Se asomaron al interior del pequeño mausoleo iluminándose con la tenue luz del candil y comprobaron que no había restos de caja mortuoria, ni huesos, ni nada que se le pareciera. Unas escaleras empinadas bajaban en la oscuridad.
– Lo sabía. Los pañuelos -dijo Rodrigo.
Tomás sacó dos pañuelos húmedos de la bolsa y se embozaron con ellos. No querían correr la misma suerte que Giovanno de Trieste. Era posible que si Jacques de Rossal había traído un Baphomet en el cofre, éste estuviera allí abajo.
Llegaron al final de las escaleras y se encontraron con una recia puerta.
– Las antorchas.
Tomás sacó dos antorchas de la bolsa. Tras encender la primera apagaron el candil. Rodrigo, rememorando sus tiempos de espía, introdujo un pequeño hierro fino y flexible y jugueteó con la cerradura hasta que la hizo girar. Entonces empujó la puerta, que se abrió con un chirrido agudo y estridente que les heló el alma. Delante de ellos se extendía la oscuridad de una amplia sala en la que, al fondo, se adivinaba una especie de pequeño habitáculo donde brillaba el tenue reflejo de una vela.
– Vaya, esto encoge el alma -dijo Arriaga alargando el brazo para que su antorcha iluminara el camino-. No te separes de mí, hijo.
Llevaba la daga en la mano.
Comprobó que se hallaban en una amplia sala rectangular, cuyo techo era bastante alto para ser una estancia subterránea. Justo delante de ellos había dos gruesas columnas. Detrás de cada una de ellas surgía una hilera de pilastras de menor diámetro que llegaban hasta el fondo de la sala.
Rodrigo se entretuvo en echar un vistazo a la de la derecha. Estaba formada por cuatro cilindros, dos de ellos labrados profusamente con motivos vegetales y caracteres hebraicos. Pensó que el que la había tallado desconocía dicho idioma, pues no pudo leer ni una sola palabra.
– Esto… -dijo Tomás.
Rodrigo se giró y vio al muchacho examinando la otra columna. Era más bella que la anterior y los motivos vegetales formaban cuatro cordones que rodeaban la columna en espiral, dándole un aspecto demasiado recargado.
– Esto me suena… -siguió diciendo el criado-. Sujetad mi antorcha.
Mientras Arriaga sujetaba las dos teas, Tomás escarbó en su bolsa y sacó su libro apresuradamente. Pasó las páginas con determinación y exclamó:
– ¡En efecto! ¡Aquí están!
Dieron un paso atrás y contemplaron las dos columnas. Luego miraron una ilustración del libro de notas que Tomás había ido completando.
– Boaz y Jaquín, las dos columnas del Templo de Salomón. -leyó el joven.
– Vaya -dijo Rodrigo con la boca abierta.
Tomás comenzó a avanzar por la amplia sala, entre la balaustrada de columnas, mientras miraba el libro y Rodrigo lo seguía iluminando el camino con las dos antorchas.
– Y todo esto es… todo esto es… una réplica a escala del mismísimo Templo de Salomón. Mirad.
Echaron un vistazo al plano de la sección del Templo que Tomás había copiado en Clairvaux y comprobaron que todo coincidía.
– Entonces -comentó Rodrigo-, ese habitáculo del fondo es…
– El santasanctórum, el lugar donde se guardaba el Arca de la Alianza.
– Guarda tu libro, Tomás, y por nada del mundo te quites el paño de la boca.
Se acercaron caminando con aprensión hacia el único habitáculo que había al fondo de la amplia sala. No tenía puerta y se adivinaba una especie de mesa o altar con algo depositado en el centro.
Rodrigo se acercó apenas unos pasos y adelantó la antorcha.
– ¡Es horrible! -exclamó.
Ante ellos había un busto de un hombre barbado, de aspecto siniestro y ojos saltones. Entraron en la pequeña habitación y rodearon la macabra escultura.
– ¡Mirad, por este lado tiene cara de mujer! -exclamó Tomás, asombrado.
– Es cierto, ¿qué querrá decir esto?
Examinaron la tétrica figura durante un rato sin decir palabra.
En la base del lado femenino de la figura había tres letras.
– Mira, Tomás. Y, H, V…
– Yahvé.
– Estos tipos están locos. ¿Para qué construir una réplica del Templo en estas tierras perdidas?
– ¿Para guardar sus tesoros?
– Pero esto… esto está vacío.
– Sí, eso es cierto.
– Sea como fuere, Lorena me dijo que pronto empezarían las reuniones, los cánticos y las túnicas blancas. Se creen descendientes de los nazareos. Debemos aprender más sobre dicha secta pero ¿cómo? ¿Cómo?
– Clairvaux. Guior. Quizás él pueda ayudarnos.
– Sí, debes ir allí cuanto antes, mañana si es preciso. Diré que tienes que ver a tu madre enferma y…
– Descubrirán que he estado allí.
– No si no revelas tu identidad. Intenta hablar en secreto con Isaías Guior o, mejor, hospédate cerca y hazle llegar una esquela. Él o sus compañeros sabrán ayudarnos. Necesitamos pruebas. Sabemos que esta gente trama hacerse con el poder que ostenta la Iglesia, se creen herederos de una verdadera fe que aunará los tres grandes credos. Son herejes…
– Y luego… ¿dónde nos encontraremos?
– Os haré llegar un mensaje como sea. Sigamos mirando.
Dieron la vuelta y salieron de la estancia. Detrás de la misma quedaba un hueco entre ella y el inmenso muro de contención del fondo. De allí, partía un túnel que descendía hacia la más negra oscuridad.
– Esta pared representa el muro oeste del templo -dijo Tomás.
– Y ese túnel debe de conducir al castillo. Veamos.
Sacaron más telas que impregnaron en brea y enrollaron en torno a las antorchas, que revivieron. Comenzaron a descender por el túnel, cuya pendiente era acusada. Se escuchaba el goteo constante del agua que rezumaba desde el bosque situado justo encima de ellos. Las paredes aparecían labradas con caras barbudas y figuras que asemejaban un extraño vía crucis. El camino se les hizo eterno. Rodrigo seguía llevando la daga en la mano y Tomás miraba hacia atrás, hacia la oscuridad del túnel, del que temía que saliera algún horrible monstruo que los devorara. Después de una cerrada curva, el túnel terminaba bruscamente.
– No puede ser, debe de haber alguna salida aquí -dijo Rodrigo tanteando las húmedas piedras.
De pronto se oyó un chasquido, el muro giró, les deslumbró una luz cegadora y gritaron al verse frente a un individuo al que no se le distinguía el rostro.
Rodrigo le puso la daga en el cuello y el otro gritó:
– ¡Piedad para un buen cristiano!
– Casi nos matas del susto, Toribio -dijo Rodrigo Arriaga quitándose el pañuelo de la boca.
– ¡Señor! ¡Parecíais salteadores!
El bueno de Tomás dio un paso adelante. Se leía el miedo en sus ojos.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Arriaga.
– En la despensa, bajo el Salón Grande, en el pabellón de la familia.
– ¿Y cómo has encontrado el pasadizo?
Toribio se hizo a un lado y contemplaron a una moza bien entrada en carnes que roncaba despatarrada sobre unos sacos de harina. Junto a ella había una jarra de vino y dos vasos.
– Ella me lo dijo. Queda semioculto detrás de este botellero y se abre con esta pequeña palanca -argumentó Toribio señalando a la cocinera con la cabeza-. Y no creáis, que me ha costado folgarla tres veces seguidas; no es de las que queda satisfecha con un revolcón.
– Ay, Toribio, Toribio… -dijo Rodrigo, que reparó de inmediato en que habían dejado la lápida de la ermita abierta-. Tenemos que volver a cerrar la entrada en la cripta o descubrirán que hemos entrado en el Templo.
– ¿El Templo? -dijo Toribio.
– Ya hablaremos. Mañana partes con Tomás a Clairvaux, necesitaremos que contactéis con Guior a través de la sobrina de su amigo. La del cobertizo.