– Y ahora, traed el libro del muchacho.
Los guardias hicieron lo que se les decía.
– Y vos, Arriaga, entregaos.
Rodrigo desenvainó la espada.
– No hagáis ninguna tontería -dijo un sargento.
Antes de que pudieran reaccionar, el espía lanzó la daga con la zurda, a la vez que saltó sobre los guardias lanzando dos mandobles tras los que ambos rodaron por el suelo.
Silvio de Agrigento miró con asombro la daga clavada en su pecho que sangraba de manera alarmante. Entonces, Toribio embistió contra los dos piqueros que tenía más cerca y Tomás corrió hacia Rodrigo, que había tomado un hacha de un escudo en la pared. Paró un envite del sargento con la espada y le clavó el filo de la hachuela en la cerviz. Al ver rodar inerte al sargento, los otros piqueros recularon. Rodrigo cortó las ataduras de Toribio, que tomó la espada del sargento.
– No quiero más muertes -dijo Rodrigo-. Si os apartáis nadie lo sabrá. Dejadnos salir y nos iremos.
Los otros cuatro se miraron.
Cuando Rodrigo y Toribio cargaron, dos de los alabarderos les dieron la espalda y huyeron. Uno cayó atravesado por la espada del criado de Arriaga y el otro tropezó con una mesa y rodó estrepitosamente por el suelo.
– ¡Ahora! -dijo Arriaga encaminándose hacia la ventana lateral del edificio. Antes de salir fue cuando Silvio de Agrigento recuperó su daga.
– Os maldigo -murmuró el nuevo cardenal vomitando sangre.
Los tres amigos salieron al jardín, atravesaron corriendo el estanque y llegaron donde estaban los caballos. Salieron al galope de allí.
– ¿Lleváis el otro libro en las alforjas, Tomás?
El joven asintió.
Millenium [17]
– Mirad, esto es lo que haremos… -dijo Arriaga con los ojos fijos en el chisporroteante fuego en el que se asaba una liebre. Habían acampado al aire libre, en un claro en mitad de un hayedo, lejos de miradas indiscretas-. Tendréis que ir a Benás, en el Pirineo. Os firmaré poderes plenipotenciarios para que podáis vender mis posesiones. Id primero a hablar con mis guardas, Matías y Eufrasia, son gente del pueblo y se encargarán de todo. Decidles que vendan a buen precio pero que sea rápido. Que se queden con la décima parte del beneficio. Una vez hecho esto, iréis al valle de Bujaruelo. Es un lugar perdido en el Pirineo, hacia el oeste, Matías os guiará. Tiempo ha compré allí un casa, en un paraje hermoso y lejos del hombre. Es un lugar excelente para esconderse porque el valle comunica con el reino de Francia y, dado el caso, se puede escapar hacia uno u otro lado de los Pirineos. La casa es apenas una cabaña de leñadores, pero Matías se ha encargado de que esté siempre habitable y con reservas de leña como para aguantar dos inviernos. Bien, una vez allí esperadme. Cambiad de nombre, aunque en aquel paraje no os toparéis más que con águilas, rebecos o marmotas. Hay mucha caza y viene el buen tiempo. El río queda cerca de la vivienda. No tendremos problemas: entre la venta de mis tierras, el oro que me dio el de Agrigento y la bolsa de monedas que cobré por el supuesto asesinato de Robert, no pasaremos penurias. No habléis con nadie y cubrid el camino hasta allí rápidamente. Hemos matado a un cardenal de Roma, nuestra vida no vale nada. Los templarios nos buscarán también; seguro que saben de la existencia del libro, que debe quedar a buen recaudo. Escondedlo en lugar seguro, puede ser nuestra salvación en caso de que nos capturen. Mañana al alba partimos.
– ¿Y vos, a dónde iréis?
– Tengo un negocio…
Toribio interrumpió a su señor.
– Ese negocio… ¿trabaja en una posada?
– Quizá.
Tomás habló:
– No deberíais ir a Chevreuse, es peligroso.
– He sido espía, ¿recordáis? Quiero que Beatrice venga conmigo.
Debía de ser pasada medianoche cuando se abrió la puerta de la cocina y un mendigo entró sacudiéndose el frío del cuerpo. Vestía apenas unos andrajos de color gris y una larga cicatriz surcaba su cara semicubierta por una capucha.
– ¿Quién sois vos? -dijo el desconocido a un tipo que vestía un delantal de carnicero y que se empeñaba, hacha en mano, en descuartizar un gorrino que yacía sobre la enorme mesa de roble.
– Yo, el cocinero de esta casa… ¿y vos? No queremos mendigos aquí.
El recién llegado lanzó un sueldo de oro sobre los restos de carne sanguinolenta y contestó:
– Sois nuevo, ¿no?
El tipo grandullón asintió.
– Bien, pues avisad a Beatrice. Decidle que está aquí quien ella sabe.
– Ah -repuso el cocinero de enormes bigotes-. Os esperaba, ella me habló de esto. Seguidme a un lugar más discreto.
Subieron al primer piso, donde las habitaciones, a través de la escalera. La posada permanecía a oscuras, en silencio.
– Me llamo Osvaldo -dijo el grandullón abriendo la puerta y encendiendo un candil con su palmatoria. El cuarto se iluminó débilmente-. Esperad aquí, mi amo también quería hablar con vos. Ahí tenéis una jarra con vino.
Rodrigo se quedó a solas, se sirvió un vaso que apuró de un trago y se sentó en una silla. Entonces reparó en que se hallaba en la estancia en la que se consumó la desgracia del joven Saint Claire. Recordó al burgués despanzurrado sobre la cama, la sangre y a Robert llorando acurrucado en un rincón.
Se tumbó en el lecho. Estaba exhausto.
Al rato pensó que había pasado mucho tiempo. ¿Por qué no venían Beatrice y su padre, Luis? Tardaban demasiado. ¿Quién era aquel tipo? Comenzó a sentirse mareado.
Una luz comenzó a encenderse en su antaño entrenada mente de espía. Decididamente había perdido facultades.
Escuchó pasos y ruido de armas en la escalera. Eran varios. Abrió los postigos para saltar por la ventana y vio las antorchas. Había más de quince sargentos esperándolo y tres templarios a caballo. Veía doble y le fallaban las piernas. Aquel fideputa lo había drogado. Temió por la suerte de Beatrice y su padre.
– Vaya, vaya. Excelente disfraz, Rodrigo -dijo Jean de Rossal-. Me alegro de ver que estáis de vuelta.
Arriaga se giró y vio a su viejo amigo con los brazos en jarras. ¿Cuántos hombres habían irrumpido en la habitación? Diez, quizá doce. No pudo llegar a desenvainar entre aquel gentío. Sintió que decenas de manos lo retenían. Vio la guarda de una espada venir hacia sus ojos. Sintió el golpe seco en el puente de la nariz.
Nada más.
Rodrigo despertó en uno de los calabozos del Château de la Madeleine. No había demasiada luz. Sintió unas intensas ganas de orinar pero al intentar levantarse comprobó que le habían encadenado al muro de piedra. Se ladeó un poco y orinó hacia su derecha. Cuanto antes eliminara aquel maldito veneno antes recuperaría sus facultades. Aún le pesaban los miembros y sentía la cabeza como embotada. Tenía sed. A su lado había una pequeña jarra de arcilla con agua. La tomó con ambas manos haciendo sonar los grilletes. Despedía un olor fétido. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?
La tiró. Se moría de sed pero sabía que si bebía el contenido de la jarra le haría enfermar. Sólo le faltaba debilitarse más. Debía conservar todas sus fuerzas para aguantar lo que sin duda le esperaba. Era el procedimiento a seguir. Su vida no valía nada ya. Pensó en Beatrice, seguro que estaba muerta por su culpa; el padre de ella también. Al menos Tomás y Toribio estaban a salvo. Quizás algún día la cristiandad sabría de la conspiración gracias al libro que había recopilado el zagal. No podía respirar por la nariz y sentía un inmenso dolor bajo los ojos. Se palpó con cuidado y lanzó un alarido por la lacerante punzada que sintió. Tenía toda la zona inflamada: aquellos hijos de puta le habían roto la nariz.