A la luz del día el rojizo castillo me pareció imponente. Es un lugar cómodo en el que vivir, de fácil defensa e imposible asalto. El puente de acceso está interrumpido por una torre que comunica con el pabellón principal por un levadizo de madera. Dicho pabellón tiene tres alturas y está coronado por un voladizo en el que hay tres torres pequeñas con saeteras para una mejor defensa del conjunto. Cierra el edificio un picudo y oscuro tejado de pizarra que protege dicha construcción, que aparece adosada en forma de L al pabellón familiar. El amplio patio está asegurado por una inmensa muralla que queda cerrada por el impresionante torreón circular que vi en la oscuridad a mi llegada, de más de cinco alturas y último bastión al que retirarse en caso de asalto. Todas las estancias se asoman al empinado barranco que rodea por todas partes al castillo. Es inexpugnable.
Aquella misma mañana pude saludar como corresponde a la dama del castillo, la madre de Robert, y me presentaron a su hermana, Lorena, de extraordinaria belleza. Allí estaban también su hermano mayor, Arnold, su esposa embarazada y sus cinco hijos. También conocí a Theobald, el hijo del mítico Hugues de Payns, y a su madre, mujer de mediana edad, madura y sobrina de Henry Saint Claire, la que unió a la familia con el fundador del Temple. Comimos todos juntos en el salón principal. Bajaron a Robert al evento, pero sólo dijo incoherencias sobre margaritas y no sé qué escarabajo. Aquello desmoralizó a la familia, por lo que el tono inicial, que era más bien festivo, dejó paso a un ambiente más propio de un velatorio.
Aquella tarde salí a cazar con el hermano de Robert y con Theobald. Ambos se deshicieron en elogios hacia mí. Hemos vuelto a salir de caza a diario. Parecen caballeros rurales y no hablan ni de proyectos ni del Temple. De hecho, ninguno de los dos ingresó en la orden, como se hubiera esperado.
Supe que se preparaba una gran fiesta para celebrar el retorno de Robert y que acudirían a ella gentes preeminentes de la orden. Será pasado mañana.
De momento, nada me hace pensar que Robert pueda resultar peligroso para la orden, no porque no pueda pecar de indiscreto -es obvio que sí-, sino porque en estas tierras dejadas de la mano de Dios nadie puede escucharle. Asistiré a la fiesta como se me ha pedido -no quiero caer en falta con mis anfitriones- y volveré a Chevreuse a continuar con mi misión.
Vuestro amigo y servidor en Cristo,
Rodrigo Arriaga
Templi Salomonis [14]
Los preparativos de la fiesta de bienvenida al joven Robert Saint Claire coincidieron con la llegada de ilustres invitados. Rodrigo volvía de dar un paseo con Tomás por las umbrosas tierras que rodeaban el castillo cuando se topó con una pequeña comitiva que llegaba al puente de acceso. Un hombre anciano, quizá de la edad de Henry Saint Claire, encabezaba el grupo. Montaba un impresionante caballo blanco de raza árabe y lucía una espléndida cabellera enteramente blanca, la barba hirsuta y el rostro apacible. Vestía una larga túnica del color de la nieve cerrada con un amplio manto blanco. ¿No vestía como los nazareos?
– Pax et bonum -dijo Rodrigo inclinando la cabeza.
– Pax et bonum -contestó el anciano de profundos ojos azules.
Iba escoltado por cuatro hombres de armas que inclinaron la cabeza en respuesta al saludo de Rodrigo. En medio de ellos, una mula portaba un arcón que le recordó el que él mismo transportara de París a Chevreuse y que contenía aquella horrible cosa que mató a Giovanno.
– Rodrigo Arriaga -dijo presentándose.
– Vaya -exclamó el hombre divertido. Se notaban a la legua sus maneras aristocráticas-. Ayudadme a bajar, amigo.
Rodrigo hizo lo que se le decía. El anciano hizo una seña y sus hombres atravesaron el puente y entraron en el patio.
– Jacques de Rossal -dijo el otro abrazando a Arriaga-. Mi hijo me ha hablado tanto de vos…
Rodrigo se sintió impresionado ante la presencia de aquel hombre, nada menos que uno de los nueve fundadores del Temple.
– Es un honor, señor -acertó a decir.
Llegaron al patio, donde unos cuantos carneros ensartados en largos troncos se asaban lentamente. Varias inmensas pero-las hervían al fondo y las cocineras, ayudadas por mozas venidas de la aldea a tal menester, estaban enfrascadas desplumando pavos, faisanes y urogallos.
Henry Saint Claire salió en persona a recibir al padre de Jean de Rossal. Se abrazaron como hombres que han pasado muchas tribulaciones juntos. A Rodrigo le pareció ver que una lágrima aparecía en el ajado rostro del amo de Rosslyn.
– Luego hablaremos con calma, hijo -dijo De Rossal volviéndose a mirar a Arriaga para, a continuación, preguntar a su amigo-: ¿Cómo está el bueno de Robert?
– Me temo que mal -contestó Saint Claire cariacontecido.
Ambos entraron al salón del pabellón familiar. Rodrigo aprovechó para ir a su aposento, una pequeña y confortable habitación en el otro pabellón, el de la entrada al castillo. La vista que tenía desde su ventana era impresionante y al abrigo de un cálido brasero echó unos tragos de vino caliente con canela para quitarse de encima el frío del paseo matutino.
Tomás, por su parte, se sentó a la pequeña mesa de que disponían y sacando dos volúmenes de su bolsa de piel de vaca continuó con la copia que estaba haciendo de sus apuntes para Silvio de Agrigento.
Rodrigo lo observó pensando que el joven había aprendido mucho en Clairvaux de los copistas de Bernardo. Mientras Tomás raspaba el pergamino y cortaba una caña fina para escribir con ella, Rodrigo se lamentó por tener el secreto tan a mano y tan lejos a la vez. Era seguro que Jacques o el propio Henry Saint Claire estaban al corriente de todo y en una sola conversación habrían podido desvelárselo. Una pena.
– ¿Y Toribio? -preguntó Arriaga a Tomás, que parecía enfrascado en su labor de copista.
El joven levantó la mirada y contestó:
– Creo que estaba por las cocinas.
– Persiguiendo a las sirvientas, seguro.
Tomás sonrió.
– La verdad -repuso Arriaga- es que con sus correrías y líos de faldas suele obtener buena información.
– Los criados saben muchas cosas sobre sus amos. Quot servi, tot hostes. [15]
– No te falta razón, hijo.
Decidió salir al patio a husmear entre los preparativos de la fiesta. Había salido el sol por primera vez en dos semanas y la mañana, aunque fría, era preciosa. Caminó entre los criados que iban y venían atareados y se sintió hambriento ante el olor de los carneros asados. Pasó junto a un inmenso horno de barro que olía a pan recién hecho y se maravilló ante un gigantesco jabalí que giraba ensartado sobre un gran fuego con una manzana en la boca.
– ¿Tenéis hambre? -preguntó una voz detrás de él. Hablaba en francés normando.
Se giró y vio a Lorena Saint Claire, la hermana de Robert, que cortaba rosas ayudada por una criada muy joven.
Vestía un largo vestido de terciopelo granate que ceñía al talle con un cinturón de cuero engarzado de pequeñas piezas brillantes. Una piel sin mangas la protegía del frío. Llevaba su rojo pelo muy largo, recogido hacia atrás. Era pecosa y de ojos azules, muy hermosa.
– Me aburro, y eso me hace pensar en comida, sí.
Ella sonrió.
– Todos dicen que salvasteis la vida a mi hermano.
– Algo así. Cualquiera hubiera hecho lo mismo por un confrere.
– Sí, olvidaba que erais uno de ellos -dijo ella con cierto desdén.
Lanzó las rosas en la cesta que portaba la sirvienta, cogió un delantal y se lo colocó en su delgada cintura. Llevaba grandes bolsillos delante. Murmuró algo en gaélico y la criada los dejó a solas.