Jacques de Rossal tomó entonces la palabra:
– Amigo Henry, ¿acaso olvidáis que vuestro hijo está oficialmente muerto? ¿Sabéis lo que ocurriría si Roma supiera que está vivo? Su sola existencia nos pone a todos en peligro. Además, recordad por ejemplo el caso de Godofredo de Bouillon, todo un rey que pertenecía a las familias, al proyecto, y fue sacrificado, borrado de un plumazo por convertirse en un obstáculo.
– Ojalá viviera mi buen amigo Hugues de Payns -dijo Saint Claire-. El os pondría a todos en su sitio.
Se hizo un silencio.
– ¿Y qué opina su heredero, Theobald? -preguntó alguien.
– Estoy con los Saint Claire -dijo el hijo del fundador del Temple.
– Y yo -dijo Pierre de Jointville.
– Bien, votemos -propuso De Montbard.
Otro silencio.
Debieron de alzar las manos porque André de Montbard hizo el recuento:
– Tomad nota, Jacques. Votos a favor de la vida de Robert Saint Claire: su familia, Theobald de Payns y los Jointville. Ahora, votos en contra: yo mismo, vos, Jacques de Rossal, los hermanos cátaros, la casa de Saint Omer, la de Montdidier y las de Fontaine y Champagne, cuyo voto delegan en mí.
– La decisión está clara -concluyó De Rossal.
– ¡No! -interrumpió Henry Saint Claire-. Exijo la reunión del capítulo extraordinario del Priorato a la mayor brevedad posible.
– No sabéis lo que hacéis, Henry.
– Sí lo sé, sí. A mí no me achantan vuestras amenazas y estoy en mi derecho.
– Hasta ahora nadie había osado enfrentarse a la mayoría.
– La mayoría sois la casa de Fontaine, con vos y vuestro Bernardo, y la casa de Champagne.
– ¿Y os parece poco?
– Exijo la reunión del Priorato de Sión.
Se hizo un silencio.
– Sea -dijo André de Montbard-. Declaro cerrada esta sesión de consultas. Esto no quedará así.
Rodrigo escuchó crujir los bancos. Se levantaban. Volvió por el túnel a toda prisa.
La Rochelle
Rodrigo llegó en unos minutos al lugar que marcaba la esquela que se le había entregado. Después de atravesar una estrecha vereda embarrada que atravesaba el bosque llegó a un claro, donde se encontró atados los caballos de Jacques de Rossal y André de Montbard.
Los dos hombres permanecían a la espera. Uno de ellos, sentado en un tronco, se entretenía haciendo dibujos con una fina rama en el barro. El otro miraba hacia el bosque como si pudiera ver a través de los árboles.
Se notaba que eran hombres acostumbrados a la vida a la intemperie del soldado. Arriaga había visto huellas de al menos cinco monturas, así que supuso que habría tres hombres de armas escondidos en el bosque.
– Os esperábamos, Rodrigo -dijo De Montbard.
El padre de Jean de Rossal no levantó la cabeza de sus dibujos.
Rodrigo desmontó.
– ¿Queríais verme?
– Anoche tuvimos una reunión informal para decidir el futuro de Robert Saint Claire. La situación no es buena. Debéis actuar y rápido.
– ¿Cómo?
Jacques de Rossal habló sin levantar la vista del suelo.
– Lo que mi buen amigo André os quiere decir es que debéis acabar con ese pobre demente hoy mismo. Os espera un barco en Dun Eideann, os llevará como dijimos a La Rochelle y de allí partiréis a Tierra Santa. Os quitaréis de en medio una buena temporada y os podréis dedicar al estudio del hebreo. Lo necesitaréis.
– Pero Robert es un templario…
– ¡Robert Saint Claire está muerto! -repuso indignado André de Montbard-. Murió ahorcado en Chevreuse. No podemos permitirnos el lujo de que Roma se entere de que aún vive.
Hubo un silencio.
– Mirad, Rodrigo -dijo De Rossal-, os honra la lealtad que mostráis hacia el joven Saint Claire. Le salvasteis la vida en ese oscuro incidente tabernario, le trasladasteis con discreción a París e incluso llegasteis a interceder por él nada menos que ante el mismísimo Bernardo.
– Y con éxito -apuntó De Montbard.
– En efecto. Llegasteis a convencerle -siguió Jacques-. Pero esto se nos va de las manos. Los Saint Claire perdieron influencia en el proyecto años ha, son prescindibles; el hijo de Hugues de Payns, Theobald, es ajeno a estos negocios… juzgamos como muy valiosa vuestra lealtad, pero Robert Saint Claire es como un forúnculo, un absceso que debe ser extirpado cuanto antes. De no ser así, puede acabar con todo el cuerpo.
– De acuerdo -contestó Arriaga-. Se hará como decís.
– Sea. Esta misma noche os esperan en el puerto. Daos prisa.
Cuando Rodrigo subió a su montura, De Montbard le dijo:
– Y recordad, es mejor que parezca una muerte natural. El joven está enfermo.
En el trayecto de vuelta al castillo, Rodrigo intentó tomar una decisión. No tenía tiempo, no podía hablar con Silvio de Agrigento para obtener alguna instrucción al respecto. ¿Qué iba a hacer?
Estaba cansado. La misión ya no le parecía excitante. Había recorrido un largo camino desde que el de Agrigento lo extorsionara en sus tierras del Pirineo. Aurora descansaba en paz; la criatura que albergaba en su seno, también. Había hallado algo de paz con Beatrice, en la que pensaba a menudo. Sabía más o menos lo que estaba ocurriendo: había identificado a las familias implicadas en el proyecto. ¿Qué más le daba todo aquello?
Sabía que se creían de alguna manera herederos de los nazareos. Sólo le faltaba averiguar más sobre dicha secta judía para ir cuadrándolo todo. También sabía que los sabios judíos habían sido llevados a La Rochelle. Allí podría averiguar el paradero del hermano de Moisés Ben Gurión. Quizá podría darle alguna alegría a su viejo maestro, el anciano Moisés, antes de que muriera. Sabía que aquellos siete desgraciados habían contribuido de alguna manera con sus traducciones a que los templarios expoliaran la herencia de su pueblo. Quizá secretos, las Tablas de la Ley, la ecuación cósmica, las leyes que rigen el mundo… quizá grandes riquezas escondidas bajo el Templo. Quizás ambas cosas.
No estaba tan lejos de resolverlo todo, pero no quería matar a Robert Saint Claire. Por otra parte le parecía evidente que el joven demente estaba enfermo; quizás era cuestión de tiempo. Él no haría otra cosa que acelerar lo inevitable. Estaba decidido a marcharse, a desaparecer, a ver por última vez a Silvio de Agrigento y contarle todo lo que sabía.
No obstante, si eliminaba a Robert se abría ante él la posibilidad de ir a La Rochelle, de viajar a Tierra Santa, de poder investigar bajo el Templo, de resolver el enigma… pero no quería matar al joven Saint Claire.
Entonces le ocurrió algo que le recordó su pasado. A veces se sentía asqueado de su trabajo como soldado y espía, sentía ganas de abandonar aquel negocio cuando le encargaban algún asunto que no le agradaba, pero entonces, misteriosamente y pese a que era su deseo negarse, dar la vuelta e irse a sus tierras, se veía a sí mismo cumpliendo con la misión: matando a ancianos, a mujeres, a padres, a madres… Estaba en su naturaleza, había sido entrenado para ello y era como si su mente no pudiera negarse a obedecer una orden. Eso le ocurrió al llegar a Rosslyn tras su reunión con De Montbard y De Rossal. En lugar de acudir a su aposento, hacer el petate, subir a un caballo y desaparecer, se vio a sí mismo como en un sueño, buscando un frasquito en su saco, yendo al encuentro de Lorena y diciéndole que antes de partir quería visitar a su buen amigo Robert.
– Dice el ama que ha pasado una noche muy mala -apuntó ella-. Quizá duerma. Va a peor.
– Aun así me gustaría verlo. -Era otra vez el despiadado asesino del pasado.
Subieron al aposento del demente y cuando entraron lo encontraron sentado en su cama. Estaba morado y aullaba como un perro, se asfixiaba.