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Cuando Alonso Contreras lo dejó a solas, Rodrigo pudo reflexionar sobre lo desentrenado que estaba como espía. ¿Cómo no había reparado en ello antes?

Iban a matarlo. Era tan obvio…

Cuando se encarga un asesinato a un sicario al que no se conoce demasiado no se corren riesgos y se lo elimina tras realizar el trabajo. Así no queda rastro alguno. Aquellos dos conspiradores, André de Montbard y Jacques de Rossal, no habían dudado un instante a la hora de matar a Robert Saint Claire, el hijo de un amigo al que conocían desde niño. ¿Cómo iban a dejar que Rodrigo campara por ahí a sus anchas? Ellos creían que él había acabado con Robert y por eso iban a quitarlo de en medio. Por eso le habían dado el oro y por eso le habían colocado delante un cebo sabroso: viajar a Palestina. Sabían de sobra que desde su ingreso en la orden había manifestado su deseo de ir a servir en Tierra Santa. Era seguro que sus asesinos lo esperaban en La Rochelle. No habían podido matarlo en Rosslyn, pues eso hubiera llamado mucho la atención. Los Saint Claire hubieran sospechado. Nada más llegar a puerto pretendían conducirlo a alguna casa de la orden y Rodrigo Arriaga sería historia.

Tenía que hablar con el carcelero. Sabía por qué habían potenciado el puerto de La Rochelle, sabía que se creían herederos de los nazareos y sabía de dónde venía su inmensa riqueza.

Sólo le faltaba ampliar un poco su información con lo que Tomás averiguara en Clairvaux y podría contárselo a Silvio de Agrigento para que Roma actuara de inmediato. Debía ser cauto. Estaba en territorio enemigo.

– ¿Qué se os ofrece? -dijo el capitán cuando hubo entrado en el camarote.

– En cuanto nos acerquemos a La Rochelle, me avisaréis. Debo desembarcar antes de llegar a puerto. Buscad dónde hacerlo con facilidad.

– Pero… eso es un poco extraño…

Rodrigo miró al capitán como estudiándolo, entonces dijo:

– Mirad, cumplo una misión secreta. No os puedo decir más, pues la orden os eliminaría. Mis órdenes vienen nada menos que de André de Montbard y Jacques de Rossal, dos de los fundadores. No puedo desembarcar en lugar tan concurrido como La Rochelle, pues voy de incógnito, pero allá cada uno con las consecuencias de sus actos si cometéis el error de no obedecer y me hacéis llegar a puerto para que todo el mundo me vea, estropeando mi cometido. Ateneos a las consecuencias. Arriaga vio el miedo en los ojos del marino:

– Se hará como decís -dijo el capitán antes de salir del camarote.

Entonces, al quedarse solo de nuevo, Rodrigo reparó en otra posibilidad que hizo que un escalofrío recorriera su espalda. ¿Y si habían descubierto que era un espía de Roma? En cualquier caso debía actuar rápidamente.

¿Habría recibido Silvio de Agrigento su carta? ¿Le esperaría en La Rochelle como él le había pedido?

El capitán pudo entenderse con unos pescadores, quienes, a cambio de una moneda de oro, llevaron a Rodrigo a tierra. Dejó sus ropas de templario en el camarote -quiso pensar que para siempre- y se cubrió con el manto negro para mostrar lo menos posible el rostro. Cuando llevaba caminando un buen rato a paso vivo se volvió y vio cómo la galera se alejaba aguas adentro. Contreras había cumplido su parte del trato. Tenía que darse prisa.

Llegó a La Rochelle a media tarde. No le resultó difícil hallar acomodo en una posada junto al puerto. Desde su cuarto se observaban las fenomenales defensas de aquel abrigo natural. El acceso a la dársena estaba guardado por dos torres: la de Saint-Nicolas, una imponente construcción de tres alturas, y la Tour de la Chaine, de menos envergadura. Entre ambas había tendida una enorme cadena que sólo se bajaba al paso de los barcos que tenían permiso para entrar en el puerto.

Le llamó la atención la existencia de una tercera torre que permanecía unida a la de la Chaine por un lienzo de muralla, la Tour de la Lanterne, llamada así porque cumplía las funciones de faro para orientar a los navegantes que surcaban aquellas costas. Desde allí veía las dos enormes naves que el Temple había construido para surcar el misterioso y oscuro océano. Había una tercera, más grande, en el dique seco.

Cuando salió a la calle reparó en que aquella era una villa templaría, no sólo por el elevado número de caballeros, sargentos y armigueros que deambulaban por las calles, sino porque también se veía a sacerdotes de la orden, hermanos legos, cooperadores y compañeros del santo deber; carpinteros, constructores y artesanos que servían a la orden desempeñando sus respectivos oficios. Acudió a la Torre de Saint-Nicolas y preguntó por Eugène, el carcelero al que conocía Contreras. Le dijeron que trabajaba por la noche, así que, tras preguntar dónde vivía, decidió hacer tiempo porque supuso que estaría durmiendo hasta la hora en que empezaba su turno. Pasó por todas las tabernas y posadas preguntando por Silvio de Agrigento, pero a nadie le sonaba su descripción. Estaba claro que no se había presentado en La Rochelle. ¿Habría recibido su carta?

En cualquier caso no iba a quedarse allí esperando. Después de cenar un buen palomino asado y algo de queso, salió hacia la casa del carcelero, una mísera vivienda en el barrio de los marineros, extramuros, apenas una chabola. Le abrió una mujer gruesa algo enfadada por los gritos de la chiquillería que albergaba aquella vivienda. Rodrigo preguntó por el hombre de la casa y enseguida apareció un tipo de uniforme limpiándose la boca con el dorso de la manga derecha.

– ¿Eugène? Soy amigo de Alonso Contreras, él me envía. Quiero hablar con vos.

– ¿Quién sois?

– Eso es lo de menos.

– Perdonadme, pero salía de casa ahora mismo, estoy de guardia esta noche.

– Lo sé -dijo Rodrigo-. ¿Os puedo acompañar hasta la torre?

El hombre dio un paso atrás, desconfiado. Alzó sus puños y dijo:

– Estos amigos me dicen que no.

Rodrigo abrió la mano y mostró una moneda de oro.

– Pues a mí ésta me dice que sí.

– ¿Qué queréis?

– Sólo hablar mientras camináis hasta la prisión. Os daré esta moneda y, si vuestras respuestas son útiles, si os veo locuaz, al final del camino os daré otras dos. ¿Qué opináis?

– Que se hace tarde. Andando -contestó el otro tomando la moneda y echando a caminar-. ¿Qué queréis saber?

– El asunto es sencillo. ¿Cuánto tiempo lleváis haciendo de guardia en la Torre?

– Once años, quizá doce.

– Fantástico. Entonces el asunto es sencillo. Siete sabios judíos desaparecieron de sus casas de París. Sé que los trajeron aquí y sé que uno de ellos fue sacado de la torre para viajar en una de las naves que cruzan el Atlántico.

– Sí, el bueno de Moisés. Era el más joven.

– Entonces, ¿los encerraron en la Torre?

– Es el lugar más seguro en muchas leguas a la redonda.

– Y… ¿viven?

Eugène se paró y le miró a la cara.

– Me temo que no -dijo-. Dos murieron nada más llegar. Al parecer los querían para traducir no sé qué papelajos antiguos y se resistían. Los torturaron a los siete. Los dos mayores murieron, eran débiles.

– ¿Y los otros cinco?

– Vivir en una celda fría y húmeda debilita la salud de cualquiera. Uno se ahorcó en su calabozo. Los demás fueron muriendo. Hace frío aquí. El último en dejarnos fue el mismo Moisés, hará ahora cosa de un año.

– Vaya.

– ¿Eran familia vuestra?

– No, no soy judío. Cumplo un encargo.

– Pues ya lo sabéis.

– ¿Y qué querían sonsacarles? ¿Estabais presente en los interrogatorios?

– Es mi trabajo. No querían sonsacarles nada, querían que trabajaran para la orden.

– Y lo hicieron…

– Vaya que si lo hicieron, no he visto a ningún hombre aguantar más de un día el potro, la dama de hierro o las brasas… o muere uno o cede. Es así.

– ¿Os suena el nombre de David Ben Gurión?