicieron con una copia de él o que tenían muchos fragmentos del mismo, pero el caso es que excavaron bajo el Templo y hallaron el tesoro de mi pueblo.

– ¿Y por eso son tan ricos? ¿Qué incluía dicho tesoro?

– Todo: la Mesa de Salomón, el Arca de la Alianza, todos los saberes recopilados por mi gente durante milenios; conocimientos herméticos sobre construcción de templos que nos acercan a Dios y a las fuerzas telúricas; cartas de navegación que conducen a tierras extrañas, ignotas y desconocidas en las que manan la plata y el oro; el Shem Semaforash, el nombre de Dios, la palabra cuya sola pronunciación permite vencer a los enemigos y alcanzar el saber infinito de Dios; oro, plata, riquezas; la Menorah, el candelabro de siete brazos… Algunos de esos objetos fueron llevados a Roma por Tito y cuando dicha ciudad fue saqueada por Alarico, un visigodo, parece que se hizo con ellos. A pesar de esto, no sabemos cuánto ocultaron mis ancestros ni si lo que llegó a Roma era una simple réplica, pues muchos secretos debieron de quedar ocultos en los sótanos del Templo y en la Genizáh, y eso es lo que halló el Temple.

– ¿La Genizáh?

– Una suerte de vertedero para objetos sagrados.

– ¿Qué había allí? ¿Para qué servía?

– Mirad, Rodrigo, por el Libro del Éxodo sabemos que el Arca era un cofre de madera de acacia revestido de oro interior y exteriormente. No era demasiado grande, y tenía cuatro querubines cuyas alas se tocaban para formar el trono de Dios. Era tan sagrada que sólo tocarla provocaba la muerte. Pero lo importante no era el Arca en sí, Rodrigo, sino su contenido. Al parecer guardaba un recipiente con el maná, el verdadero maná que vino de Yahvé; la vara de Aarón y, sobre todo, las Tablas de la Ley, la Ley de Dios grabada en piedra. Éstas eran realmente únicas, pues eran fuente de saber y de poder; nada menos que la ley divina. En ellas estaban grabadas las tablas del Testimonio, la ecuación cósmica, la ley del número, medida y peso que la Cábala permitiría descifrar. Las Tablas de la Ley suponen la posibilidad de acceder al conocimiento de la Regla que rige los mundos. Es evidente que Moisés no engañaba a mi pueblo cuando prometía el dominio de la Tierra.

Rodrigo permanecía con la boca abierta.

– Y en cuanto a la Genizáh… los alimentos de las ofrendas entraban en contacto en el sanctasanctórum con la Torah, los rollos de la Ley y con la propia Arca, y los sacerdotes no querían que dichos alimentos fueran arrojados fuera del Templo; para ello se tiraban en una cueva, bajo el Templo, la Genizáh. Allí debieron de ocultar el Arca de las legiones de Tito, así como la verdadera Menorah, la Mesa de Salomón y todos los objetos rituales…

– Vaya, rabí. Me temo que este asunto me supera. Creo que empiezo a sentirme algo asustado.

– ¡No! -dijo el anciano agarrando con fuerza la mano de Rodrigo-. No os rindáis. Hacedlo por mí.

Tras dejar los caballos en el Temple de París y recoger al joven Saint Claire, los expedicionarios bajaron por el Sena en una barcaza. No llevaban escolta para que el traslado resultara lo más discreto posible. Rodrigo intentó charlar con su amigo Robert, más para sonsacarle que para otra cosa, pero el joven apenas si farfullaba incoherencias y tonterías. Estaba extraordinariamente flaco, su cara se había tornado pálida como la de un cadáver, sus ojos brillaban al fondo de las profundas cuencas y sus pómulos se marcaban a causa de las innumerables sangrías que los doctores le habían prescrito. Todo aquello, así como los fármacos y hierbas que debían de haberle suministrado, había terminado por debilitar su cuerpo y más aún su ya de por sí desequilibrada mente.

Decidió darle una buena dosis de adormidera para evitar que le creara problemas durante el viaje. Hacía mucho frío y la humedad del río calaba los huesos.

Se situó a proa de la ancha barcaza, donde los rayos de sol le reconfortaban un tanto, y se abandonó a sus propios pensamientos. Se sentía obsesionado por aquel enigma. Nunca había trabajado en una misión como aquella.

Cuando Silvio de Agrigento lo reclutara en su casa del Pirineo todo parecía una locura. Ahora, en cambio, hubiera querido que aquello fuera, en realidad, producto de su mente.

Parecía evidente que el Temple había presionado, por no decir chantajeado, al menos a dos Papas. ¿Qué sabían?

La orden se había dedicado en sus primeros años a cavar en los subterráneos del Templo en lugar de proteger a los peregrinos que acudían a miles a Tierra Santa. Buscaban algo concreto, era evidente. Todo formaba parte de un gran plan, un «proyecto» como ellos lo llamaban. Hugues de Champagne había aupado a Bernardo de Claraval. Luego, a través de su siervo Hugues de Payns, había apoyado la fundación del Temple, y luego Bernardo había dado una regla a la orden. Algunas familias europeas estaban implicadas en el asunto. Durante años habían estado traduciendo viejos documentos judaicos en Clairvaux y el mismo Hugues de Champagne había hecho varios viajes a Tierra Santa, para inspeccionar el terreno, sin duda.

Fundaron la orden para poder excavar en el Templo.

¿Qué encontraron? Fuera lo que fuese, necesitaron secuestrar a siete sabios judíos para traducirlo.

Se habían hecho ricos. ¿Tenían el Arca de la Alianza? ¿La piedra filosofal? ¿El nombre de Dios, el Shem Semaforash? ¿Las Tablas de la Ley? ¿La Mesa de Salomón?

Eran una secta herética. ¿Qué quería decir aquello de «ha resucitado» que alguien gritó en su iniciación? ¿Por qué negaban a Cristo?

Isaías Guior había dicho que los nazareos, una vieja secta judía, vestían de blanco y «resucitaban», y que San Pablo había malinterpretado el término con respecto a Jesucristo.

Los nazareos vestían de blanco, como los templarios y los cistercienses. Tenía que averiguar más cosas sobre dicha secta judía. Tenía que acercarse a La Rochelle a indagar sobre lo ocurrido a los sabios judíos secuestrados.

¿Por qué había construido el Temple un puerto de tamaña magnitud en el Atlántico? No tenía sentido.

Por no hablar del misterioso Baphomet, una cabeza adorada por sus confreres que hacía florecer los campos. ¿Era por eso que eran tan ricos los templarios?

¿Y qué había de la gnosis? Su conversación con Bernardo de Claraval le había descubierto que había un camino espiritual que seguir hacia la iluminación, un camino que llevaba a ser un iniciado.

¿Serían todos los templarios iniciados?

Seguro que no.

Estaba convencido de que sólo unos pocos estaban al tanto de aquel negocio que «iba a cambiar el mundo». Y era evidente que todo aquello apuntaba en una dirección: algo sabían sobre Jesucristo o su mensaje que había asustado nada menos que a dos papas de Roma.

Perdido en estos pensamientos y algo abrumado, decidió echarse un rato bajo el pequeño toldo a descansar. Saint Claire dormía como un niño.

Subieron a un bote que los trasladó a una galera, una nave templaría recia y bragada que había de llevarles a Escocia. Las galeras que surcaban el Atlántico habían sido desprovistas de remos y su casco era de mayor calado. Eso debía asegurar una navegación algo más tranquila en aquellas agitadas aguas.

Marie, se llamaba aquella embarcación. Nada más partir, unas nubes grises amenazaron el horizonte; luego empezó a llover y el viento arreció. Aquella nave se movía como una cáscara de nuez en medio del Canal de la Mancha, así que dobló la ración de adormidera al reo y se dispuso a aguantar el tremendo mareo que lo invadió. Tanto él como Toribio y Tomás vomitaron hasta la bilis, para deleite de los marineros, que parecían divertidos ante el malestar de sus insignes pasajeros. Los truenos comenzaron a retumbar en medio de la tormenta y los rayos caían aquí y allá. El capitán decidió enfilar en dirección a la desembocadura del Támesis, a la que llegaron casi arrastrados. Comenzaba a clarear de nuevo, así que decidieron esperar unas horas barajando la posibilidad de remontar el río y, desde Londres, emprender camino a Escocia a caballo. El capitán, un bretón de nombre Tan-credo, juzgó oportuno hacer un último intento, pues decía que al fin pasaría aquella tormenta. Parecía saber de qué hablaba, así que se hizo como decía y, navegando cerca de la costa, lograron llegar a aguas menos agitadas. Al fin pudieron dormir.