Aquellos dos hombres fundadores del Temple le habían reconocido abiertamente que la orden era una tapadera, un brazo armado de una organización formada por unas pocas familias europeas que pretendían cambiar el orden establecido y sustituir a la Iglesia por una suerte de culto universal que aunara todas las grandes religiones. Pero ¿por qué? ¿Qué sabían? ¿Qué habían averiguado? ¿Qué extraños arcanos del Templo de Salomón habían logrado desvelar?
Nunca había sido demasiado religioso, pero aquello comenzaba a darle miedo. Había avanzado mucho, sin duda, pero aún le quedaba un largo camino y estaba cansado. Por otra parte, si eliminaba a Robert se abría ante él un futuro lleno de posibilidades, la gnosis. ¿Qué sería tal cosa? De Montbard, De Rossal y Bernardo de Claraval eran iluminados que caminaban por el mundo como levitando, como si estuvieran en poder de grandes secretos que los acercaban a Dios. ¿Qué tenían que ver con los nazareos? ¿Era Jesús uno de ellos? ¿Qué sabían sobre la vida del Salvador que asustaba a los papas de Roma? ¿Qué era ese Baphomet? ¿De dónde salían las riquezas de la orden? ¿Por qué secuestraron a los sabios judíos? ¿Por qué los llevaron a La Rochelle? ¿Por qué construir un puerto tan grande lejos de las grandes rutas que llevaban a Tierra Santa?
No Je agradaba aquella gente. Eran muy espirituales, sí, pero no dudaban en planear eliminarse unos a otros si aquello beneficiaba al proyecto. ¿Y esa iba a ser la nueva religión que dominara el mundo? No lo veía claro.
¿Cómo iba a salir de aquel atolladero?
Podía hablar con Henry Saint Claire, pero De Rossal y André de Montbard no deberían saber que los había traicionado.
Estaba confuso. Le hubiera gustado abandonar aquella historia, recoger a Beatrice y perderse con ella en sus tierras de los Pirineos. Tener hijos, envejecer.
¿Qué iba a hacer? Estaba metido en un avispero, pero en el fondo le picaba la curiosidad.
La gran celebración por el retorno de Robert Saint Claire se desarrolló en dos escenarios. Uno, el salón de la casa principal donde se dieron cita unos cincuenta invitados entre los asistentes de las familias, amigos de la nobleza local, curas, algún obispo y varios hidalgos escoceses. El otro, el patio en el que los lugareños, todos vasallos de Henry Saint Claire, bailaron, bebieron y comieron alrededor de una enorme hoguera a la salud de su joven amo. Sonaban las gaitas en el exterior.
En el Salón Grande, como lo llamaban en Rosslyn, se sirvieron multitud de platos que iban desde el estofado de liebre con setas hasta las mollejas de ternera en rebozo; se pudo degustar también un buen solomillo de cerdo a la mermelada de arándanos, rabo de toro, buñuelos de alcachofa, cordero a la miel, jabalí en salsa de almendras y otros alimentos que denotaban una procedencia más exótica debido a los viajes de los templarios, como palomas moriscas en escabeche y filetones a la Gran Maestre.
Rodrigo observó que De Rossal, André de Montbard, Henry Saint Claire y los dos perfectos comían igual de frugalmente que durante el almuerzo.
A los postres, Robert Saint Claire fue bajado de una silla que portaban dos criados. Estaba mucho peor físicamente. Rodrigo llegó a la conclusión de que las sangrías habían terminado por debilitar su cuerpo y quizá la humedad de la Grande Tour de París le había emponzoñado los pulmones, pues respiraba y tosía como un tuberculoso. Todos acudieron a saludar al hijo pródigo. Rodrigo se tranquilizó un tanto cuando vio que Robert lo reconocía.
– Vaya, mi salvador -dijo, alegrándose al verle.
Arriaga notó al darle la mano que estaba demasiado caliente, y que su respiración era agitada; era evidente que tenía fiebre. Entonces el pobre demente dijo:
– ¿Sabes, Rodrigo, que la Virgen María me visita en mi cuarto y que no era mocita cuando se casó con san José?
Estaba peor que nunca. Aquella mente se había ido para siempre. Se hizo a un lado y dejó que otros invitados se acercaran a presentar sus respetos al joven Saint Claire. Menuda blasfemia había soltado, desvariaba. Vio a Lorena y se acercó a ella.
– Vuestro hermano tiene fiebre, debería ir a la cama.
– ¿Acaso sois médico? -dijo ella retadoramente, apurando el vino de su vaso.
Él se giró y dio por terminada la conversación.
– ¡Esperad! -exclamó ella-. Vayamos afuera.
Se cubrieron con prendas de abrigo y salieron al patio, donde el vulgo bailaba al son de la música. Se apoyaron sobre unos toneles, en el rincón que había junto a la inmensa torre redonda.
– Perdonad, Rodrigo. No os merecéis que os hable así.
– No importa.
– Sí.
– ¿Cómo? -preguntó él.
– Que sí, que está enfermo. Esta mañana ha venido a verlo el médico de la familia. Cree que tiene una infección en la sangre, reúma lo ha llamado, por el frío que debió de pasar en aquel maldito calabozo…
Rodrigo lamentó haberle dado tanta adormidera al reo durante su traslado. Quizá lo había debilitado aún más.
– ¿Le ha recetado algo el médico?
Ella ladeó la cabeza:
– Vahos con eucalipto y corteza de sauce. Dice que es un joven fuerte y que en verano mejorará. Es evidente que este clima no le beneficia. Habrá que trasladarlo a un lugar más cálido y seco.
– Pero, Lorena, me temo que eso va a ser imposible.
– Lo sé -dijo ella-. Ellos y su maldito proyecto.
Alguien tomó a la joven por el brazo y cuando Rodrigo se giró notó que los llevaban en volandas en medio del gentío donde todos bailaban. La música sonaba en su cabeza y el vino surtía efecto. Comprobó que muchos de los nobles se hallaban danzando junto a la hoguera, a su lado. Lorena parecía divertirse, lejos de las penas que la asolaban un instante antes. Estaba bella. Aquellos bárbaros danzaban dando palmas, haciendo flotar sus faldas de cuadros al viento y saltando como posesos sobre las ascuas, al ritmo del sonido de las gaitas. La música transportó a Rodrigo a un lugar ancestral, verde y tranquilo, como en otra vida. No quiso pensar cuántos capítulos de la regla violaba. Se dejó llevar.
Era casi medianoche cuando Tomás le dio un golpe en el brazo discretamente. Rodrigo recordó el plan y salió inadvertidamente de entre el gentío. Los nobles habían salido del Salón Grande y se habían mezclado con la plebe, que cantaba y bailaba al son de la música de dos bardos y varios gaiteros. Se habían encendido dos inmensas hogueras más, así que, pese al frío, se estaba bien en el patio.
Tomás y Rodrigo salieron del recinto del castillo sin llamar la atención. El muchacho llevaba una bolsa de piel de vaca colgada en bandolera con todo lo necesario. Tomaron el camino a la capilla tras asegurarse de que nadie los seguía. La sombra de la pequeña iglesia se distinguía sobre el cielo pleno de estrellas, arriba, en la loma. Desde allí se oía el jolgorio, la música, las risas; se entreveía el titileo de los fuegos entre las ramas de los árboles del bosque.
Abrieron la puerta de la pequeña capilla y entraron.
Era un recinto de escasas dimensiones con apenas cuatro hileras de bancos y una talla de gran tamaño de una virgen negra presidiendo el altar. Rodrigo encendió un candil y caminaron despacio, con calma, examinando el suelo y las paredes en detalle. El único lugar en que podía ubicarse un posible pasadizo era bajo una lápida que había tras el altar. Era de pequeño tamaño, y, al parecer, contenía los restos de un neonato de la familia Saint Claire muerto a los pocos días de vida, treinta años antes.
– Tiene que ser aquí, Tomás, no hay otro sitio.
El joven sacó una palanca de hierro de la bolsa y Rodrigo metió su daga en el escaso espacio que quedaba entre la lápida de mármol y las recias losas de piedra. Logró separarlas un poco para que Tomás insertara la palanca. Hicieron fuerza y lograron levantarla lo suficiente para acceder a la supuesta tumba. Corrieron la lápida a un lado. No pesaba demasiado.