Выбрать главу

»Santiago, el cabeza visible de los nazareos, decidió llevar a cabo una treta vestido con una túnica blanca y con un manto morado (os recuerdo que es un color destinado a la realeza). Se apareció una noche a los guardias haciéndose pasar por un fantasma. Llegó a cundir el pánico, pero finalmente lo detuvieron y llevaron a las autoridades romanas. Fue ejecutado. Los pocos supervivientes murieron de hambre, se mataron entre ellos o fueron capturados o asesinados. Se supone que lograron esconder los tesoros y los secretos más valiosos del Templo. Recordad el Manuscrito de Cobre, que recogía al parecer la ubicación de todos los tesoros escondidos. Los romanos actuaron con brazo de hierro. Arrasaron la ciudad, el Templo, todo… Se estima que murieron más de un millón trescientos mil judíos. El culto de los nazareos quedó extinguido, prácticamente todo el pueblo judío fue aniquilado, la incipiente Iglesia de Jerusalén fue borrada del mapa y reconstruida por un no iniciado que había sobrevivido en el exterior…

– San Pablo.

– San Pablo. Él hizo llegar el mensaje a un público grecorromano. Él elevó a Cristo a la categoría de Dios, un hombre que había resucitado, y terminó convirtiendo aquel legado en una nueva religión que se alejó del judaísmo.

»Por otra parte, dicha religión ya no fue lo mismo, no había Templo, no había sacerdotes, no había Israel… ¿Cómo sobrevivió? En los libros, los escritos, la Torah, los rabinos, los sabios… ellos fueron los encargados de guiar al Pueblo Elegido en la diáspora hacia un culto que ya no era el de antes.

– ¿Y Zacarías afirma que Jesús tuvo hermanos? -preguntó Rodrigo.

– Él dice que esta casta sacerdotal se mantenía pura, que no se mezclaban con el resto de los judíos y afirma que Jesús tuvo cuatro hermanos, sí.

– Y estos templarios, o mejor dicho, las familias, es evidente que se creen herederos de alguna manera de aquellos nazareos, ¿no? -argumentó Rodrigo.

– Eso parece.

– Pero… ¿por qué?

– Ni idea.

– Debemos hablar con vuestro amo, con Silvio de Agrigento. Nosotros no podemos averiguar más. Demasiado hemos avanzado. Hemos probado que hay una conspiración que pretende abolir la Iglesia y sustituirla por un nuevo culto, que se creen descendientes de aquellos nazareos, que no creen en la divinidad de Jesús, que han expoliado el Templo de Salomón, que traen plata a espuertas de allende los mares y que están en posesión de saberes que no conocemos. Nosotros hemos hecho nuestro trabajo. Entregaremos el libro, Tomás, vos volveréis a lo vuestro y Toribio y yo desapareceremos. ¿Dónde creéis que podemos encontrar al secretario del cardenal Garesi, hijo?

– Por esta época, espero que cerca de Ostia, en su residencia de invierno.

Los dos alabarderos cruzaron las picas ante los tres recién llegados y un sargento que vestía el colorido uniforme de la guardia papal se apresuró a preguntarles qué querían. Mientras Rodrigo y Tomás parlamentaban con el soldado, Toribio echó un vistazo al bello panorama que se divisaba desde la colina. Era un día frío para aquellos lares pero muy soleado.

– Esperad un momento -dijo el sargento adentrándose en la finca a través de un camino de tierra jalonado por altos cipreses.

La residencia de invierno de su Ilustrísima, el cardenal Lucca Garesi, gozaba de una privilegiada vista de Ostia, a un paso, como quien dice, de Roma. Estaba rodeada de amplios y cuidados jardines con estatuas de corte clásico. Hubiera podido pasar perfectamente por la vivienda de un patricio de la época gloriosa del Imperio romano. Al momento volvió el sargento.

– El secretario de su Ilustrísima dice que no os conoce. Volved por donde habéis venido.

– ¿Cómo? -repuso indignado el joven Tomás-. ¿Nos hemos jugado la vida por mi señor y ahora se niega a recibirnos? Es mi amo, yo vivía aquí. ¿Sois nuevo?

– Dejadme a mí, Tomás -contestó Rodrigo-. Mirad, hemos cumplido una misión para Silvio de Agrigento que podríamos calificar de delicada. No sé cómo dice que no nos conoce; él y yo sabemos que sí. Estuvo en mi casa y me hizo un encargo, lo he cumplido y exijo verle para que él decida qué hacer a continuación.

El sargento negó ladeando la cabeza a ambos lados.

– ¡Pues no nos iremos de aquí sin verle! -gritó Tomás.

– ¡Eso! -añadió Toribio.

El sargento hizo una seña a uno de los guardias, que fue a buscar refuerzos.

– No nos iremos. Esperaremos aquí toda la noche si es preciso -repuso Rodrigo muy convencido. La verdad era que aquello comenzaba a darle mala espina. ¿Por qué iba Silvio de Agrigento a negar que les conocía?

Llegaron tres hombres de armas más que pretendieron empujarles para que despejaran la puerta de acceso a los bellos jardines del cardenal Garesi. Al instante, y con la velocidad de un rayo, Rodrigo desenvainó y puso la punta de su acero en la nuez del sargento. Toribio y Tomás le cubrieron los flancos. Los otros cinco, espada en mano, los rodearon.

– Si vos o alguno de vuestros hombres hace un solo movimiento, caeréis el primero. Sólo queremos ver al secretario de su Ilustrísima. Será un momento y nos iremos. Estoy cansado de este negocio y quiero volver a casa a cuidar de mis vacas, pero antes debo hablar con Silvio de Agrigento. El futuro de la Iglesia corre peligro y él debe saberlo todo. Sólo hago mi trabajo.

Entonces oyeron voces y vieron a un hombre menudo que salía tras la fuente situada al fondo del camino de tierra. Vestía una sobria sotana de color negro y corría con los brazos en alto.

– ¡Por el amor de Dios! ¡Quietos, quietos! -gritaba alarmado.

Los guardias dieron un paso atrás. El sargento permanecía con las manos en alto amenazado por la espada de Arriaga en el gaznate.

– ¡Dejad pasad a estos señores! Arrigo, Pietro, haceos cargo de las monturas de estos viajeros -dijo batiendo dos palmadas que hicieron aparecer en escena a sendos criados.

Rodrigo envainó el hierro y el sargento le lanzó una mirada de odio que era toda una promesa. Caminaron acompañados por aquel tipo menudo que dijo llamarse Ambrosio Rosellini. Entraron en la lujosa casa con suelo y estatuas de mármol y los llevó a una sala amplia con espléndido suelo de madera. En el centro de la misma había una butaca, por lo que parecía una suerte de sala de audiencias. Los dejó a solas.

Al momento apareció Silvio de Agrigento acompañado por dos guardias. Vestía una túnica de terciopelo azul claro ceñida por un fajín de raso. Tomó asiento y saludó con la cabeza a los recién llegados.

– ¿Qué significa esto, jodido dómine? -dijo Arriaga.

Los dos guardias dieron un paso al frente, pero de Agrigento los frenó diciendo:

– ¡No! ¡Quietos! No pasa nada.

Volvieron a apostarse a su lado como dos perros fieles. Arriaga reparó en que el cura vestía unos muy costosos mocasines de piel, azules como su saya.

– Comprendo que estéis algo enfadados -comenzó Silvio de Agrigento-. Ambrosio no os conocía y por eso os negó la entrada; además, no os esperábamos, de haberlo sabido…

– Os envié una carta para que vinierais a La Rochelle.

– No pude, estaba ocupado.

– Yo también lo estaba, jugándome la vida por vos y vuestra Iglesia. Y mis dos amigos también.

– Lo siento, Rodrigo, pero me fue imposible acudir. Causas de fuerza mayor -Se hizo un largo silencio-. ¿Y bien? ¿Qué habéis averiguado? -preguntó Silvio de Agrigento.

Rodrigo comenzó a hablar:

– Teníais razón desde un principio. Existe una conspiración. Hugues de Champagne creó el mito de Bernardo de Claraval. De Champagne creó el Temple junto a su vasallo Hugues de Payns. Luego Bernardo, que ya había adquirido prestigio, dio una regla al Temple y lo apoyó sin condiciones. Desde mucho tiempo antes, en la abadía de Clairvaux se estaban traduciendo textos hebraicos. Hugues de Payns y su amo, Hugues de Champagne, fueron varias veces a Tierra Santa, buscando algo. Excavaron bajo las ruinas de la mezquita de Al-Aqsa durante nueve largos años sin admitir más adeptos y encontraron algo valioso. Volvieron a Europa y comenzaron, ahora sí, a reclutar a nuevos caballeros. Entonces desaparecieron siete sabios judíos de París. Ahora sé que fueron llevados a La Rochelle y obligados a traducir textos antiguos, no sé cuáles, quizá las Tablas de la Ley u otros pergaminos que no conocemos. Descubrieron rutas marítimas que llevan más allá del Atlántico, a tierras de donde traen oro y, sobre todo, plata a espuertas. Por eso son tan ricos, por eso florecen sus encomiendas, por eso tienen una buena flota para comerciar y enriquecerse más, por eso actúan como banqueros y su tesoro crece y crece… por la plata que traen de continuo. Hablamos de un grupo de familias europeas que se creen de alguna manera descendientes de una casta sacerdotal del Templo de los judíos, de una secta que se hacían llamar los nazareos que aunaron viejas enseñanzas egipcias y de la Cábala y que practicaban ritos esotéricos que nos son desconocidos. Cuando un adepto alcanzaba la gnosis, se decía que era un iluminado, un resucitado: Jesús lo era. Curiosamente estos conspiradores no piensan que Cristo fuera Dios. No sé muy bien cómo se enteraron de todo esto, de la ubicación exacta del tesoro bajo el Templo. Eso debía de estar registrado en el Manuscrito de Cobre, pero… ¿cómo se hicieron con él estas familias? El caso es que tienen, en efecto, un «proyecto»: quieren derribar el poder de la Iglesia de Roma y establecer un nuevo orden, un nuevo credo que aúne a los ya conocidos: judaismo, islamismo, cristianismo… Los cátaros están con ellos. He conocido a algunos iluminados, Bernardo de Claraval, Jacques de Rossal, André de Montbard… Son varias las familias implicadas en el asunto: la casa de Champagne, la de Saint Omer, Fontaine, De Rossal, Saint Claire, Montdidier e incluso la estirpe de los reyes de Jerusalén como Godofredo de Bouillón y el mismo Balduino. Todos se conocían y todos están en el asunto.