Lorena fue a visitarlo tras la cena e hicieron el amor. Era agradable compartir el lecho con una mujer, abrazados, desnudos bajo la manta y al calor del brasero del cuarto mientras en el exterior la nieve hacía su aparición. A punto estuvo de quedarse dormido. En cuanto sintió que la respiración de la joven se hacía rítmica y pausada se deslizó fuera del lecho y se vistió con las ropas que había preparado: calzas oscuras, jubón negro y manto del mismo color. Se pintó el rostro de oscuro con un tizón que había tomado de la inmensa chimenea y salió del cuarto evitando hacer ruido.
La moza de Toribio le abrió la puerta del pabellón principal de Rosslyn y bajaron al sótano. Abrieron la falsa puerta tras el botellero y Arriaga encendió la tenue llama de un pequeño candil.
– Espero que tengamos suerte y se reúnan esta noche.
– Id con cuidado -dijo ella.
– En cuanto cerréis el muro, salid de aquí. Es seguro que entrarán por esta puerta, no creo que usen la de la ermita con lo que está cayendo.
– Así lo haré -dijo la cocinera.
El muro se cerró tras Rodrigo y se le apagó la llama. Sintió miedo. Iba embozado, por si hubiera algún tipo de polvo venenoso en el Baphomet del Templo. Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y con una yesca pudo volver a encender la llama. Se sintió aliviado. En lugar de avanzar por la galería principal -la que conducía a la réplica del Templo- se internó por el túnel que se abría a la derecha. Pasó santiguándose junto a los nichos ocupados por esqueletos y se introdujo en uno que estaba vacío. Allí, tumbado, volvió a sentir que aquel negocio lo superaba. Sopló el candil y se hizo la oscuridad. Se arrebujó bajo el manto. Hacía un frío atroz y la humedad calaba los huesos.
Debieron de pasar horas. La estancia allí resultaba insoportable, el tiempo no pasaba y tan sólo se percibía el goteo del agua que rezumaba o el correteo de alguna que otra rata sobre el pavimento de piedra. De pronto, cuando ya debía de haber avanzado la madrugada, oyó un ruido inconfundible -el muro de piedra- y una débil y momentánea luz se reflejó en el muro que tenía enfrente. Voces. Eran ellos. Escuchó atentamente los pasos y contempló con aprensión cómo el resplandor de las velas que portaban se reflejaba en las piedras oscuras de las paredes del túnel. Por un momento sintió que lo invadía el pánico otra vez, al sopesar la posibilidad de que entraran donde los nichos; pero no, continuaron túnel arriba, hacia el Templo.
Dejó pasar un rato en silencio y esperó a que la oscuridad fuera completa. Entonces se levantó y caminó palpando las paredes del muro. Cuando llegó a la bifurcación, siguió hacia arriba.
Un lúgubre cántico, grave y de voces masculinas, llegaba resonando en las gruesas paredes de piedra. No entendía lo que decían, pero parecía hebreo. Se fue acercando. La claridad se hacía mayor por momentos. Llegó al fin del túnel, justo tras el santasanctórum, donde se situaba la pared que equivalía al muro oeste del Templo de Salomón. Aprovechando que estaba situado en la penumbra y que iba vestido enteramente de negro, decidió asomarse un poco. Habían colocado unos bancos en la sala, entre las columnas, formando un cuadrado. En el centro había una mesa con el horrible Baphomet. Los allí reunidos, excepto los dos perfectos cátaros, vestían inmensos mantos blancos con enormes capuchas que cubrían sus cabezas.
Comenzaron a entonar otro cántico monótono, repetitivo, en una lengua que él no entendía, primitiva y gutural. Fueron pasando uno a uno delante de la talla y, reverenciándola, la besaron. Aquello debía de ser más que suficiente para que los detuvieran a todos y confesaran su herejía ante el verdugo. Uno de los encapuchados parecía dirigir la ceremonia. Todos llevaban el inmenso anillo de oro con la columna a modo de sello. Cuando el último de ellos besó al Baphomet, tras un gesto del mandamás, cesaron los cánticos.
– Estimados hermanos -dijo con voz recia y solemne André de Montbard-. Nos hemos reunido aquí para tomar decisiones importantes, esperemos que Yahvé nos ilumine para poder recuperar el camino perdido y restaurar la gloria de su Templo.
– ¡Así sea! -exclamaron todos al unísono.
Se quitaron las capuchas. André de Montbard prosiguió.
– Debemos tratar con ecuanimidad la cuestión del joven Saint Claire, que en verdad sirvió bien al proyecto hasta que se desvió del camino por culpa de una mujer, cuyo despecho lo llevó a la locura. No todas las familias están aquí presentes y debo destacar que las que no han podido asistir han delegado su voto en mí. Doy la palabra a su padre, mi buen amigo Henry Saint Claire.
Rodrigo se echó hacia atrás y se escondió tras el muro, pues pese a que estando en la oscuridad no podían verle, se sentía indefenso, al descubierto.
– Queridos amigos, André, Jaques, Pierre de Jointville, Sigfridus Saint Omer. Queridos perfectos Francisco y Dimas. Queridos Theobald, Arnold… Quiero defender aquí la vida de mi hijo, Robert, pues como bien ha dicho André, sirvió bien a la orden y al proyecto. Era un joven de brillante futuro que había de ser mi legado a nuestro sueño, pero quiso la mala fortuna que tras unos desgraciados sucesos cayera en las garras de la demencia.
– Aclarad que esos desgraciados sucesos los provocó él folgando a una moza y matando a un paisano -interrumpió André de Montbard.
Henry Saint Claire lo miró con odio.
– ¿Y qué? -espetó Arnold Saint Claire-. Mi hermano no ha hecho sino lo que otros muchos.
– Sí, pero se volvió loco -dijo uno de los perfectos-. Y amenaza con desvelarlo todo. ¿Podría vuestra orden proteger a nuestra gente en caso de que Roma viniera al Languedoc a quemarnos en sus hogueras? Recordad que somos gente pacífica y que no tenemos ejército.
– Eso no sucederá -dijo el representante de la casa de Jointville-. Roma no se atrevería…
– No minusvaloréis a la Iglesia de Roma, Pierre -comentó André de Montbard-. Ha sobrevivido más de mil años y no es por casualidad. Sabed que nuestro hombre del papado nos ha hecho saber que el cardenal Garesi ha logrado infiltrar a un nuevo espía en la orden.
– ¡Esa rata! -dijo Theobald de Payns.
Hubo un murmullo general de desaprobación mientras Rodrigo sintió que lo habían descubierto.
– ¿Y qué más da? -repuso Henry Saint Claire-. Lo descubriremos igual que hicimos con los otros y correrá la suerte que merece.
– No -dijo De Montbard alzando la mano-. Según hemos sabido, Garesi se jactó de que esta vez había colocado a uno de sus perros cerca de la cabeza de la orden. Debemos ser más cautos que nunca. Por lo menos hasta que descubramos quién es. -Rodrigo respiró aliviado-. Es evidente que, en esta situación y sintiéndolo en el alma, Robert debe ser sacrificado. Sus delirios pueden descubrirnos.
– Aquí, lejos de todo el mundo, no puede escucharle nadie -contestó Henry Saint Claire.
– ¿No habéis oído lo que ha dicho André? Roma anda cerca. Podría llegar a oídos de sus espías. ¿Y si deciden detenernos a todos? ¿Aguantaríais la tortura? No estamos en condiciones aún de enfrentarnos a ellos. El proyecto discurre según lo planeado, pero aún es pronto, todavía somos demasiado débiles. Cuando esto se inició sabíamos que muchos de nosotros no veríamos culminada la Obra de Dios, pero de momento no estamos en condiciones de imponernos -dijo Jacques de Rossal.
– Es mi hijo, Jacques -repuso Saint Claire.
– Todos hemos sacrificado algo -espetó André de Montbard.
– ¡Maldición, yo comencé todo esto con Hugues de Payns!
– ¡Y nosotros somos fundadores! -gritó André de Montbard-. Me legitima la casa de Fontaine, mi sobrino Bernardo… Yo coloqué a Godofredo de Bouillon en el trono de Jerusalén y luego a Balduino. ¡Merezco un respeto!