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– ¿Uno de ellos? -inquirió Arriaga.

– Sí, ya sabéis, un templario. ¿Me acompañáis? Voy a coger unas castañas. Quiero asarlas para Robert: era su manjar favorito de niño.

Rodrigo asintió recordando que por primera vez en mucho tiempo no llevaba el uniforme del Temple. Vestía un jubón de cuero de color marrón claro, unas cálidas calzas de algodón con polainas, botas y un manto negro que lo protegía del frío. Todo se lo había proporcionado el hermano vestiario antes del viaje. Comenzaba a cansarse de no tener nada.

Salieron del castillo y tras cruzar el puente que salvaba el barranco, tomaron un camino a la derecha. Se dirigían hacia una pequeña zona alomada en la que arriba, entre los árboles, se distinguía una pequeña capilla de piedra gris.

– Es la iglesia familiar, la capilla de Rosslyn.

Al templario le pareció muy pequeña.

La vegetación era frondosa, abundaban las setas, los enebros, los olmos, las hayas y las castañas. Iban recogiendo los pequeños frutos que ella depositaba en su delantal. Estaba hermosa a la luz del sol.

– No hay muchos días como éste por aquí, ¿no?

– ¿De sol? No, la verdad, quizás en verano…

– Es un lugar hermoso, pero…

– ¿Sí? -preguntó ella-. ¿Qué ibais a decir?

– No, nada. Quizás un poco inquietante.

– Yo no lo hubiera definido mejor.

Miraron hacia abajo, al camino. Dos hombres delgados, de pelo largo y luenga barba y vestidos con túnicas azul marino ceñidas con cuerdas al cinto, se dirigían al castillo. Detrás iba un hombre a caballo. Vestía de blanco.

– ¡André de Montbard! -exclamó Rodrigo sorprendido al identificar al hombre que encabezaba la comitiva del Temple que viera meses atrás en Carcasona. ¿Qué hacían aquellos dos perfectos [16] con André de Montbard, el tío de Bernardo de Claraval y uno de los nueve fundadores?

– Ya están casi todos -dijo ella con fastidio.

– ¿Casi todos?

– Sí, faltan algunos huéspedes que llegarán mañana, tras la fiesta de esta noche. Algunos miembros de las familias.

Rodrigo sintió que, de nuevo, alguien pensaba que sabía más de aquel asunto de lo que en verdad había averiguado. Decidió arriesgarse:

– ¿Quiénes? ¿Los Montdidier, los Jointville, o quizá los Brienne?

– Viene un Jointville, creo, un tal Pierre, y uno de los Saint Omer… Sigfridus.

– Vaya, menuda reunión -dijo él.

– Sí, empezarán como siempre con sus canturreos y sus túnicas blancas. -De pronto, dejó de hablar-. Perdón, son vuestros superiores. Seguro que gustáis de esos juegos absurdos, sociedades secretas, documentos… ¡imbéciles!

– No os veo muy entusiasmada con el proyecto.

– Desde niña no he oído hablar de otra cosa. Entretenimientos de hombres ricos con sus absurdos anillos y sus historias de otras épocas. En el fondo lo único que buscan es poder y más poder. -¿Había dicho absurdos anillos?-. Mirad a mi hermano. Se halla en peligro de muerte.

– No digáis eso, está en casa, a salvo.

– No seáis ingenuo, Rodrigo. ¿Qué pensáis que van a discutir en la reunión? Hacía tiempo que no veía juntos a tantos miembros de las familias. Van a decidir el destino de mi hermano Robert y, creedme, no se paran ante nada…

– Robert mejorará. Tened fe.

– ¿Fe? Eso es lo menos que tengo ahora. ¿Es verdad que enloqueció por una mujer? Al menos eso lo haría más humano. Desde niño le llenaron la cabeza con sus absurdas pretensiones de dominar el mundo. Los varones de esta casa no saben hablar de otra cosa. Mi madre, Elisa, tuvo que criar sola a sus hijos, por no hablar de mi pobre tía Elisabeth o su hijo Theobald, abandonados por mi tío Hugues de Payns por esa maldita orden que fundó.

– En respuesta a vuestra pregunta os diré que, en cierto modo, vuestro hermano enloqueció por una mujer. Estaba enamorado. Sufría porque no sabía cómo dejar la orden; estaba cansado y me temo que quería desposar a esa moza de Chevreuse, pero el padre de ella intentó matarlo y Robert reaccionó como un soldado, lo destripó. La joven le rechazó entonces y su mente no pudo soportarlo.

– Al menos me consuela que mi hermano hallara el amor, que quisiera tener una vida normal, decente, lejos de esta locura. ¿Nunca os habéis casado, Rodrigo?

– Una vez estuve a punto -dijo pensando en Aurora.

– Vaya. ¿Y no echáis de menos el estar con una mujer, llevar una vida sencilla, cuidar vuestras tierras, tener hijos?

– Cada vez más, Lorena, cada vez más -contestó pensativo pelando una castaña.

Los dos se habían sentado, al sol, bajo un inmenso árbol desde donde veían el camino.

– ¿Cuántos años tenéis? -dijo ella.

– Treinta y ocho.

– Parecéis más joven.

– ¿Y vos?

– Eso no se pregunta a una dama.

– Ni tampoco vos deberíais haber preguntado la edad a un anciano como yo.

Ella rio. Su cara se iluminó con una sonrisa perfecta, de dientes blancos y alineados como piedras.

– Tengo veintisiete -contestó ella -. Y sí, ya sé que a mi edad debería estar casada, pero mi familia me reserva para cuidar a mis padres cuando sean ancianos. No me desposaré.

– Yo tampoco, supongo. El destino de un templario es morir joven, en algún lugar perdido, en la arena del desierto y bajo un sol de mil demonios.

– Porque vos queréis -dijo ella.

Él pensó en Beatrice. Se sintió excitado por el olor de Lorena Saint Claire. ¿Qué hacía metido en ese lío? El destino le había situado en el lugar adecuado en el momento justo. Allí, en aquella reunión de notables, iban a tomarse decisiones importantes y él tenía que enterarse.

¿Qué hacían allí dos perfectos cátaros? Todo se complicaba por momentos.

La comida fue sobria. Rodrigo fue ubicado lejos de la mesa principal en la que se situaban Henry Saint Claire, Jacques de Rossal, los dos perfectos cátaros, de nombres Francisco y Jaime, y el muy influyente André de Montbard.

Arriaga observó que tanto De Rossal como De Montbard vestían amplias túnicas blancas cubiertas con unas largas sobrevestes sin mangas, que estaban hechas de paño de idéntico color. Ni ellos ni los perfectos comieron carne, sólo algo de pescado con verduras y pan. No probaron el vino. Antes de retirarse a hacer la siesta, Jacques de Rossal se le acercó, le dijo que De Montbard quería conocerlo y lo emplazó a que acudiera a su aposento, donde los tres se reunirían a media tarde.

Se retiró a su cuarto para hablar con Toribio y Tomás. Tenía que actuar con diligencia pero con tacto.

– Estamos metidos en algo importante -dijo al llegar.

– ¿Cómo qué? -contestó Tomás.

– Parece una reunión de muy alto nivel entre las familias. He sabido que mañana llegarán nuevos invitados de los Saint Omer y Jointville.

Tomás tomó nota en su libro. Rodrigo prosiguió:

– André de Montbard y Jacques de Rossal visten enteramente de blanco, como los nazareos. Necesitamos información sobre dicha secta.

– Si pudiéramos hablar con algún sabio judío… -repuso Tomás.

– Sí. En tus notas sobre el Templo, ¿hay algo de ellos?

– Poca cosa, lo que ya sabemos.

– Lo que me comentó Isaías Guior, que vestían de blanco y que de alguna manera resucitaban.

– Eso mismo.

– Los templarios visten de blanco -dijo Toribio.

– Y los cistercienses -apuntó Tomás.

– Y los druidas celtas -añadió Rodrigo-. Guior dijo que Cristo era un nazareo y que san Pablo malinterpretó su resurrección. ¿Recordáis? En mi iniciación alguien gritó «¡ha resucitado!». No entiendo nada.

– Y negasteis a Cristo -dijo Toribio.

– No quiero recordarlo, ¿sabéis? Esta mañana, hablando con la dama Lorena, he comprendido que podemos sacar mucha información de las mujeres de la casa.

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[16] El equivalente de los cátaros a un sacerdote.