– Sí, claro, murió hará cuatro, quizá cinco años. Pulmonía.
Rodrigo lo sintió por su maestro.
Llegaron a la explanada que daba acceso al puerto.
– Tomad, os lo habéis ganado -dijo Rodrigo dándole las dos monedas prometidas y perdiéndose en las sombras sin decir adiós.
Entró a la posada y se tumbó en su catre. Durmió mal, entre pesadillas, y despertó al alba. Desayunó, pagó la cuenta y preguntó por unas buenas caballerizas. Acudió a unas cuadras a las afueras, compró un buen caballo trotón, fuerte y de color bermejo, y salió a toda prisa de La Rochelle. El barco de Contreras estaría a punto de llegar.
No sabía hacia dónde dirigirse. Toribio y Tomás podían estar aún en Clairvaux o hallarse de vuelta. Les había dicho que se dirigieran a La Rochelle. ¿Y si se cruzaban en el camino? Por otra parte debía ver lo antes posible a Silvio de Agrigento.
Decidió arriesgarse y acudir al encuentro de sus amigos. Además, le sería útil disponer de la información sobre los nazareos antes de ir al encuentro del secretario de Garesi. En la primera posada que halló escribió una nota para su viejo maestro de París, Moisés Ben Gurión, y durmió lo imprescindible. Se había propuesto dejar recado a sus amigos en todas las hospederías del camino por si se cruzaban siguiendo senderos distintos. La Rochelle era un avispero y a esas horas ya debían de estar buscándolo. No quería que Tomás y Toribio se metieran en la boca del lobo.
Silvio de Agrigento
Rodrigo los vio venir. Apenas le quedaba una jornada para llegar a Clairvaux cuando los vio aparecer en el horizonte, justo en mitad del camino, trotando a ritmo lento y charlando animadamente el uno con el otro. No les veía la cara, pero sus gestos, su porte y su manera de montar eran del todo inconfundibles. Puso el caballo al galope y gritó al viento:
– ¡Toribio! ¡Tomás!
Ellos bajaron de sus monturas y Rodrigo hizo otro tanto. Los tres amigos se fundieron en un abrazo.
– ¡Menos mal que os encuentro! Tuve que salir de La Rochelle por piernas.
– ¿Y eso? -preguntó Toribio.
– Es una larga historia, tenemos que hablar. ¿Hay alguna posada por aquí en la que echar unas jarras? Estoy hambriento.
– A no más de dos leguas -dijo Tomás.
– Vayamos, entonces. ¿Habéis averiguado algo sobre los nazareos?
– Poca cosa.
– Bueno, cada cosa a su tiempo. Se os ve bien, bribones.
Rodrigo aprovechó el camino a la taberna para poner al día a sus compañeros: habló de la reunión en el sótano; insinuó lo suyo con Lorena Saint Claire, a lo que Toribio respondió con una sonora carcajada; les contó el encargo que le hicieran De Montbard y De Rossal, la muerte de Robert Saint Claire, su viaje a La Rochelle y sus pesquisas sobre los siete sabios muertos. Se sorprendieron mucho cuando les contó que los templarios habían hallado un nuevo continente repleto de oro y plata.
Al llegar a la posada, una amplia casa encalada con tejado rojo, dejaron los caballos al cuidado de un mozo y entraron a comer algo. Se sentaron a una mesa de roble situada al fondo y entrechocaron las jarras que les sirvió una moza pelirroja de buen ver.
– Mirad, como vuestra Lorena -dijo Toribio.
– Menos chanzas. ¿Y el asunto de los nazareos?
Tomás comenzó a hablar:
– Nos hospedamos en casa de la sobrina del compañero de Guior. Aquí Toribio se encargó de ello. A través de la moza hicimos llegar un mensaje al maestro y le rogamos discreción suma, pues oficialmente no estábamos allí. Un compañero suyo, un tal…
– ¡Zacarías! -exclamó Toribio.
– Eso. Otro rabí, Zacarías, se encargó del asunto. Sabía más sobre el tema que Guior y buscó algo en la biblioteca de la abadía… Lo tengo aquí, en mi libro… -El joven comenzó a hojear sus notas-. El judaísmo no era antaño como ahora; ahora hay sinagogas aquí y allá y son los rabinos los que se encargan del ministerio. Antes de la diáspora, el judaísmo estaba muy estructurado, al menos en Israel. Había una casta que se encargaba del culto, los sacerdotes, que recogían tributos y animales para realizar los sacrificios en el Templo. Ellos eran el nexo directo con Dios.
– Los nazareos… -inquirió Rodrigo.
– Sí, los nazareos. Voy a ello -dijo el joven-. Eran una secta judía. Se supone que tenían en su poder ciertos conocimientos esotéricos derivados de la Cábala y del antiguo Egipto, pues no olvidemos que el Evangelio dice que los padres de Cristo huyeron a Egipto, donde residieron un tiempo. Parece haber una relación con el Mesías. Bien, esos nazareos eran personas consagradas enteramente al Templo y practicaban alguna suerte de ritos iniciáticos, de manera que cuando un adepto superaba cierto camino de ascesis, de acceso a la gnosis, se llevaba a cabo una ceremonia y alcanzaba un nivel más alto: era un iluminado, como si hubiera vuelto a nacer. Había resucitado.
– Por eso alguien gritó algo así en mi iniciación.
– Quizá. El caso es que una vez alcanzado este nuevo estatus, el resucitado vestía de blanco.
– Como los templarios y el Císter.
– Y como los esenios -dijo Tomás.
– ¿Los esenios? -preguntó Arriaga.
– Sí. Recordad: eran unas comunidades de ascetas que se alejaban de las ciudades y vivían en cuevas dedicados al ayuno y la oración. Hay quien dice que eran nazareos que ya habían alcanzado la iluminación y por ello se alejaban del mundo. El caso es que estos nazareos pertenecían a la casta sacerdotal, cuyo origen era real, todos los sacerdotes del templo eran de estirpe davídica, lo que significa que descendían de una misma rama: la de la tribu de David. ¿Me seguís?
– Sí.
– Jesús era de estirpe real. Era, por tanto, un miembro de esta casta sacerdotal, o, al menos, eso afirma el amigo de Guior, Zacarías. También lo era el Bautista y aquí entramos en terreno escabroso…
– ¿Qué ocurre?
– Hablamos de blasfemia, mi señor.
– ¿Más graves que las que he escuchado en los últimos diez meses? Seguid.
– Bien, Zacarías afirma que Cristo era un nazareo de la estirpe sacerdotal que controlaba el Templo. Dice que alcanzó el rango de iniciado y que era la cabeza visible de dicha secta, por eso vestía de blanco y por eso se podía decir de él que había resucitado. Cuando san Pablo llegó a Jerusalén se incorporó al culto de dicha iglesia pero no entendió nada. No olvidéis que nada tiene que ver con la Iglesia de Roma que conocemos ahora, pues se trataba de un grupo de hebreos siempre dentro del judaísmo más dogmático. Jesús murió crucificado por los romanos, un castigo que se aplicaba a los rebeldes políticos. A Jesús le pusieron el cartel de REY DE LOS JUDÍOS en la cruz porque era de estirpe real y podía reclamar el trono de Israel. En aquella época los zelotes, unos rebeldes políticos relacionados con los esenios y con los nazareos, comenzaban a atacar a Roma; el clima de rebelión era palpable. Zacarías llega incluso a dudar que Jesús pudiera pertenecer a los zelotes, lo explicaría su crucifixión. Tras la muerte de Cristo lo sustituyó su hermano Santiago.
– ¿Su hermano?
– Dejadme hablar. Enseguida surgieron tensiones con san Pablo, que no estaba de acuerdo con la línea que llevaba la, llamémosla, nueva Iglesia de Jerusalén… San Pablo salió a predicar por los países cercanos, Grecia por ejemplo, y fue llevando el mensaje a los gentiles. Ojo: no olvidéis que los nazareos, la Iglesia de Jerusalén, no eran un culto aparte del judaísmo, eran el judaísmo más dogmático, más ortodoxo, el del Templo, al que se añadían ciertos conocimientos esotéricos… Pablo iba por ahí predicando que Jesús era un Dios, que había resucitado. Para Santiago y los nazareos el único Dios era Yahvé y no se planteaban la predicación a los gentiles ni abandonar el judaísmo. De hecho, y siempre según nuestro amigo el rabí Zacarías, Santiago llegó a alcanzar mayor influencia como líder de su comunidad que su hermano fallecido. Entonces ocurrió la catástrofe. Las continuas rebeliones provocaron que Roma arrasara Israel. Como ya sabemos, Jerusalén fue borrada del mapa. Algunos valientes se escondieron en los subterráneos del Templo, entre ellos los nazareos, claro. La supervivencia fue difícil. De hecho, intentaron hacer un túnel para escapar, pero la dureza de la roca, la falta de alimento, de hombres, de materiales, los hizo desistir.