»Han construido una réplica del Templo de Salomón en Rosslyn, bajo la iglesia familiar. Supongo que pensaban guardar allí el tesoro, pero algo alteró sus planes: Robert Saint Claire lo echó todo a perder al volverse loco. Hubo un pequeño cisma en su cerrada organización, que de hecho aún podría ser utilizado por la Iglesia para darles el zarpazo definitivo. Están divididos, dudan. Desconozco dónde esconden ahora el tesoro, que quizá no sea de índole material; la Menorah, el Arca, el oro, las riquezas… Quizá sean manuscritos, las Tablas de la Ley, la ley cósmica que rige el mundo, el saber absoluto… No lo sé, quizás algún secreto inconfesable sobre la vida de Cristo. Sólo sé que les hace poderosos y que lo serán más. Les ha permitido descubrir nuevas tierras que les enriquecen con plata y oro. Deben de tener cientos y cientos de textos por traducir, por eso necesitan a gente que lea hebreo antiguo. Aún estáis a tiempo de detenerlos. Puede que dentro de unos años sea tarde, no sabemos a qué grandes secretos pueden terminar accediendo. Por eso crearon el Temple, una milicia, un brazo armado que los proteja y les permita imponer su credo llegado el momento. Roma no tiene ejército y ellos lo saben, depende de la ayuda del rey de Francia, del emperador del Sacrosanto Imperio Romano Germánico… pero ellos sí tienen un ejército, bien entrenado, bien formado, con la mejor flota de Occidente; son ricos, todos les deben dinero. Llegado el día se impondrán y no son trigo limpio, creedme, no dudan en eliminarse unos a otros, en matar a quien sea si eso favorece al proyecto. Dijeron haber matado ya a dos espías del cardenal Garesi y sabían que había otro infiltrado. Dijeron tener gente dentro de Roma que trabaja para ellos. Debéis actuar o será tarde.
– No tenemos pruebas -sentenció Silvio de Agrigento.
– Yo los he visto. Adoran una cabeza de dos caras, el Baphomet, niegan a Cristo, son herejes. Sólo tenéis que detenerlos y darles tormento y lo contarán todo.
– No es tan fáciclass="underline" hablamos de gente muy poderosa. Gracias a ellos mantenemos las posesiones de Tierra Santa. No se les puede detener, al menos de momento.
– Pero ¿no comprendéis que conforme pasa el tiempo van siendo más y más poderosos?
– Sí, pero insisto, no es el momento. Además, ¿está corrupta toda la orden del Temple?
– No, sin duda no. La mayoría de los templarios no saben nada de esto. Son verdaderos guerreros de Dios, pero las familias controlan en secreto la orden, es un instrumento en sus manos. Se hacen llamar El Priorato de Sión.
– Razón de más para no intervenir. Ahora mismo no podemos.
Rodrigo Arriaga se lo pensó durante un momento.
– Quiero ver al cardenal Garesi -dijo muy convencido.
– El cardenal Garesi murió hace dos semanas -contestó Silvio de Agrigento.
Los tres amigos se quedaron de piedra.
– ¡¿Cómo?!
– Apoplejía.
– Lo envenenaron ellos, seguro. Sabían que Lucca Garesi estaba tras el proyecto -apostilló Tomás.
Silvio de Agrigento calló.
– ¿No lo negáis? -dijo Arriaga.
– No digo que sí ni que no… Mi señor era un hombre de edad avanzada pero fuerte como un roble. No estamos aquí para juzgar los designios de la Providencia. Su Santidad tuvo a bien nombrarme sucesor de mi fallecido amo.
– O sea que vos sois ahora el hombre fuerte, controláis la red de información de Roma.
– Asombroso, ¿verdad? Debo reconocer que es algo que no me disgusta.
– ¡Acabáramos! Ellos lo eliminaron. Estaban de acuerdo con vos.
– ¡Cuidado con lo que decís! -El cardenal miró a su guardaespaldas y dijo-: ¡Fuera! ¡Y estos dos también! -Señaló a Toribio y Tomás.
Tras unos momentos y una vez se cerraron las puertas retomó la palabra. Estaban a solas Arriaga y él, como al principio del negocio.
– Ay, ay, mi fiel Tomás, se ha hecho todo un hombre en estos meses. ¿Os ha sido de ayuda?
– Sí, y recopiló todo lo que averiguamos en un libro. -Al instante se arrepintió de haber dicho eso.
– Bien, bien… esa insinuación que habéis hecho antes sobre mi implicación en la muerte de mi señor os podría costar cara, muy cara. Pero sabed sottovoce que sí, le envenenaron. No tengo duda al respecto, aunque no se pudo demostrar. Acudí en ese preciso momento a Su Santidad y quise que actuara con contundencia, pero ellos se me habían adelantado. ¡Me habían propuesto como sucesor! Tan sólo a cambio de una cosa…
– Vuestro silencio.
– Digamos que llegamos a un acuerdo: no nos haríamos daño mutuamente. No olvidéis que el Papa debe su báculo a Bernardo de Claraval. Hoy por hoy son intocables. Decidí tomar lo que se me daba de momento y…
– Mirar hacia otro lado.
– Si queréis decirlo así…
– Acabarán con la Iglesia.
– ¡No seáis ingenuo, Arriaga! Nada ni nadie ha podido con la Iglesia de Roma en mil años, y cuatro condes con delirios de grandeza tampoco podrán. Además, al Papa le interesa que el Temple siga en Tierra Santa. Es vital. Los estados musulmanes se están reorganizando y no será fácil mantener aquellas tierras en manos cristianas.
– Os habéis vendido.
– No más que vos. Un espía, un asesino a sueldo, que, por cierto, queda en una difícil situación.
– ¿Qué queréis decir?
– Que vos y vuestros amigos estáis en posesión de una información que no beneficia a nadie. Ni a las familias ni a Roma.
Entonces el nuevo amo de los espías de la Iglesia de Roma tocó una campana y se abrieron las puertas. Tras ellas aparecieron Tomás y Toribio, maniatados y escoltados por los cuatro guardias. Otros dos surgieron tras una cortina y se volvieron a colocar junto a Silvio de Agrigento.