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Toribio esbozó una sonrisa socarrona

– Huuummm… -murmuró.

– ¿Y tenemos que volver allí arriba, mi señor? -preguntó el joven Tomás asustado.

– No, hijo, no. Cerrad el pasadizo. Yo lo haré.

Quedó dentro del túnel y el muro se cerró tras él. Entonces sintió que el miedo lo invadía. Cuando volvía, en la primera curva, reparó en una bifurcación del túnel que no había visto antes. Se adentró en ella y comprobó que apenas si tenía más de veinte pasos. Era una galería ciega. En los laterales del estrecho túnel aparecían excavados en la roca unos nichos, diez o doce; varios ocupados por esqueletos que vestían túnicas blancas. Pensó que podría ocultarse allí a la noche siguiente. Volvió sobre sus pasos y caminó lo más rápido que pudo. Pasó por el Templo como una exhalación, cerró la puerta de madera, apagó la antorcha, encendió el candil y subió las escaleras de vuelta a la ermita. Una vez allí cerró la losa y salió aliviado al frío de la noche.

Entonces oyó una voz.

– ¿Qué hacéis aquí?

Se giró y vio la figura de Lorena, que se perfilaba en la oscuridad.

– Buscaba un poco de tranquilidad. Quería orar.

Ella se le acercó mucho, demasiado.

– ¿Habéis pecado, Rodrigo? -Había cierto retintín en sus palabras.

– Pues sí, un templario debe mantenerse lejos de las cosas mundanas.

– ¿Qué cosas mundanas hay aquí arriba, en la ermita?

– Vine huyendo de mi pecado.

– ¿De vuestro pecado?

Estaba en un apuro. No le interesaba que ella pudiera contar que lo había visto allí a aquellas horas de la noche. Lo descubrirían. Tenía que arriesgarse.

– Sí, he pecado de pensamiento. Con vos, desde que os vi por primera vez. -La atrajo hacia sí, tomándola por el talle, y la besó. Sintió cómo la joven se estremecía. La agarró por las posaderas y le besó el cuello. Notó que jadeaba y envolvió sus senos con las manos; eran pequeños y duros.

– Venid -dijo ella.

Fueron a un cobertizo que había detrás de la pequeña iglesia.

Tomás y Toribio partieron al día siguiente. Al tratarse de dos sirvientes nadie le dio mayor importancia. Justo cuando Rodrigo salió a despedirlos al camino se dio de bruces con dos caballeros de mediana edad que llegaban acompañados por gente de armas. Eran los representantes de las familias Saint Omer y Jointville, sin duda.

Cuando volvió al patio del castillo y antes de adentrarse en el pabellón de invitados comprobó que Henry Saint Claire, Jacques de Rossal y André de Montbard recibían a los recién llegados con abrazos y parabienes. Le pareció escuchar algo así como «esta noche hablaremos con calma en la reunión, ahora bebamos un poco de vino».

Subió a su aposento para poner en orden sus ideas, tenía que hacer llegar una esquela a Silvio de Agrigento. Le iban a pedir que eliminara a Robert Saint Claire y luego querrían que partiera hacia Tierra Santa para alejarlo de allí. No le desagradaba pasar por el puerto templario de La Rochelle, así podría averiguar algo sobre el paradero de los siete sabios, pero la idea de eliminar al pobre demente de Robert le hacía sentirse muy angustiado.

Al entrar a su cuarto se sintió reconfortado por el calor del brasero. Entonces sintió una presencia tras de sí, en la penumbra que quedaba junto a la puerta entreabierta. Se volvió alarmado y vio a Lorena Saint Claire.

– Os esperaba -dijo ella-. Ahora tenemos el cuarto para nosotros dos solos.

Dicho esto, dejó caer el vestido que llevaba. Estaba desnuda.

Era una mujer de belleza extraordinaria, de tez pálida y pecosa. Tenía los senos pequeños y el vello de su sexo rojizo. Era una noble, no había duda, su piel no había sido curtida por el sol como la de Beatrice.

Ella se le acercó y se fundieron en uno solo. Aquello se le estaba yendo de las manos, pensó el templario.

– No he dejado de pensar en vos desde anoche -dijo ella.

Después de comer, Arriaga salió a dar un paseo para relajarse. Se había sentido algo tenso durante el almuerzo en la Sala Grande, pues Lorena no paraba de lanzarle miradas maliciosas que afortunadamente no llamaron la atención de los demás. El era un templario y por tanto debía mantenerse célibe. Además, Henry Saint Claire le había abierto las puertas de su casa y él había respondido a aquella hospitalidad deshonrándole al yacer con su única hija. Al menos le quedaba el consuelo de que ella parecía versada en las artes amatorias.

¿Qué pensarían Jacques de Rossal y André de Montbard si le descubrían? Parecían dos ascetas. No lo entenderían.

Intentó poner en orden sus ideas para enviar un mensaje a Silvio de Agrigento. Tenían que verse lo antes posible, pero… ¿dónde? En La Rochelle. Le habían dicho que allí había un barco que lo llevaría a Palestina. Si lograba solucionar el problema que se le planteaba con Robert Saint Claire -ya vería cómo- tendría que marchar hacia el puerto templario. Allí, antes de partir, podría reunirse con el de Agrigento y con Tomás y Toribio.

Una vez hubiera contado lo que sabía al secretario de Lucca Garesi, éste tendría que decidir. Él, por su parte, se encontraba cansado, harto de aquel negocio. Quizás era debido a que no le agradaba la idea de asesinar al joven Saint Claire. Creía haberle salvado la vida tras su conversación con Bernardo de Claraval pero, al parecer, la rama más dura de las familias apostaba por una solución más expeditiva.

Pensaba haber acabado con la parte más desagradable de su trabajo como espía: la muerte, la daga, los venenos… aquello formaba parte del pasado. Cuando era más joven no se lo planteaba siquiera. Actuaba como se le ordenaba y no reparaba en ello ni un solo momento. Había sido entrenado para hacerlo, era un soldado. Unos eran duchos manejando el arco, otros cargaban a caballo en las batallas, había zapadores que excavaban túneles a fuer de derribar los muros más sólidos de las fortalezas, y él, por su parte, fingía ser lo que no era, obtenía información, sobornaba y en caso necesario… mataba.

No sabía muy bien por qué pensaba en Beatrice y en terminar con aquella misión, volver a Chevreuse y llevarla consigo; vender sus tierras junto a los Pirineos y perderse en una granja lejos de Roma y las familias. Cultivar la tierra y tener hijos; vivir en paz.

Lorena era una mujer excitante, culta y de origen noble, pero había algo en ella que le hacía desconfiar. Se sentía culpable por haber yacido con ella, allí, en la casa de sus mayores. Ella se había vuelto a manifestar muy cansada de todo aquel asunto del proyecto y las familias. Le había descubierto otra cara: la de las mujeres de aquellos confabuladores, sus familias, que habían sido abandonadas cuando la misión lo requería. La prima de Lorena, Elizabeth, la madre de Theobald, había sido entregada en matrimonio a Hugues de Payns a la edad de trece años. Así sellaron su extraordinaria amistad Henry Saint Claire y el fundador del Temple, quienes habían luchado juntos en la cruzada. Hugues de Payns había dejado a su esposa adolescente y a su hijo recién nacido por ingresar en la orden que acababa de fundar. ¿Merecía la pena? Gracias a Henry Saint Claire su sobrina no se vio obligada a ingresar en un convento. Lorena había visto marchitarse a su prima mayor por culpa del proyecto.

Rodrigo, aprovechando las confidencias que suelen hacerse los amantes, preguntó a Lorena por su padre. Henry Saint Claire no había ingresado en la orden. Ella le dijo que su progenitor era uno de los más firmes defensores del proyecto, pero que nunca se había planteado por ello renunciar a su esposa, a sus hijos y a sus tierras. Quizá por esa razón se había sentido culpable y había inducido a su hijo menor, Robert, a ingresar en el Temple; era la contribución de los Saint Claire al brazo armado de las familias. Y así se lo pagaban ahora. Ella le dijo que con seguridad iban a tratar de matar a su hermano. Rodrigo se sintió culpable. No podía decirle que él era el encargado de hacerlo. Cuando volvió al castillo, Arriaga vio más monturas. Habían llegado nuevos invitados; aquella reunión era importante. Subió a su habitación, pues no le quedaba tiempo, tenía que escribir la esquela para Silvio de Agrigento, bajar al pueblo y dársela a Owen.